Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 454 – marzo 2020.

En El nuevo Zaldumbide, Salvador Izquierdo se refiere a una carta en la que Joaquín Gallegos Lara, como varios intelectuales de la época, al parecer, le pedía ayuda a Benjamín Carrión y terminaba diciendo: “Si es necesario le agradeceré como un perro”. Cuando leí esa frase no pude evitar soltar una carcajada. Claro, al principio me reí de esa típica conducta ecuatoriana y serrana de “permisito, disculparán nomás”, pero luego la carcajada devino en tristeza. Porque obvio, yo no me identifiqué con Carrión. ¿Cuántas veces he tenido que acudir a colegas acomodados en puestos culturales para pedirles o, mejor dicho, rogarles algún tipo de apoyo? En esta historia de hacer realidad mis proyectos cinematográficos-culturales me ha tocado rogar, llorar, luchar cuerpo a cuerpo. Entonces me reconozco plenamente en la súplica de Gallegos Lara, quien, como acota Izquierdo, además, era tullido y murió sin máquina de escribir. Sobre todo, me identifico profundamente con eso de agradecer como perro o, mejor dicho, de sentirse como uno.
Vamos más allá. Creo que, donde hay personas dispuestas a agradecer como perros, hay hambre. Hace diez años, cuando el Consejo Nacional de Cine estaba naciendo, la posibilidad de contar con fondos públicos y las actividades cinematográficas que llegaron por añadidura con la Ley de Cine provocaban en los jóvenes una especie de euforia pueblerina. Íbamos a festivales de cine en provincias y teníamos hambre. Paseábamos por la alfombra roja entre acomplejados y orgullosos, disfrutando a más no poder de cada cosa, casi como el Chavo en Acapulco. La actitud de los ecuatorianos en general era la de sentirnos menos que los colegas latinoamericanos, y también la de rogar, ya sea por vino, otro almuerzo o algún tipo de alianza. Sí, qué vergüenza. Sabes que algo no está funcionando cuando te toca rogar, cuando el arrastre cultural es la única herramienta.
Cuando a un amigo artista alguna vez le preguntaron cómo se hacen realidad los proyectos culturales en este país, respondió: a codazos. A codazos contra la burocracia. A codazos contra las instituciones, contra los compañeros, arranchándose el pan con los colegas, mendigando un auspicio al Ministerio de Cultura, rogando a Dios ganar un concurso o ser descubierta por un cazatalentos: pagando las propias producciones. Porque al final no queda otra que trabajar en las noches, conseguir el dinero de chaucha en chaucha, poner del bolsillo de una que, por supuesto, está vacío; endeudarse, pedir prestado a la tía, ir con la historia de familiar en familiar, de amigo en amigo, hacer una rifa o crowdfunding, sentirse una especie de “vendedora de bus cultural” que no te va a robar pero… Llamar a los lugares en los que se trabajó y nunca pagaron, y experimentar uno de los sentimientos más complejos y contradictorios: sentirse culpable por cobrar.
Sentir que el proyecto cultural es una especie de asalto a mano armada, tener ganas de pedir perdón por haber tenido el atrevimiento de solicitar ayuda #disculparánomás. Se acaba con el alma cortada en trocitos, como si hubiera pasado a través de un rallador, los sueños hechos añicos. Culpable por haber estado tantas horas fuera de casa, peleando con secretarias, aguantándose las lágrimas en las oficinas de burócratas, llorando en los pasillos públicos, por haber estado lejos del hijo, del esposo, lejos, muy lejos, de eso que se sintió al crear el proyecto y que se esperó generar en la gente. Soledad y miseria.
Y claro, una se pregunta: ¿Vale la pena todo este desgaste solo para conseguir una película, un libro, una obra? ¿De verdad solo tenemos dos opciones, ser herederos de Benjamín Carrión y ser funcionarios públicos, claro, si se tiene el privilegio (a veces no tan privilegio) de la educación, o morir en la miseria, empeñando la máquina de escribir? O peor: ejercer de artista a medio tiempo. Conformarse.
]]>