La historia del té

EDICIÓN 485

Te en Japón

A 7000 kilómetros de Londres

Aunque parezca mentira, el té se tomaba mucho antes de las cinco de la tarde y lejos de Inglaterra, exactamente a 7780 kilómetros, en China. Las leyendas sobre su origen abarcan a un emperador casi mitológico del quinto milenio antes de Cristo y a Bodhidharma, monje budista de origen persa, quien junto con las artes marciales llevó la bebida a los monasterios de Henan.

La única certeza es que el pueblo chino fue el primero en apreciar las cualidades de la planta de tal modo que le dedicaron tratados poéticos, al tiempo que desarrollaban formas distintas de consumirla.
Pronto el té fue al Tíbet a lomos de caballo, en barco al Japón y en camello al mundo árabe. Por otro lado, Europa tuvo que esperar hasta el siglo XV para su popularización, cuando los portugueses lo trasladaron desde el subcontinente a Lisboa, junto con otro producto importantísimo: el azúcar.

Catalina de Braganza, esposa de Carlos II de Inglaterra y amante del té, lo llevaría a Inglaterra y se pondría de moda en las cortes británicas.
Catalina de Braganza, esposa de Carlos II de Inglaterra y amante del té, lo llevaría a Inglaterra y se pondría de moda en las cortes británicas. Fotografía: Alamy

En esa capital Catalina de Braganza contrajo matrimonio ―por escrito― con Carlos II de Inglaterra en abril de 1662. La reina no dejó un heredero en tierras inglesas, pero sí la moda de tomar el té, y fue tan exitosa en tal empresa que, pese al orgullo británico, a nadie le pareció problemático convertir en bebida nacional a una de origen asiático.

China, el mayor productor, empezó a enviar cargamentos enteros de la planta junto con porcelana ―los juegos de té―, especias y seda, en una suerte de auge comercial de productos suntuarios.

En India la popularidad de la bebida entre los colonizadores se contagió finalmente a la población local que la tomaba en su versión chai, es decir, con especias y leche.

La primera guerra contra las drogas

Para el siglo XIX la balanza comercial entre China y Occidente era tremendamente desigual: todos los meses salían hacia Europa y América toneladas de porcelana, seda y, sobre todo, té. Al mismo tiempo casi ningún producto europeo ingresaba por el feroz bloqueo del Imperio chino a las importaciones. Solo la plata ―ni siquiera el oro― era aceptada como moneda de cambio, pues con esta se cubrían los gastos militares de la dinastía Qing, cada vez más exorbitantes por las revueltas internas.

Como resultado de las guerras frecuentes entre España e Inglaterra ,y luego la independencia de Estados Unidos, México y Perú, la plata escaseaba. Entonces los comerciantes británicos y holandeses recurrieron al contrabando de opio desde India y Java para conseguirla. La droga ―su exportación pasó de 75 toneladas en 1775 a 2553 en 1839, año del estallido de la primera guerra del Opio, y luego a 6500 antes de 1890― ingresaba por Cantón, donde distribuidores locales la cambiaban por plata china, que luego regresaba a sus arcas gracias a la venta de productos legales. En pocas palabras: la plata se blanqueaba con té.

El gobierno local emitió edictos de todo tipo para frenar el contrabando, pero los comerciantes extranjeros aprovechaban la dificultad de las embarcaciones chinas para navegar entre las islas de la desembocadura del río de las Perlas, escondiendo la droga a bordo de barcos anclados entre ellas.

Los contrabandistas transformaron un sector de Cantón en un emporio de opio, y su influencia era tan grande que lograron la supresión del monopolio comercial de la Compañía de Indias Orientales. Sobresalían entre ellos James Matheson y William Jardine, quien, además de traficante, fue miembro del Parlamento.

Para financiar su afición por el té, los británicos hicieron que los chinos se aficionaran al opio.
Para financiar su afición por el té, los británicos hicieron que los chinos se aficionaran al opio. Más del 20 % de la población masculina china a principios del siglo XX era adicta a esta droga. Ilustración: Shutterstock.

