Héroes y mártires.

Por María Fernanda Ampuero.

Ilustración Maggiorini.

Edición 425 – octubre 2017.

Firma-Ampuero-1No es verdad que la edad nos hace más sabios. A algunos será, pero yo no los conozco. Lo que la edad nos hace es comemierdas. Mucho, concienzudamente.

La naturaleza —que es vieja y, por lo tanto, comemierda— usa a los hijos para contrarrestar esa transformación de las personas en los viejos de Los Muppets (¿se acuerdan? ¿Subidos en un palco hablando pestes de todos?). Las crías adiestran sin misericordia a los padres en el ejercicio de la paciencia, les rompen los huevos, quiero decir, la voluntad, y finalmente dejan ese despojo, ese ser quebrado, roto, pacífico hasta la catatonia: el padre de adolescentes.

Reproducirse no solo es necesario para asegurar la continuidad de la especie, sino también para asegurarse de que no nos convirtamos en asesinos. Imaginen lo que puede aguantar alguien que tiene un hijo en la edad del burro. Todo. Lo puede aguantar todo. Clávele alfileres entre la carne y la uña: se reirá. Cuánta paciencia tienen que tener los padres, por el amor de dios. Son héroes y mártires. Qué digo. Los padres aguantan más que cualquier héroe y cualquier mártir. Ellos aguantaron meses, días, horas de tormentos: los padres dieciocho, veinte, treinta y en algunos casos —sí, estoy hablando de ti, amigo— cuarenta años de impiedad.

Prefiero los leones hambrientos, errar en el desierto, saetas clavadas en mis ojos.

Yo, por supuesto, no tengo hijos, así que desconozco todo lo que dan en forma de sonrisas, besos, abrazos y satisfacciones para que, llegados los tiempos salvajes, no les hagamos un paquetito con su ropa, un sánduche de queso y los dejemos tirados en una carretera bien lejos de la casa para que no sepan volver. No. Nadie hace eso. El amor de un padre por sus hijos debe ser una de las energías más fuertes del planeta. Si se pudiera condensar, haría que un palo llegara a otra galaxia y empezara a construir un centro comercial.

Como no tengo hijos, observo con verdadera compasión y temor a otra gente de mi edad lidiar con sus adolescentes y me maravillo. Lo que esa gente aguanta, amigos, es lesa humanidad. Les juro que me dan ganas de hacer campañas para recaudar fondos y pagarles un spa, una escapada, una botella de whisky, terapia.

Pare ahí, señor, señora que está pensando “mi niño es un encanto”, “mi niña es adorable”. No hablo de su familia. A usted le digo póngase de rodillas y arrástrese a su sitio de peregrinación más cercano. Hablo de otros.

Hablo, por ejemplo, de esa pareja de franceses con la que me tocó compartir restaurante en un sitio turístico hace poco. Tres hijos de unos doce, catorce y dieciséis años desparramando su existencialismo oscuro sobre el pan, el jamón y las croquetas de bacalao. Sentí piedad. Piedad por ese hombre y esa mujer que planearon un viaje familiar, que manejaron entre peleas y gritos, que llevan ya demasiados días calurosos y pesados con sus herederos por las playas o las montañas, que han inventado mil y un formas de entretenerlos, que han pagado helados, colas, pizzas, que han estado alertas a los peligros, que han enterrado sus propios deseos y que, aun así, no ven ni una sonrisa. Al contrario, ven tres caras transfiguradas por el desdén.

A ese trío infame no le gustaba nada, no tenían hambre, el sitio —¡que era maravilloso!— les parecía una porquería, les daba igual carne que pollo, todo le apestaba a esas narices llenas de acné. O sea, encarnaban al desagradecido histórico: ese ser puro veneno y menosprecio que siempre termina mal en la ficción. Pero aquí no, aquí esos héroes insistían y pedían variedad de platos para ver qué les parecía menos horrible a los hijos. Tuve ganas de llorar por esos padres, ahí, en una esquina hermosísima del mundo, tragando pan como quien traga mierda. Culposos, a tientas, desesperados por una mirada viva de sus criaturas insoportables.

La familia es pura salvajada y yo, como no soy madre, hace rato que hubiera gritado: ¡oye, ingratuemierda, que yo estoy pagando todo esto, ah, que te estoy trayendo a este lugar precioso, que te estoy ofreciendo comida buena, no caca, carajo, así que muéstrame un poco de gratitud, pedazuimbécil! Pero no. No soy madre y, por lo tanto, no estoy adiestrada en el martirio y el heroísmo, así que nada más cerré los ojos, pensé en mis seres queridos y una lágrima helada bajó por mi mejilla cuando la camarera pronunció lo impronunciable, el tercer secreto de Fátima:

—No, no tenemos wifi.

Y entonces empezó el apocalipsis.

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