La mujer más hermosa de Europa

La mujer, olvidando a su caballo, suelta su traje y se sumerge en el agua. La música desnuda también al espectador, quien, hambriento, devora ansioso cada milímetro de esa Eva Hermann que libera su aroma poco a poco, como negándose sin hacerlo.
El caballo echa a correr y su dueña nada desesperadamente hasta la orilla para detenerlo. Su cuerpo despeja la incógnita y se muestra como lo que es: la octava maravilla del mundo.
El ronroneo del proyector de cine reemplaza el taca-taca de los cascos de la bestia que atraviesa el campo hasta llegar junto a una hembra encarcelada tras una cerca ―hay un diluvio de metáforas en la secuencia―. Los gritos de Eva azuzan de nuevo al semental y la carrera reinicia; ella lo persigue inútilmente mientras aquel se interna en una zona donde Adam, un joven ingeniero, trabaja con su cuadrilla en la construcción de cierto camino. Él emprende también la persecución de la criatura desbocada y consigue calmarla.
Eva, oculta entre los arbustos, mira al extraño. Trata de pasar desapercibida, mas el ingeniero la encuentra y sonríe burlonamente. Parece no sentir deseo y ella se indigna. Hay un cruce de palabras y el joven le tira el traje blanco que había estado sobre el lomo del caballo.
Cuando la mujer, ya con ropa, toma las bridas, cae. Se tuerce el tobillo y Adam, entre forcejeos, hace una maniobra y lo pone en su lugar. Desmayo. Él, mientras la bella duerme, toma una flor y coloca encima a una abeja que pululaba alrededor.

Más adelante, ellos se volverán amantes, y Eva, encarnada por la actriz austriaca Hedy Lamarr cuando todavía no usaba tal nombre, protagonizará un orgasmo tan maravilloso que toda la tierra de las Habsburgos se estremecerá como en un ataque de epilepsia. Algunos historiadores del cine defenderán aquel como el primero en un filme, si el dato es incorrecto a nadie le importa.
Esa película, titulada Éxtasis, escandalizó especialmente a los padres de la veinteañera Hedy ―en el acta bautismal inscrita como Hedwig Eva María Kiesler―, quienes creyeron que la única forma de doblegarla era casándola con un hombre mayor. Sin percatarse, estaban reproduciendo la trama de la película aborrecida, e igual que en ella, la heroína terminaría por huir.
Hedwig siempre fue brillante e incontenible; en sus estudios demostraba estar sobre el nivel de sus compañeros, hablaba cuatro idiomas, era experta bailarina y sabía tocar el piano a la perfección. Accedió a la carrera de Ingeniería, aunque la abandonó quizá por tedio o por capricho y se hizo matricular en la escuela de artes escénicas del director de cine Max Reinhardt, quien la llamó: “la mujer más hermosa de Europa”.
El esposo elegido para ella fue Friedrich Mandl, un hombre de negocios de origen judío que negociaba armamento para Mussolini y Hitler con tal éxito que se ganó la dudosa condecoración de “ario de honor”.
La tragicomedia de este hombre era que se había enamorado de su mujer viéndola sin ropa en Éxtasis y, una vez casado, se empeñó en eliminar cualquier vestigio de esa desnudez de celuloide. Compró miles de rollos de película para que ningún otro ser humano se atreviese a mancillar con los ojos ese cuerpo que él quería convencerse de que era suyo.
Harta, durante un viaje de negocios de Mandl, Hedwig se escapó por la ventana del baño de un restaurante ―según su versión, fue luego de administrar narcóticos a su asistenta-guardia― y marchó hacia la estación de tren para viajar a París; llevaba consigo solo unas joyas que pronto mutaron en dinero.
Su marido la hizo perseguir por todas las ciudades de Europa occidental y solo desistió cuando ella se hubo embarcado hacia América.
A bordo del trasatlántico conoció a Louis B. Mayer, el productor de cine; este, antes de atracar en Nueva York, ya le había ofrecido un contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer a cambio solo de que cambiase de nombre, con el fin de que nadie la relacionara más con su éxtasis en Éxtasis.
El invento de Dalila
En Estados Unidos, Hedwig, que había mudado de nombre como de piel, trabajó con King Vidor, Jacques Tourner y Cecil B. Demille ―para él danzó vestida de Dalila en 1949―. Entretanto, la Segunda Guerra Mundial estaba en plena ebullición: las tropas de Hitler habían aplastado a las de Polonia, Checoslovaquia ―donde la actriz protagonizó Éxtasis años atrás― y Francia en una guerra relámpago que hacía temblar al mundo.
La actriz se ofreció para unirse al recién creado National Inventors Council, pero la rechazaron, sugiriéndole que, en vez de la ingeniería, se dedicara a usar su belleza y fama para recolectar fondos. Lejos de indignarse, lo hizo: a cambio de un beso consiguió siete millones de dólares en una sola noche.
No obstante, persistió en usar sus conocimientos técnicos, además de ofrecer información sobre tecnología y armamento alemán que había memorizado en las reuniones a las que su exesposo la obligaba a ir.
Pronto se percató de que las comunicaciones eran el punto flaco de una guerra que estaba transformándose en un combate de tecnología más que de cuerpos.
Por entonces, la radio era el único mecanismo de comunicación entre tropas y, por lo mismo, el riesgo en las operaciones, máximo.
Cualquier transmisión radial implica que existen un emisor y un receptor, sin embargo, durante el camino que hace el mensaje del uno al otro un simple barrido de frecuencias en diferentes bandas podría revelarle información y ubicaciones al enemigo. Además, la propia naturaleza ―tormentas, accidentes geográficos, etc.― suele provocar interferencias catastróficas.
A raíz del hundimiento de un barco lleno de refugiados por un submarino alemán, Hedy empezó a trabajar en un sistema para transmitir mensajes sin que otras potencias pudiesen interceptarlos. Antes, ya lo habían intentado Tesla o los mismos alemanes en la Primera Guerra Mundial, pero su idea era mucho más ingeniosa: con la ayuda del compositor y amigo George Antheil propuso una técnica de transmisión fragmentada en 88 frecuencias del espectro magnético ―se inspiraron en un principio musical y las teclas del piano―; el mensaje, emitido en tiempos muy cortos, solo puede ser descifrado por un receptor que conoce el código de cambio de los canales.
Además, optaron por un sistema binario de baja frecuencia ―100 a 500 Hz― que admite filtros sintonizados para eliminar señales parásitas, mejorando la calidad de recepción.
La marina estadounidense desechó el trabajo por considerarlo “vulnerable, inadecuado y engorroso”, aun cuando los componentes electromagnéticos se podían obtener sin demasiados problemas en esa época.
De todas maneras, Antheil y Lamarr patentaron su invento en 1942 con el nombre de Secret Communication System, y hubo que esperar hasta 1957 para que el ejército volviese a él luego de la popularización de los transistores.


