Por Mónica Espinel De Reich.
Fotografías: cortesía.
Edición 466 – marzo 2021.

Años atrás vi una selección de paisajes y de piezas arqueológicas captadas por el lente del fotógrafo Henri Molina de Clausade (París, 1939). Las asocié con algunos movimientos del arte y pensé hasta qué punto pueden entrelazarse los efectos de una fotografía con los de una pintura. Esa idea quedó guardada en mi mente y hoy tengo la oportunidad de desarrollarla gracias a mi reciente conversación con Henri, durante los días previos a que se publique el libro que reúne la historia de sus obras. Escucharlo me permitió analizar aún más. Vi a través de sus ojos, y descubrí que en sus creaciones se funden sensaciones y efectos propios de la interacción de luz y sombra, vacíos y alteraciones de la composición en el espacio. Reforcé mi libertad inicial de sentir frente a sus obras que puedo situarme entre lo fidedigno de una fotografía y la transformación de la imagen que permite el arte. En su obra estas dos posibilidades juegan un papel protagónico.
Valoré la noción de oportunidad bien aprovechada, ¿o intuición?, que me transmitieron sus relatos basados en sus experiencias de años atrás, allá por el 78, cuando vivía con su familia en las calles Dolores Sucre y Maracaibo, al sur de Guayaquil, frente a la casa de su suegro, el arqueólogo Emilio Estrada Ycaza (1916-1961). Henri había desarrollado una pasión por la fotografía en blanco y negro, y se estaba iniciando en técnicas del revelado. Incluso tenía un laboratorio en aquella casa que albergaba piezas arqueológicas: hallazgos que Emilio Estrada exponía en vitrinas y que poco a poco se convirtieron en una genuina responsabilidad para Henri. “Llamábamos a ese espacio un museo, pero realmente era su estudio, él trabajaba y estudiaba ahí. Poco después me enteré que sus piezas arqueológicas pasarían a formar parte del Museo del Banco Central. Me dije: conozco de fotografía, puedo revelar en blanco y negro, tengo estas piezas aquí al lado… debo hacer algo al respecto”.1
Con su cámara analógica (twin lens) de aquel entonces Molina llegó a tomar aproximadamente 250 fotografías arqueológicas. Cuando elegía uno de estos tesoros primitivos los ponía delante de un manto negro, y con escasos accesorios jugaba con la luz. Existe una especie de nostalgia al imaginar gráficamente su trabajo: el lente de arriba permitía mirar la imagen que el lente de abajo iba a tomar. Se trataba de un proceso con respecto al producto final —diferente al que ocurre en el presente—. “En la pantalla de la cámara análoga yo manejaba las luces a través de mecanismos totalmente diferentes a los actuales”.2 Era la época en la que uno elegía el tipo de rollo fotográfico que más le convenía según las diferentes sensibilidades de estos con respecto a la luz. El rollo se introducía en la cámara y ahí empezaba la aventura del registro de la imagen. Era un juego, una apasionada búsqueda de perfección, pero a través del tiempo sus fotos se volvieron registros invaluables: son piezas que contienen nuestra identidad e historia.
Los rollos de arqueología produjeron negativos que en los setenta Henri inventarió y conserva hasta hoy en carpetas impecablemente ordenadas. Quedaron guardadas, como un legítimo recuerdo por cuatro décadas, hasta que hace pocos años adquirió un escáner para explorar con la impresión de las transparencias. Alguna vez había tratado con un escáner antiguo, pero no le agradó el resultado. Luego lo hizo con un aparato más actualizado y quedó cautivado con lo que observó: sus archivos recobraron vida. Las fotos arqueológicas salieron del silencio de años y se transportaron a un texto que está al alcance del mundo entero.
