Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 432 – mayo 2018.
Esto no es fácil de contar, pero creo que debo hacerlo. Hace unas semanas pensé que estaba embarazada (ahora sé que no lo estoy) y este no es un buen momento para tener un hijo: no tenemos trabajo fijo ni casa ni carro, pero sí un bebito de diez meses que requiere todo nuestro tiempo y energía.
Ahora que tengo un hijo sé el esfuerzo enorme que demanda: es un nuevo ser que pide posada en tu cuerpo para existir, te pide sangre, te pide fuerzas, te pide que aceleres tu corazón; mientras él crece tu columna se tuerce, tus órganos se hacen chiquitos. Luego se abre paso entre tus entrañas para salir. Pero eso es lo de menos: cuando nace… ahí viene la parte más difícil. Se requiere mucha energía para traer un niño al mundo y creo que, cuando llega un nuevo ser humano, hay puertas que se alinean para que toda esa energía (que casi nadie ve) sea posible.
Jamás he abortado. Siempre he tenido extremo cuidado con eso. Quizá también he tenido suerte. Cuando mi pareja y yo dejamos de cuidarnos fue porque ya habíamos considerado la posibilidad de que el azar nos sorprendiera con una noticia. Y así fue. Pero en esas mismas épocas, antes de tener un bebé, sí me había planteado la posibilidad de abortar y había visto a muchas amigas hacerlo. Después las veía sufrir, hacer terapias, sentirse muy tristes. No entendía muy bien. Yo pensaba, inocentemente, que no debía ser tan difícil.
Para mí no fue nada fácil imaginar un aborto. Sé que hay mujeres que no han tenido problema en abortar, y creo que las que han sufrido algún tipo de abuso o han sido víctimas de la violencia machista deben haber sentido un alivio al hacerlo. Y no hablo solo de casos de violación. La violencia puede ser sutil y hay varios casos de matrimonios o parejas consensuadas en los que son los hombres quienes no tienen ningún cuidado, total, son las mujeres las que abortan o cuidan a los hijos.
No es mi caso. Tengo 32 años y una relación estable en la que nos respetamos mutuamente, pero aunque por ahora no queremos otro bebé, alguna vez no nos cuidamos. ¿Por qué? ¿Qué hay en el inconsciente que hizo que cometiéramos ese “error”? ¿Fue un “acto fallido”? ¿Qué tal si la especie humana está lidiando permanentemente con una dualidad innata en la que un lado, biológico e inconsciente, pide procrear, mientras el otro, racional, no quiere hacerlo? El primer lado es el que hace que no te cuides, y el otro, el que solo después de estar embarazada seas consciente de lo que se viene cuando lo ideal sería estar consciente antes. “Hasta que el inconsciente no se haga consciente, el subconsciente seguirá dirigiendo tu vida y tú le llamarás destino”, dijo Carl Jung.
Por eso, lo que rescato de esta experiencia de la que por suerte salimos ilesos es haber podido ser consciente del poder que tengo como mujer (me di cuenta de que pocas veces había sido realmente consciente de él), y de la responsabilidad que esto conlleva. Gabriela Wienner escribió alguna vez: “Las mujeres jugamos todo el tiempo con el gran poder que nos ha sido conferido: nos divierte la idea de reproducirnos. O de no hacerlo. Cuando tienes quince la posibilidad es fascinante, te atrae como un pastel de chocolate. Cuando tienes treinta, la posibilidad te atrae como un abismo”. Creo que este poder del que ella habla nos queda grande a hombres y mujeres.
El sistema que no ve este poder es el mismo que nos lleva a vivir experiencias dolorosas. Para que no tengamos que morir abortando, debe haber una educación sexual que tome en cuenta la parte espiritual, el poder de crear seres humanos.