
1
Me han negado por tercera y última vez la solicitud de residencia. No tengo sino tres alternativas: matarme o volver a mi maldito país, lo cual sería peor ya que seguiría vivo, o entrar en la ilegalidad, que es como cubrirse de pelaje y vivir en madriguera. Un indocumentado es un prófugo inmóvil. Mientras desciendo por la orilla de las mesalinas africanas, voy rompiendo todos mis documentos y desde el puente viejo, a manojos, lanzo sus pedazos al aire. Como mariposas blancas y torpes, se esfuerzan por levantar el vuelo, pero la ausencia de viento los conmina a precipitarse en las aguas del canal. El pasaporte, ya deshojado, vaivenea unos segundos antes de asentarse en el agua, como una minúscula balsa.
Santo remedio, me digo, repitiendo la frase que usaba la abuela Jacinta, la especialista en ahogar perros y gatos recién nacidos. A partir de ahora no soy nadie. Un trashumante. Un simple fantasma integrando el torrente de indocumentados que como ratas se filtran por los caños de Europa. Me detengo para respirar, para oír mi interior, para sentirme inexistente. Como en una instantánea, mi pie izquierdo está suspendido en el aire sin culminar el paso. Mi vista se congela en el agua y mi corazón se detiene. Si hubiese alguien que desde mi garganta soltase un grito, saldría por mi boca un silencio aterrador.
Me enrumbo por la orilla de las mesalinas del este, mientras pronuncio un amado y oportuno poema de Blanca Varela: “Acepta la puerta cerrada,/ el muro cada vez más alto,/ el saltito,/ la imagen que te saca la lengua./ No te trepes sobre los hombros de los fantasmas/ que es ridículo caerse de trasero / with music in your soul”.
2
La boca del metro me englute y ya estoy una de sus múltiples gargantas abriéndome paso sin saber hacia dónde. De pronto, alguien me pregunta por un costado de la nuca que por qué existo. Es una gitana, que me saca del torrente humano y me conduce a un andén solitario. Casi a la fuerza, se apropia de mi mano izquierda y sin siquiera mirarme se dedica a leerla. Con una de sus uñas curvas de lo largas empieza a recorrer mi palma mientras me va enterando de sus hallazgos: ¿no te mareas de tanto vivir en zigzag ?, me pregunta, aleteando sus pestañas como mariposas negras. Mira esto, válgame dios, es un abismo, una caída. Pues, te lo digo, estás a punto de tener un jaleo de esos que no se los desea a nadie. ¿O ya lo estás viviendo? Podría responderle que sí, que justamente por ello soy un fugitivo, pero no le respondo. Más bien me sonrío, que es un tic inevitable cuando estoy en aprietos. ¿Tú ya has muerto otras veces, verdad? Tienes una mano muy especial ¿Estás seguro de que es tuya?, me pregunta, mirándome a los ojos por primera vez. Ante mi sonrisa nerviosa, también ella sonríe y, de paso, se apega a mi costado. Vas a viajar mucho, aunque van a dolerte los pies por caminar sobre fuego, me dice, escarbando nuevas líneas en mi palma. ¿Sueles escuchar que un niño solloza en tu corazón? Mira esto, mira, me dice, señalando una hendidura casi imperceptible en el centro de mi palma. Esto se llama Sombra, o Presencia, y significa que alguien te sigue, te acosa, te tiene gula. ¿Es eso lo que te hurta el sueño, verdad? Estás sudando, me dice, palpándome la frente. Cambiando de tono me pregunta: ¿quieres que te lea la boca? Por poco maúlla, saca su lengua puntiaguda, saborea el carmín de sus labios y la mece como la cola de un rosado pez sin escamas. “Podemos ir al cine que lo tenemos a pocos pasos del túnel, si quieres”, me susurra, lamiendo el lóbulo de mi oreja peluda. “La oscuridad del cine, sana, endereza el destino”. Yo, sonreído y extenuado, le digo que no puedo, que debo darme prisa que, por favor, me devuelva mi mano.