Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 443 – abril 2019.
Un amigo me cuenta que, después de haber pasado meses bloqueado, entendió que el problema estaba en la posición en la que trabajaba. Recordó que las mejores ideas las había tenido echado. Entonces llevó su laptop a su cuarto y la puso sobre sus piernas. Los pensamientos empezaron a fluir del inconsciente a la pantalla. Y escribió, casi de un tirón, un guion entero en la cama.
Yo trabajo en un estudio que comparto con el Mario. Pero muchas veces imagino (o siento) que estoy en la cocina. Tal vez porque el mundo doméstico no me abandona, tal vez porque en esta habitación “propia”, que no es tan propia porque en el matrimonio casi nada lo es, la puerta no puede estar cerrada por mucho tiempo. Si tardo mucho, el Lucas da golpecitos y grita “¡Mamá!”. Entonces debo interrumpir mis textos y salir a buscarlo. Otras veces me llama la olla del arroz, que está a punto de quemarse. Hastiada, agarro mi computadora y me voy a buscar un lugar más tranquilo. Escribo en la biblioteca, bajo la solemne pintura de tres hombres blancos letrados. Empiezo a inspirarme cuando un joven me interrumpe porque le molesta mi ruidoso teclado. García Márquez dijo alguna vez que no existe mejor sueño que “escribir sin que nadie joda”. Parece tarea imposible. Decido que lo mejor es esperar a la noche, escribir cuando todos duermen.
Recuerdo el “despacho” de mi abuelo materno. Tenía una plaquita verde que decía “Miguel Ángel Varea Terán”. Recuerdo el olor de sus libros, la textura de su escritorio. ¿Y mi abuela? A ella la recuerdo leyendo, pero jamás en un “despacho”, jamás en una habitación propia, jamás como una actividad seria, sino como parte de la cotidianidad. Mientras mi abuelo trabajaba en cosas “serias”, ella hablaba con las plantas, miraba paisajes desde la ventana, cuidaba a los hijos, a los perros y a los nietos, preparaba té con hojas de cedrón que arrancaba de un árbol, les daba de comer a los pájaros y les contaba sus sueños, tomaba café acompañada de su radio portátil. De cuando en cuando, ella se refugiaba en “el cuarto chiquito”, una habitación minúscula que estaba destinada a los huéspedes. Se metía ahí, como huyendo de la cotidianidad, del marido, de los hijos. Recuerdo también el estudio de mi abuelo paterno, con botellas de champaña y chocolates que escondía en un cajón. Mi abuela paterna no tenía un despacho, tal vez tenía despecho, había acabado la universidad, que para su época era bastante, pero después de casarse ya no pudo ejercer su carrera: los hijos vinieron uno después de otro. Jamás tuvo una “habitación propia”.
Mi padre tocaba la guitarra en la sala. Mi madre tocaba la flauta traversa en el baño. Uno de mis primeros recuerdos es verla a lo lejos, envuelta en humo de cigarrillo, mirándose en el espejo y tocando. Yo odiaba el sonido de la flauta. Lo que ella amaba era una amenaza para mí. ¿Sentía lo mismo que siente mi hijo cuando me ve escribir? ¿Será que los hijos nos ponemos celosos de esas actividades porque sabemos que nos excluyen? ¿Sabemos que, en esos momentos, las madres dejan por un ratito de ser madres y se van a un lugar muy íntimo? ¿Será ese lugar la habitación propia?
“Seré franco… una mujer no debe escribir, no haga libros; traiga niños al mundo”, le dijeron a Aurora Dudevant, quien tuvo que usar el seudónimo de George Sand para poder escribir.
“Aut liberi aut libri”, en latín, significa “hijos o libros”. Lo uno o lo otro. ¿Por qué no ambas cosas? A pesar de que el tiempo se encoge con la maternidad, hay algo, muy sutil, que cambia en la conciencia. Una especie de ojo que mira, muy despierto, desde el cansancio. Y tal vez sea eso lo que hace que cada vez que regreso a escribir, por las noches, mientras todos duermen, lo haga desde otro lugar. Entonces pienso: hijos y libros, hijos y libres.