Hacer las cosas mal para que todo salga bien

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El diseño del teclado había sido magnífico, impecable, como resultado de un trabajo de ingeniería hábil y prolijo, cuyo propósito había sido garantizar el funcionamiento óptimo de una máquina llamada a transformar para siempre las formas de la comunicación humana. Había, por cierto, motivos sólidos para afirmar que desde la invención de la imprenta, allá por 1440, la escritura alfabética no había tenido un avance tan substancial como el que iba a darle la ‘máquina de escribir’, ese ingenio deslumbrante que, con los aportes por separado de una serie de inventores y diseñadores, se aprestaba a conquistar el mundo en la última parte del siglo XIX.

Fue en 1873, en concreto, cuando empezó la fabricación en serie de máquinas de escribir. Lo hizo la firma Remington and Sons, de Nueva York. Remington era, por entonces, una marca muy reputada de rifles, a los que se dedicó con exclusividad durante más de medio siglo, desde su fundación en 1816. Pero, tras la Guerra Civil Americana y el relevo generacional en la empresa, Remington optó por diversificar sus actividades. Se empeñó primero en fabricar máquinas de coser. Después, en 1872, en una operación de riesgo alto y éxito dudoso, compró los derechos de la máquina de escribir patentada por dos ingenieros, Christopher Sholes y Carlos Glidden. Y, así, en 1873 las primeras máquinas de escribir salieron al mercado.

Era una apuesta de baja probabilidad. Se trataba, al fin y al cabo, de un artilugio nuevo y extraño, de forma rara y utilidad incierta, que al principio fue visto con escepticismo y desconfianza: ¿para qué puedo querer yo ese armatoste pesado, ruidoso y lleno de teclas, que para colmo no sé manejar? El desafío, tanto para Remington como para otros fabricantes que se incorporaron al mercado, era demostrar que la máquina de escribir, además de apresurar notablemente el trabajo de oficina, podía ser manejada, y bien, por cualquier persona. Y, en efecto, al poco tiempo mucha gente se sentaba ante la máquina de escribir y la usaba con resolución, rapidez y soltura. Fue entonces cuando empezaron los problemas.

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Y es que al pulsar teclas contiguas o cercanas en sucesión rápida, la máquina se atascaba y, con toda paciencia, había que manualmente devolver los tipos a su lugar, para proseguir la escritura despacio y con cuidado. Lo que ocurría es que el teclado había sido un diseño magnífico, fruto de un trabajo hábil y prolijo. Tan magnífico era el diseño que podía usarse la máquina de escribir a más velocidad de lo que ella era capaz de soportar. Había, entonces, que cambiar el diseño del teclado, estropeándolo. La idea era ‘hacer las cosas mal para que todo salga bien…’.

Se puso en marcha, entonces, un trabajo de ‘antiingeniería’, paciente y meticuloso, que coloque las teclas de la máquina de escribir de manera incómoda y confusa, para que la escritura fuera lo más lenta posible y, así, se evitaran los atascos. La misión fue encargada a uno de los diseñadores de la máquina, Christopher Sholes. De ese empeño inaudito surgió un teclado complicado, sin orden, lógica ni simetría, en que las letras de uso más frecuente en el idioma inglés (y en otras lenguas occidentales), como la ‘a’, la ‘e’, la ‘r’ y la ‘s’, están al alcance de la mano izquierda, que es la menos hábil para la mayoría de las personas. Sholes no reivindicó el diseño de ese teclado absurdo, que, a falta de otro mejor, se quedó con un nombre simplón y un poco tonto, armado con las seis primeras letras de la izquierda de la fila superior: ‘Qwerty’.

Lo asombroso no fue lo pronto que se acostumbró la gente a ese teclado enredado y difícil ni que fuera acogido sin reparos por los fabricantes de máquinas de escribir en el resto del mundo. No. Lo más sorprendente fue que un siglo después, cuando empezaron a diseñarse las computadoras personales (que en pocos años desplazaron a las máquinas de escribir hasta prácticamente eliminarlas), nadie planteó siquiera la posibilidad de adoptar otro teclado, más ordenado y lógico, que refleje el cambio de era, de la mecánica a la electrónica. Y, así, este pequeño relato y, más aún, todo el contenido magnífico de esta revista fueron escritos en ese teclado caótico y alborotado, el Qwerty, que, según parece, vivirá para siempre. (Jorge Ortiz)

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