Está documentado que el primer uso militar fue en la crisis de los misiles de Cuba (1962), enviando instrucciones a las boyas rastreadoras. Luego vinieron Vietnam y el sistema norteamericano de defensa con satélites, el Milstar.
Hedy Lamarr y Antheil no ganaron ni un dólar por su invento, pero este hizo posible que hoy transmitamos datos a través de wifi y Bluetooth, tecnologías de tercera generación que se basan en la misma técnica de cambio aleatorio de canales que ellos idearon y que permiten la interconexión inalámbrica entre diferentes dispositivos para transmitir datos y sonidos.
Epílogo desde el abismo
Las buenas decisiones o la suerte acompañaron poco a Hedy en el cine ―rechazó Casablanca y perdió Lo que el viento se llevó―. Fue así también en su vida amorosa, en la que se cuentan seis divorcios, incluyendo el de Mandl.
Fundó una productora e hizo películas de escaso éxito, mientras retomaba su faceta de inventora. Hasta entonces la había mantenido oculta, temerosa de que pudiese perjudicarla en su carrera con la Metro-Goldwyn-Mayer.
Con los años, se recluyó en su mansión de Miami, indignada porque los científicos celebraban su trabajo sin mencionarla siquiera, al tiempo que el cine la había olvidado para dar paso a otras estrellas.
Apenas en 1997 le entregaron el Pioneer Award. “¡Ya era hora!”, fue lo único que comentó. Su amargura la estaba llevando a una demencia cuyos síntomas iban desde la cleptomanía hasta el aislamiento físico ―solo se comunicaba por teléfono, hablando a veces hasta siete horas al día―. Vinieron otros galardones como cantos del cisne, ninguno los recogió ella. Y a los diecinueve días del año 2000 murió.
Sus cenizas se esparcieron en los bosques de los alrededores de Viena y el Gobierno austriaco proclamó al día de su nacimiento, 9 de noviembre, como el del Inventor. Mientras tanto, en el Paseo de la Fama de Hollywood su estrella resplandece en el suelo… Sin duda, se trata de una ironía, pues aunque su descubrimiento ha sido trascendental para el avance de la comunicación, la mayoría prefiere mirar abajo y solo quedarse con el oropel.