El final de una era

Esta es la historia del teledirigible que marcó el final de una era para la aeronáutica. Fue una tragedia con 26 muertos y un nombre: Hindenburg.

Teledirigible Hindenburg

Había sido un viaje formidable, de paisajes deslumbrantes, comodidad insuperable y con todos los lujos, en el que treinta y seis pasajeros, excepto uno, habían disfrutado a plenitud el cruce del Atlántico durante los tres días que había durado, desde el instante mismo de despegue, en Frankfurt, el 3 de mayo. Excepto uno de los pasajeros, en efecto, porque el capitán Ernst Lehmann no estaba haciendo una travesía de placer, sino cumpliendo una misión militar, encargada en persona y en secreto por Hermann Göring, el comandante de la aviación del régimen nacionalsocialista alemán.

Por entonces, 1937, la ‘Deutsche Zeppelin Reederei’ era la principal compañía de dirigibles del mundo, una de cuyas naves, el ‘Graf Zeppelin’, no sólo había sido la mayor máquina aérea de su tiempo, sino que se había convertido en una celebridad, cuyas fotografías volando sobre ciudades luminosas, mares turbulentos, desiertos agobiantes, selvas espesas y hielos eternos eran publicadas con admiración en diarios y revistas. Pero dos meses antes, en marzo, el ‘Graf Zeppelin’ había sido superado por un dirigible aún más grande, poderoso y suntuoso, el ‘Hindenburg’, a bordo del cual viajaba Lehmann.

La misión de Lehmann, considerado el mejor piloto del mundo a pesar de su propensión a efectuar maniobras temerarias, era lograr del gobierno de los Estados Unidos que levantara la prohibición de vender helio a Alemania, un combustibles más liviano y menos inestable que el hidrógeno, lo que haría de los dirigibles unas naves más confiables y seguras. Lo que, de paso, aumentaría el prestigio del régimen nazi y de su ‘Führer’. El cumplimiento de su tarea comenzaría en cuanto el ‘Hindenburg’ aterrizara en Lakehurst, Nueva Jersey. Era una tarde desapacible y lluviosa, pero a las 7.25 todavía no obscurecía.

A ochenta metros del suelo, el capitán Max Pruss ordenó lanzar los cables de anclaje. Miles de personas estaban pendientes de la llegada del inmenso dirigible, de 245 metros de longitud y 41 de diámetro. De pronto, cuando tan sólo había descendido diez metros, un cambio en la dirección del viento lo hizo girar con brusquedad. Saltó una chispa y, al instante, estalló un incendio portentoso, que de la parte superior de la popa se propagó a todo el dirigible. Los doscientos mil metros cúbicos de hidrógeno que lo sostenían en el aire se convirtieron en un mar de fuego. Todo terminó en 34 segundos.

Nunca se supo con certeza qué causó la tragedia. Incluso se pensó en un acto de sabotaje. Para los investigadores la teoría más verosímil fue la rotura de la celda de gas, con la consiguiente fuga del hidrógeno, por el giro brusco causado por el viento cuando el dirigible estaba a setenta metros del suelo, de donde, ya convertido en una antorcha, siguió descendiendo hasta caer en el piso encharcado por la lluvia. Nadie sabe cómo, pero de los noventa y siete ocupantes del ‘Hindenburg’, incluida la tripulación, sesenta y uno se salvaron. Entre los muertos estuvo Ernst Lehmann.

Al día siguiente, con el mundo conmocionado por el desastre, el congreso americano autorizó la venta de helio. Pero ya de nada sirvió: la tragedia del ‘Hindenburg’ marcó el final de la era de los dirigibles. El sueño de que sirvieran para establecer rutas aéreas para transportar cientos de pasajeros se convirtió en esos 34 segundos del 6 de mayo de 1937 en una pesadilla de terror y fuego. Además, los zepelines no podían ser instrumentos eficaces de combate y, por lo tanto, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial no tenía sentido construirlos. La aeronáutica entró en una nueva era. El ‘Hindenburg’ terminó siendo, así, el mayor y el último de los grandes dirigibles.

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