Edición 434 – julio 2018.
La solución era sencilla y, sobre todo, muy eficaz: que el tirano —o, en todo caso, la persona más peligrosa para la democracia y para el buen convivir de los ciudadanos— se fuera diez años lejos, al otro lado del mar, y no pudiera volver bajo ninguna circunstancia. Diez años. La distancia impediría que ese individuo espinoso y molesto, capaz de levantar sentimientos malsanos y provocar actitudes dañinas, causara divisiones y pesares que hicieran sufrir a la gente apacible y esforzada.
La idea fue, claro, de los griegos. Ellos habían creado la democracia, la respetaban y veneraban, la cuidaban con esmero y, por supuesto, trataban de pulirla y hacerla cada día mejor. No era tarea fácil: de tiempo en tiempo aparecían demagogos y timadores, seres infames que seducían a las turbas, las engañaban y las descarriaban. La sensatez, entonces, se apagaba y la sinrazón se imponía. Rescatar, después, a las ‘polis’ era arduo y complicado: el bellaco dejaba siempre legados de cenizas.

A ese destierro se lo denominó “ostracismo”: una vez al año, los ciudadanos libres se reunían en la plaza del mercado de Atenas para decidir, votando, quién debía irse de la ciudad. El único requisito era que en la asamblea participaran al menos seis mil personas. Cada una de ellas debía llevar un pedazo pequeño de cerámica (llamado, en griego, “ostrakon”), para escribir en él el nombre del repudiado. Después, los votos eran contados. Quien recibía el mayor número de “ostrakones” era condenado al “ostracismo”.
El primer destierro ocurrió en el año 487 antes de Cristo, tres años después de la Batalla de Maratón, en la que, contra todo vaticinio, los atenienses derrotaron a los persas y, así, aseguraron su independencia. (Según afirma la tradición, un corredor, llamado Filípides, recorrió cuarenta y dos kilómetros desde Maratón llevando a Atenas la asombrosa noticia de la victoria, dio las buenas nuevas a sus ansiosos conciudadanos y, agobiado por el esfuerzo, cayó muerto…) Con el enemigo externo vencido y expulsado, Atenas ya sólo tenía que preocuparse por las amenazas internas.

La mayor de las amenazas internas era el autoritarismo: Atenas ya tenía, para entonces, una historia turbulenta de dictadores que no saciaban nunca sus ansias de poder. Como Pisístrato, quien gobernó tres veces, la última de ellas hasta su muerte, en el año 528 antes de Cristo. Y si bien sus veintitrés años al mando fueron fecundos, caracterizados por las conquistas territoriales, el apoyo a las artes y la honradez en el ejercicio del poder, el recuerdo de su larga tiranía perduró entre los atenienses. Y en 487, cuando el ostracismo fue adoptado, el primer desterrado fue un descendiente de Pisístrato: había que expulsar hasta las memorias de la dictadura.
En su empeño incesante por afinar la democracia (que fue la herencia mayor de la vasta y deslumbrante cultura helenística), Atenas fue fértil en innovaciones y ensayos. Como el de asignar por sorteo los puestos gubernamentales para que todos los hombres libres tuvieran igualdad de acceso. O como el de reducir las atribuciones del arconte y del polemarca, cargos —en la magistratura, el uno, y en la milicia, el otro— propios de los regímenes aristocráticos previos. Más aún, a la asamblea popular, en la plaza del mercado o en el ágora, le fue conferida la autoridad suprema: que los ciudadanos, reunidos sin coacción ni engaño, fueran quienes adoptaran las decisiones primordiales. Como aquella de condenar al ostracismo, por diez años, a quienes por sus ímpetus y sus vanidades fueran una amenaza cierta para la democracia y el sano convivir de la ciudad. Y, así, Atenas se libró de muchas desdichas…