La orden fue dada, en persona, por el primer cónsul de la Francia revolucionaria, Napoleón Bonaparte: el general André Masséna, al frente de un contingente nutrido y bien dotado, debía dirigirse a Génova y, sin dilación, tomar la ciudad, deponer al gobierno (el ‘directorio’ que estaba al frente de Liguria desde la creación de la efímera república en 1797) y reemplazarlo por una ‘comisión provisional’ que se atuviera sin replicar a las disposiciones provenientes de París. Corría el año 1800 y, ante el avance resuelto de las tropas francesas, el directorio se disolvió sin grandes aspavientos.
En el trayecto desde París, la fuerza expedicionaria había perdido muchas provisiones y pertrechos. Habían sido, al fin y al cabo, más de novecientos kilómetros de marchas forzadas y azarosas, atravesando campos y ciudades, por lo que el general Masséna necesitaba con urgencia reabastecer sus tropas. A cargo de esa labor puso a un próspero comerciante suizo (aunque nacido en Lyon), Jean-Gabriel Eynard, quien a sus veinticinco años de edad ya era dueño, con su hermano Jacques, de un negocio que, con astucia y audacia, había hecho florecer durante la década convulsionada y violenta que siguió a la Revolución Francesa de 1789. La necesidad más apremiante eran los uniformes de los soldados.
Sin perder ni un solo minuto, Eynard armó una legión de costureras y sastres que en pocas semanas apertrechó a los soldados franceses, que recibieron un uniforme completo y una mudada adicional cada uno. Era ropa de combate resistente y duradera, para que los batallones del general Masséna pudieran afrontar las arduas campañas que les esperaban. Para confeccionar esa ropa, Eynard se había provisto de enormes rollos de una tela especial de algodón que, por su entretejido, era ruda y poco propensa a roturas y desgarros. Tanto que ya estaba siendo usada para la confección de toldos y carpas.
La tela, teñida con un tinte azul índigo proveniente de la India, había sido creada en la ciudad francesa de Nimes, a mediados del siglo XVII. Allí la conoció Eynard y de allí la importó a Génova en 1800 para los uniformes de las tropas francesas. A falta de otro nombre fue llamada “azul de Génova”, “bleu de Genes”. Y llevada por media Europa durante las Guerras Napoleónicas se hizo famosa y, sobre todo, codiciada. Y, claro, Jean-Gabriel Eynard hizo una fortuna.
Medio siglo más tarde, en 1851, en plena ‘fiebre del oro’, un joven alemán llegó a la costa oeste de los Estados Unidos dispuesto, como tantos de sus contemporáneos, a hacer fortuna. Levi Strauss, que así se llamaba, se instaló en San Francisco y puso una tienda con toda clase de productos para los mineros. Su éxito mayor fueron unos pantalones de tres bolsillos que un amigo sastre, Jacob Davis, le confeccionaba con la tela genovesa azul que Strauss llevaba de Europa y que resultaban asombrosamente resistentes y duraderos. Para hacerlos aún más fuertes, Davis reforzó las costuras y los bolsillos con remaches de metal. Y, con el nuevo diseño, los dos socios patentaron sus pantalones en mayo de 1873.
Como tampoco tenían una denominación para su diseño patentado, Strauss y Davis extendieron a sus pantalones el apelativo de la tela: ‘bleu de Genes’. Y con el tiempo y el uso, en un país de inmigrantes de todas las procedencias y casi todas las lenguas, el ‘bleu de Genes’ derivó en el nombre con que se los conoce hasta ahora y con el que cada año se venden en el mundo unos mil millones de unidades. Nada menos. Y, así, esos uniformes de combate rudos y resistentes, creados para los soldados franceses que tomaron Génova en 1800, son hoy los ‘blue jeans’, que incluso viejos y gastados son la prenda más cómoda, adaptable y popular jamás habida desde que, en la obscuridad de los tiempos, la especie humana decidió usar ropa para enfrentar el frío y el pudor. (Jorge Ortiz)