EDICIÓN 485
Dispararse una bala en la cabeza, la última, la definitiva, era lo que un hombre de honor, como él, debía hacer. Era la única decisión digna. Y, en efecto, después de escribirles cartas de despedida a su familia y a sus superiores, se vistió con el uniforme de gala de oficial de la ‘Kriegsmarine’, la armada del Tercer Imperio Alemán, se colocó en el pecho la Cruz de Hierro con la que había sido condecorado por el valor demostrado durante la Primera Guerra Mundial, se envolvió en la bandera de combate del barco de guerra del que había sido comandante, se apuntó la sien derecha con su pistola y tiró del gatillo. Era el 20 de diciembre de 1939.
Exactamente tres meses antes, el 20 de septiembre, el capitán de navío Hans Langsdorff, comandante del Admiral Graf Spee, un crucero de seis cañones ubicados en dos torretas triples (los temidos “acorazados de bolsillo”), había recibido desde Berlín la orden de hundir todo barco británico, militar o mercante, que navegara por esas aguas, las del Atlántico sur, frente a las costas sudamericanas.
La Segunda Guerra Mundial había empezado unos días antes con el ataque coordinado de nazis y soviéticos contra Polonia y, a remolque de una red de alianzas y tratados, los combates se propagaron por tierra, mar y aire.
Langsdorff, nacido en 1894 en la isla de Rügen, en la costa del Báltico, había sentido el llamado del mar desde niño, cuando su familia se trasladó a Düsseldorf y se instaló en una casa colindante con la del conde Maximilian von Spee, héroe de la Primera Guerra Mundial, caído en combate en la batalla de las islas Malvinas.
Oficial naval desde 1912, Langsdorff hizo una carrera militar destacada, coronada en noviembre de 1938 con su designación de comandante del Graf Spee. Para entonces, Adolf Hitler ya era el ‘Führer’ de la Alemania nacionalsocialista y el estallido de un conflicto planetario era inminente.
En las primeras diez semanas tras la orden de ataque, el Graf Spee alcanzó una cifra notable de impactos: hundió nueve barcos mercantes, con una capacidad conjunta de más de cincuenta mil toneladas. Y lo hizo sin matar a nadie.
Y es que Langsdorff había seguido al pie de la letra la orden de atenerse escrupulosamente a las “reglas de captura”, que exigían detener las naves enemigas y evacuarlas antes de hundirlas, porque de lo que se trataba era de cortar las líneas de aprovisionamiento de la Gran Bretaña y no de perpetrar una matanza inútil. Pero todo cambió el 13 de diciembre.
Ese día, cuando esperaba la llegada de provisiones para su tripulación, Langsdorff dirigió su barco hacia el lugar donde había sido detectado algún movimiento de naves. Al acercarse, el vigía lanzó una alarma ya tardía: no era un navío alemán de suministros sino un crucero y dos destructores británicos. Ya era tarde para huir.

La batalla fue rápida y sangrienta, con las tres naves enemigas impactadas, pero con el Graf Spee muy dañado y con casi cien bajas, entre muertos y heridos. Langsdorff buscó refugio en el puerto de Montevideo, mientras los barcos británicos permanecieron a la salida del estuario del río de la Plata.
Con un ultimátum de 72 horas para salir del Uruguay (plazo muy corto, gestionado —según parece— por el gobierno británico), Langsdorff tomó una decisión dramática: el 17 de diciembre, al amanecer, sacó al Graf Spee del puerto de Montevideo, lo dirigió hacía Buenos Aires, transbordó su tripulación a barcazas argentinas y, haciendo detonar una cantidad suficiente de explosivos, hundió su barco en el fondo de río. Desde las riberas uruguaya y argentina, miles de personas habrían presenciado todo. Pero Langsdorff todavía iba a tomar otra decisión dramática.
“Para un comandante con sentido del honor –escribió Langsdorff en su carta de suicidio- está sobreentendido que su suerte personal no puede separarse de la de su navío”. Aseguró que hundirlo para que no cayera en manos enemigas era inevitable porque “toda tentativa de abrir un camino hacia alta mar estaba condenada al fracaso por las pocas municiones que me quedaban”.
Quiso “probar con mi muerte que los marinos del Tercer Reich estamos dispuestos a sacrificar la vida por honor”. Y, envuelto en su bandera, se disparó un tiro a la cabeza. Era el 20 de diciembre. El 21 fue sepultado en el cementerio alemán de Buenos Aires. Los historiadores hasta hoy debaten si fueron errores suyos los que condujeron al ‘Graf Spee’ a la “trampa de Montevideo”. Y, además, si acaso con su muerte quiso pagar esos errores…