Hacer de la muerte un negocio (otro relato del gulag)

Edición 461 – octubre 2020.

Lenin, el líder de la revolución, había sido terminante y categórico: “los elementos inseguros deben ser confinados en campos de trabajo”. Era el verano de 1918, menos de un año después de que él y sus bolcheviques hubieran tomado el poder en Rusia y puesto manos a la obra en la implantación del socialismo, y, claro, su orden fue cumplida con rapidez y rigor: decenas de miles de ‘elementos inseguros’ fueron internados en prisiones y calabozos, de manera que no pudieran interferir en la edificación de ese mundo nuevo y luminoso, de justicia e igualdad, que había profetizado Karl Marx y que, al fin, estaba haciéndose realidad.

Presos trabajando en Belbaltlag, un campo para la
construcción del canal del mar Blanco, en 1932.

Había, sin embargo, una dificultad: el número de potenciales opositores (monárquicos, socialdemócratas, liberales, profesionales independientes, industriales, terratenientes, pequeños propietarios, muchos militares, la burguesía urbana…) era enorme y, desde luego, no había cárceles para todos. Fue entonces cuando el gobierno bolchevique tuvo la idea inspirada de crear la Dirección General de los Campos o, en ruso, ‘Glávnoe Upravlenie Lagueréi’, cuyo acrónimo, ‘gulag’, terminaría designando todo el sistema soviético de trabajo esclavo. El primer campo (llegó a haber 476) fue instalado en el lugar más rudo e inhóspito posible, de clima devastador: el archipiélago Solovki, en el mar Blanco, en el extremo norte ruso.

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