No hay duda. En la galaxia de Henri Michaux (1899-1984) confluyen, en iguales grados de intensidad, el artista inicialmente afín al surrealismo, el poeta trascendental y complejo, el novelista celebrado por la comunidad francófona y el viajero impenitente y perpetuamente curioso.

También forman parte del ethos de Michaux su afición a las drogas y el modo en que las usó para dotar de sedimentación a su complejo arte, en particular, su pintura y sus dibujos. Henri Michaux, artista heterogéneo, oculto y despiadadamente independiente.
Durante décadas, Michaux no se dejó fotografiar, escondió sistemáticamente cualquier pista o vestigio de su vida privada y, por supuesto, se negó a conceder entrevistas. En un mundo gobernado por la dictadura de la imagen, por la adrenalina de la fama y por el afán de notoriedad, prefirió la oscuridad de la madriguera. Michaux, como todo extravagante, prefirió no formar parte de las camarillas literarias o artísticas. Tejió a su alrededor un nimbo de misterio e introspección, que dotó a su leyenda de un carácter raro, inescrutable. Esto, a la vez que en todas las facetas de su obra —con la pluma o con el pincel—, ahondó en varios de los temas más caros a la esencia humana, como las ansias del infinito, el ciclo de la vida como una suerte de estafa, la angustia de la existencia, por ejemplo. Michaux, artista de larga estela, sin embargo, no permitió clasificación o adscripción a escuela alguna.
Aunque luego abrazó la ciudadanía francesa, Henri Michaux nació en 1899 en Namur, una de las ciudades belgas más marcadas por las dos largas guerras del siglo pasado. Bombardeada por los alemanes en 1914 —dado su paso estratégico hacia Francia— y estropeada de forma contundente tres décadas después, con motivo de la Segunda Guerra Mundial. Su obra literaria está marcada por la pulsión del viaje y por el escape psicotrópico, en particular de la mezcalina y el LSD. Desde temprano —décadas de los veinte y treinta del siglo anterior— su literatura aturdió a críticos y lectores en igual proporción; caracterizada, en lo tocante al estilo por cierto grado de desorden y por su lírica desolada y en ciertos momentos afligida. En su dimensión literaria Michaux nos lleva a una travesía por sus galerías interiores, por sus delirios y ansiedades, guiado inicialmente por la perfección del idioma y, luego, por los espejismos de la droga. Es justamente la alucinación la que le permitió a Michaux reordenar los filtros de la mente, seleccionar sensaciones y escudriñar en los pasadizos de su conciencia. Los estudiosos de su obra hablan de una tetralogía de la mezcalina, compuesta por Miserable milagro, El infinito turbulento, Conocimiento por los abismos y Paz en los quebrantos.
Tras un viaje a Japón en los pasados años cuarenta, Michaux se decantó con mayor énfasis por el dibujo. Aunque había ilustrado algunos de sus libros anteriormente, el contacto con la cultura nipona, incluyendo pero sin limitarse a la obsesión por la caligrafía y a la pasión por el papel, fue el detonante para que buscara los vasos comunicantes entre el trazo y la frase. Desde entonces, Michaux alternó las exposiciones y las retrospectivas en galerías de arte, con plaquetas de poesía y con la escritura libre y espontánea. Lo hizo, sin embargo, sin apartarse de sus premisas fundamentales, la impredecibilidad, la total ausencia de cadenas, la experimentación.

Nada mejor, creo, que remitirse a Jorge Luis Borges. En una de sus miniaturas, con motivo de prologar uno de los libros del belga, le puso el microscopio a Michaux: “Hacia 1935 conocí en Buenos Aires a Henri Michaux. Lo recuerdo como un hombre sereno y sonriente, muy lúcido, de buena y no efusiva conversación y fácilmente irónico. No profesaba ninguna de las supersticiones de aquella fecha. Descreía de París, de los conventículos literarios, del culto, entonces de rigor, de Pablo Picasso… A lo largo de su vida ejerció dos artes, la pintura y las letras. En sus últimos libros las combinó. La noción china y japonesa de que los ideogramas de un poema se componen no solo para el oído sino también para la vista, le sugirió curiosos experimentos”.
Como es sabido, en 1928 visitó el Ecuador por invitación de su colega, el poeta Alfredo Gangotena (que ya ha engrosado esta galería de estetas, extravagantes y excéntricos). Gangotena regresó en esas fechas al Ecuador luego de una larga estadía en Francia y se enfrentó, como también es conocido, a la frialdad de su propio círculo social y al ninguneo del medio cultural local, caracterizado en ese entonces por un fuerte arraigo nacionalista y por coqueteos con el indigenismo.

