Hipocondría Infantil

Por Mónica Varea

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La vejez no sería tan terrible si uno de pronto, el rato menos pensado, amaneciera viejo, canoso, arrugado, lleno de achaques y supiera que es el momento de poner las cosas en orden para empezar a morir. Lo feo de la vejez es que viene en dosis diarias, cada día una mancha más, un diente menos, una nueva cana, un dedo adolorido, una rodilla sonora, ¡una pendejada! Si a tanto achaque le añadimos el miedo, resulta que nos pasamos casi media vida nadando contra corriente, tratando de evitar lo inevitable, ojalá pudiéramos tener siempre la tranquilidad que tuvimos de niños, esa despreocupación extrema y esa maravillosa valentía para enfrentar los retos. Pero no crean, toda regla tiene su excepción y yo conocí una niña achacosa.

Hace veintitantos años, en mi búsqueda desesperada por reemplazar el aburrido ejercicio de la abogacía, fui profesora de inglés en un preescolar. Fue una experiencia maravillosa, uno de mis alumnos fue mi sobrino Valentino, quien insistía en decirme tía en lugar de teacher, recuerdo que negociamos y fue el único niño que terminó diciéndome teacher Moca. En ese grado estaba Alejandro, él quería ser roquero y se enamoró de mí. Era un grupo lindo, todos asumían mis órdenes sin problema, a excepción de Karín, una pequeña con cara de por aquí huele a caca.

“May I go to the bathroom?”, me dijo la niña un día, yo le recordé que habíamos quedado en que irían a la hora del recreo, ¡pero si me aguanto me puede dar infección a las vías urinarias!, respondió furiosa y se fue al baño. Un día cantábamos a voz en cuello “one little, two little, three little indians” y noté que Karín solo miraba, cuando le pregunté por qué no cantaba me dijo: ¿quiere que me dé amigdalitis? Lo cierto es que a Karín, a sus cuatro años, no le dolía la cabeza sino que tenía migraña, no le dolía la pancita sino que tenía principios de apendicitis y no se cansaba luego de correr en el recreo, ¡tenía taquicardía!,

Un día llamé a sus padres para hablar sobre la preocupante situación, me enteré que su padre era médico, en principio me tranquilicé pero cuando les comenté sobre los permanentes achaques de la pequeña, el doctor en tono autoritario me dijo: “Teacher, usted está errada, mi hija es muy sana, ella luego de dormir ocho horas se levanta y orina unos 250 mililitros y defeca con puntualidad suiza, luego toma un baño a una temperatura de 38,5 grados, de tal manera que su presión arterial no baje de golpe, se viste con ropa de algodón para prevenir alergias e infecciones en sus partes íntimas, baja a desayunar un desayuno balanceado, no le damos jugo de naranja porque podría darle gastritis, no come huevo a diario porque le podría subir el colesterol, y…”. ¡Y me queda clarísimo doctor!, atiné a decir, mientras los despedía con una forzada sonrisa.

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