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Otra valoración que encontré mientras graficaba en mi mente las aventuras fotográficas de Henri fue la presencia del azar: uno de los elementos más ricos de la historia del arte por las ilimitadas sorpresas que entrega a quien lo respeta. Desde el mismo tiempo que sellaba la memoria de las piezas encontradas por Emilio Estrada, Molina también exploraba el paisaje. Este es un campo en el que ha continuado y que le permite reflexionar nostálgicamente acerca del antes y después de los procesos inherentes en la toma de fotografías. Desde el punto de vista estético, me interesó preguntarle acerca de los efectos logrados cuando se trataba de una cámara análoga y los cambios de ahora, cuando se usan recursos de una cámara digital. Transmitiré la explicación de Henri mediante el recuento de una de sus fotografías que más celebro: “La bicicleta”, fotografía analógica tomada en San Pablo, Santa Elena en 1975.
La imagen introduce el significado que tiene para él la playa, especialmente las áreas cercanas a la vía Data, donde desde siempre ha tenido una casa vacacional llena de recuerdos. “La bicicleta” simboliza el factor chance a la máxima potencia, y recuerda al personaje de Marcel Duchamp no por el nombre de la obra ni porque alude al elemento que a modo de “objeto encontrado” el artista colocó en 1917 en la sala de un museo. Más bien trae a la luz una escena surrealista que parece salir de la nada, flotar en el espacio y moverse frente a nuestros ojos. “La bicicleta”, dice Molina, “fue puro accidente: un accidente increíble”.3 Ocurrió así: como siempre, él andaba con su cámara, en esa época su twin lens, con la que era complicado capturar una imagen en movimiento. Más sencillo hubiese sido lograr una imagen estática, pero ese señor “que parecía Indiana Jones”4 y la mujer que lo acompañaba aparecieron tomándolo por sorpresa. Él sintió que algo avanzaba y se desafió a sí mismo al intentar atrapar el suceso. Luego, ya dentro de su laboratorio —el cual añora y atesora en su recuerdo— reveló el rollo, pasó por el proceso del lavado, secado y pasos minuciosos previos al momento de ver el resultado.
El chance había actuado. Pero también su decisión de que sobresalga la bicicleta y los dos personajes con un negro oscuro sobre un fondo blanco. A través de procesos técnicos, logró evaporar el registro de la arena, el mar o cualquier otro elemento que podía desviar la atención a lo que él quería enseñarnos.
“Playas”, fotografía analógica de 2004, simboliza la autoridad del fotógrafo ante lo que busca y se propone mostrar en la imagen final. Esto le permite que salga lo esencial: una balsa y la huella de una red botada por los pescadores de vía a Data, esperando retirarla después de algunas horas y encontrar pescados ahí dentro. De esa actividad típica en nuestras regiones costeras Henri creó una pieza minimalista, en la que se percibe el perfil de los elementos (balsa, redes y quizás seres humanos). El resto debemos imaginar.
Esa transformación estética donde las imágenes parecen emerger de la nada y saltar a nuestro espacio no aparece en otro tipo de fotografías donde los efectos logrados por Molina responden a otro tipo de experimentos. Voy a citar un ejemplo que produce sensaciones diferentes, pero donde se mantiene la búsqueda del azar. Me refiero a una obra reciente, de 2018, tomada ya con una cámara digital. Su título se repite: “Playas”. Quizás también como un recurso que acentúa la intención de documentar situaciones distintas ocurridas en un mismo lugar.
La foto de 2018 es única, es imposible volver a tomarla. Puede hasta considerarse un trompe de l’oeil. Aparece frente a nosotros una imagen casi plateada del mar, pero se trata realmente de un charco de agua formado después de uno de nuestros aguaceros tropicales. “El sol está aquí”, muestra Enrique señalando una parte iluminada de ese cúmulo de agua, “el pájaro de casualidad pasó, el viento creó movimientos y hasta pequeñas olas ahí”.5 Lo que hizo fue convertir un momento efímero, que no necesariamente va a repetirse, en una composición estéticamente balanceada, con gran sentido de contrastes entre luces y sombras.