Hacia 1830 la balanza de pagos finalmente se revirtió por el narcotráfico y China comenzó a comprar más opio que vender té, porcelana y seda. El emperador ordenó a Lin Hse Tsu hacerse cargo del problema, alarmado por la decadencia de sus ciudadanos que se enterraban dentro de fumaderos de opio; sus principales medidas consistieron en decomisar toneladas de opio y bloquear su comercio.

De vuelta en Londres, Jardine, ayudado por el sobrino de Matheson ―parlamentario también―, hizo que el ministro de Asuntos Exteriores británico declarase la guerra como parte de una cruzada para defender el libre comercio. El fin de esa etapa de hostilidades fue en 1842. Entonces inició una “diplomacia del cañoneo” en la que los intereses comerciales de las potencias se imponían con artillería pesada.

En cuanto al té, los europeos comprendieron que la mejor forma de evitar su escasez era fomentando la producción en India. Como para entonces la esclavitud estaba prohibida en el Imperio británico, la única alternativa fue la mano de obra local.

El paraíso perdido

Cuando se piensa en cultivos de té es natural imaginar campos verdes y pacíficos que emanan aromas relajantes y que invitan a la meditación. Sin embargo, ni hoy ni hace cien años esta imagen se corresponde con la realidad de la Bengala Occidental, estado de India donde se producen algunas de las mejores marcas.

La estrategia de los británicos, cuando empezaron a fomentar el cultivo en ese país, era “trasplantar” pobladores de regiones cercanas para cubrir la falta de personal en los campos. Por lo general, esta gente enfrentaba toda clase de precariedades, incluyendo salarios extremadamente bajos y falta de servicios.

En la segunda década del siglo XXI la situación sigue siendo la misma: los recolectores de té ―la mayoría mujeres― viven entre la incertidumbre y la pobreza. De la noche a la mañana la compañía que los contrató quiebra y sus dueños se esfuman. Entonces cientos de trabajadores migran hacia otra plantación, mutan en constructores o viajan hacia Calcuta y luego al extranjero. Gran parte de los jornaleros de la actualidad son de la etnia adivasi y descienden de los pueblos que los británicos emplearon desde 1927.

Los dueños de las productoras prefieren contratar mujeres, pues aseguran que son prolijas al recoger las hojas, pero las viviendas que les asignan son chozas de madera sin cañerías ni agua potable.
En las plantaciones más distantes los recolectores espantan con petardos a felinos grandes y al mismo tiempo evitan pisar cobras enfurecidas. Todo esto a cambio de salarios que no superan los dos dólares por día.

Miles de mujeres pobres de India son las que recolectan té por salarios de miseria, luego el producto es vendido al mundo a precios exorbitantes.
Miles de mujeres pobres de India son las que recolectan té por salarios de miseria, luego el producto es vendido al mundo a precios exorbitantes. Fotografía: Shutterstock.

Representantes del Gobierno indio culpan a los británicos por el problema, asegurando que solo desde 1972 el Estado controla la explotación, y agregan que el desarrollo es paulatino y, como cualquier cambio, requiere tiempo. Por lo demás, la venta se hace a través de subastas directas de los productores y hay exceso de oferta.

A las nuevas generaciones no convencen los argumentos de la política, con sobrecarga de cifras y ausencia de soluciones. Por lo tanto, prefieren marcharse al extranjero o malvivir en Calcuta, Bombay o Nueva Delhi, dejando sin mano de obra a una industria en crisis.

En las grandes urbes de Occidente, el té verde, blanco, rojo o negro se ofrece entre marquesinas a consumidores ansiosos de ingerir armonía y paz. En contraste, en los campos de Oriente, análogos a los que Tolstói imaginaba idílicos, la gente entrega su vida resignada a la idea de que el paraíso de unos es el infierno de otros. Pero, ahora, el mayor pecado de nuestra especie no es tomar una de estas infusiones o vestir un abrigo de Bangladés, sino hacerlo con los ojos cerrados y con indiferencia hacia la historia y sobre todo hacia el resto de la humanidad.

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