A resultas de su viaje, Michaux publicó Ecuador, Journal de Voyage en 1929. No estamos, pues, ante un libro de crónicas de viaje, ni frente a un diario de travesías estrictamente hablando. Quienes busquen en Ecuador, por otro lado, un cuaderno de observaciones sociológicas o un libro de costumbres también perderán el tiempo. El libro de Michaux, descarnado, introspectivo a la vez que fragmentario, es un texto que no admite caracterización alguna. Se trata, por tanto, de un extraño artefacto, de una evocación profundamente poética, por la que el propio Michaux procura buscarse a sí mismo y se pregunta por su papel en el mundo, más que una bitácora de viaje propiamente dicha.
Es, por otro lado, un libro difícil de conseguir en español. Un libro que —solo conozco la edición que hizo Tusquets en la serie Marginales en 1983, un año antes de la muerte de Michaux— no suele encontrarse ni siquiera en las páginas web de segunda mano. No me atrevo a decir que es un libro de culto, pero sí que en estos tiempos resulta una rareza.
Ecuador refleja el asombro de un europeo, al mismo tiempo sensible e inflexible, con los avatares de la vida andina y amazónica (que se sepa, Michaux solo visitó el altiplano y salió del país camino al río Amazonas, en búsqueda del océano Atlántico). Es un ejercicio de pasmo y extrañeza, mas no de análisis. Es un adiestramiento de apunte, ajeno a la búsqueda de lo exótico y pintoresco. Es también un pequeño tratado de sensaciones. Hay que fijarse, por ejemplo, en el peculiar elogio que el belga le propina —a falta de una mejor palabra— a Quito a principios de 1928:
Pese a todo te saludo, país maldito del Ecuador.
Pero tú eres salvaje a más no poder.
Región de Huygra (sic), negra, negra, negra,
Provincia de Chimborazo, alta, alta, alta…
“Allá lejos, ved, está Quito”
¿Por qué lates tan fuerte, corazón mío?
La sorpresa de Henri Michaux con el vértigo de las montañas, con la falta de oxígeno de las alturas, con la transparencia del aire y la aceleración de los vientos del verano serrano, es distinta de la emocionada admiración de otro poeta, João Cabral de Melo Neto, cuyos poemas sobre lo andino son de una belleza sobrecogedora. En el caso de Michaux no hay, por supuesto, pesquisa de la perfección o afán de equilibrio, pero su descripción de las corrugaciones montañesas de Quito bien vale una misa:
En este valle: Quito.
Este valle, sostenido por volcanes y montañas, no sería tan estrecho.
Pero fue taponado.
Los incas (movidos por estrategia, culto, vaya usted a saber por qué interés) hicieron una montaña artificial, el Panecillo, y el Panecillo tapona el valle, herméticamente, rechaza el horizonte.
No sé qué resulta más poética, la teoría de que los incas —por quién sabe qué razón, como arguye Michaux— construyeron el Panecillo; o la alegación de que el Panecillo, coronado décadas después por una virgen de dudosas ejecutorias estéticas, de algún modo, interrumpe el flujo del valle.
En cualquier caso, con Ecuador, Henri Michaux hilvanó un libro bizarro, alejado de cualquier clasificación literaria razonable, salpimentado de poesía, con pasajes de notable amargura, signado por la introspección, atravesado por lo fragmentario. Puede ser, Ecuador, considerado como la piedra de toque de la obra heterodoxa de un creador sin fronteras.