Me detuve en la sensación de nostalgia transmitida por la pieza mencionada. Me hizo pensar en ciertos aspectos de la pintura del Romanticismo del siglo XIX, por ejemplo: “el interés por el paisaje y la visión emocionante, subjetiva y solitaria de la naturaleza”.6 ¡Qué mejor ejemplo que el óleo pintado por el artista alemán Caspar David Friedrich en 1818: “El caminante sobre el mar de nubes”, que invita a la contemplación emocional de espacios naturales cambiantes. Friedrich centraba su “espíritu romántico en visiones del mar, de los paisajes nevados con ruinas de monasterios góticos y (de) solitarias montañas”.7 Esa capacidad de exteriorizar sentimientos sublimes —lo sublime es considerado una categoría estética—, aparece en “Data, Playas”, año 2006. La historia contenida en esa fotografía es apasionante:
Fue tomada con una cámara analógica un día alrededor de las 17:30, en una parte de la playa del pueblo de Data, cerca de playa Varadero. Este acantilado era un sitio familiar para Henri, quien logró una escena cargada de romanticismo, contrastes y efectos de movimiento. Personificó las olas, el viento y los árboles. Esa fotografía existe: es parte de la colección de un amigo cercano suyo. Pero el lugar se ha extinguido. Catorce años después regresa y encuentra que la arena se ha tomado el acantilado, ahora hay carpas y la playa extendida, porque el mar se ha retirado.
El tiempo no podrá borrar lo registrado por su lente y los efectos y transformaciones alcanzadas. Nos permite, además, recordar mediante sus trabajos las sensaciones transmitidas por el claroscuro de Rembrandt van Rijn, pintor del barroco holandés (siglo XVII). No solo en sus pinturas sino también en sus grabados Rembrandt también buscaba alteraciones producidas por los contrastes de luz y sombra. Nos enseñó a intensificar visualmente las emociones, acentuando o aclarando la intensidad de la luz. La escena del acantilado de Henri comunica sentimientos similares. “Desde siempre me ha gustado jugar con la luz”, sostiene él.

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Otra fotografía, esta vez tomada con una cámara digital en 2014, “Guayaquil”, reúne la magia de las obras comentadas. Esta vez se refiere a la isla Santay. Él caminaba por un puente sobre la isla y pudo captar abajo la escena en la que pasaba una canoa con un pescador y su parasol. La escena representada parece un fragmento extraído de la obra “Un baño en Asnieres” (óleo, 1884) de Georges Seurat, maestro francés del neoimpresionismo de fines del siglo XIX. En esa pintura Seurat retrata un instante de la vida diaria del París de su entorno. La obra de Molina es una fotografía de la cotidianidad guayaquileña tomada de arriba, en el puente, hacia abajo: el río Guayas. Los efectos de movimiento y acción son magistrales.
Un artista tiene la capacidad de transformar lo que ve. Molina une los procesos técnicos, por medio de los cuales se logra una fotografía, con la posibilidad de modificar escenas respondiendo a lo subjetivo y a lo personal. Más de una vez él destaca su resolución de sacar lo esencial en cada trabajo, esto es: extraer las imágenes que atesora. Una foto ha llegado a ser para él un borrador, un bosquejo visual que ingresaba a su cámara y a su mente hasta llegar a su laboratorio. Actualmente ya no es necesario tener un laboratorio como el que tenía en la década del setenta porque los avances tecnológicos le brindan recursos avanzados para el revelado. Antes y ahora, sin embargo, persiste una labor parecida al del antiguo alquimista que era capaz de lograr alteraciones mágicamente. Hay obras como “Vía a Data”, fotografía analógica de 1978, de las que Molina dice: “Aquí no hay borrador”, porque nos enseña la imagen tal cual la tomó.
Su trabajo con los contrastes es persistente. Se mueve entre captar lo inequívoco de una imagen y jugar tanto con la sensibilidad de la luz como con la iluminación de sus sentimientos frente a aquello que registra, ya sean piezas testimoniales como las arqueológicas o escenarios que contienen vestigios de su propia historia. Como observadores siempre tenemos la oportunidad de identificarnos y soñar a partir de lo que Henri Molina expone.
1 Entrevista a Henri Molina de Clausade, Guayaquil, octubre de 2020.
2 Ibidem.
3 Ibidem.
4 Ibidem.
5 Ibidem.
6 García G. Manuel, Lo mejor del arte del siglo XIX, Madrid, Dolmen S. L., 1998, p. 13.
7 Ibidem, p. 14.