Hermosas extrañas

Por Ana Cristina Franco

Su nombre era Hayate. Delgada, de ojos oscuros, piel canela y un arete diminuto en su respingada nariz. Tenía veintidós años, como yo en ese entonces. Vivía “sola” (es decir, con ella misma) cerca del centro de una ciudad francesa. Llamaba a su casa La maison pupée (la casa de muñecas). En realidad lo era, una casa tan bonita que parecía dibujada. Hayate cocinaba delicioso y todo lo acompañaba con té de toronjil. Se había ido “sola” a Marruecos​ a filmar un documental sobre su madre. Cuando caminábamos, en las madrugadas, regresando de las fiestas, algunos borrachos nos pifeaban. Yo quería salir corriendo, pero ella, con su boina y sus botas negras, se detenía muy elegantemente, se giraba, hacía una pequeña reverencia victoriana que contrastaba con su pinta militante, y les decía suavemente: Bonsoir, monsieur. Ellos quedaban paralizados. Cómo no. Y yo pensaba que nunca, con ningún novio o amante o lo que fuera, me había sentido tan protegida como con ella. Me habían enseñado que son los hombres los que protegen. Pero Hayate decía lo contrario, porque Hayate no tenía miedo. Su independencia me inspiró en silencio. En secreto. Cuando regresé a Quito supe que era tiempo de vivir “sola”. El mundo me esperaba. Si quería escribir o lo que sea, había que vivir. Aunque mi destino no fue una casa de muñecas sino un cuarto con baño que olía a cemento fresco, yo era feliz, o, en palabras más precisas, era libre.

Al menos por un rato, fui libre.

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