LECTURAS
Había una vez…
El escritor argentino Rodrigo Fresán, autor de clásicos contemporáneos como Jardines de Kensington y Mantra, despliega en exclusiva para Mundo Diners los primeros capítulos de su vida como lector, y nos cuenta cómo un niño que juega con libros se convierte en su mejor personaje.
Por Rodrigo Fresán
El mundo empezó recitando, memorizando, leyendo siempre en voz alta, pero con los siglos se convino que era mucho más provechosa la lectura en silencio, acaso moviendo los labios, como se rezaba en esos monasterios medievales rebosantes de monjes muy bestias y de sacros bestiarios. Los modales han cambiado, pero la raíz ha sido siempre la misma: leemos para irnos por las ramas y estar en las nubes, para escapar de lo que nos rodea, para conocer otras vidas y otros mundos con nuestros propios ojos. Porque —Cicerón dixit— “el más agudo de nuestros sentidos es la vista” y cuando vemos un texto lo recordamos mucho mejor que cuando lo escuchamos. Así también empieza todo lo que se convertirá en esa otra tableta de plástico, cuarzo y metal donde bailan letras a la espera de que el ojo las procese, las conduzca a través de nuestros cables hasta la electricidad de nuestro cerebro y, allí dentro, bajo la bóveda de nuestro cráneo, nos lleve al infinito y más allá.
En ese otro génesis, en el principio de todos y de cada uno de nosotros, está esa voz que nos lee. No es la voz propia sino la voz de nuestros primeros guías, que pueden ser los padres, los abuelos, algún hermano mayor o alguien que pasaba por ahí cuando los más cercanos estaban lejos. Esa gente que nos lee cuando somos pequeños, minúsculos y el espacio disponible en nuestros cerebros es infinito; cuando todo se nos antoja maravilloso y los días son largos como años y las noches oscuras como noches. El temor a las luces apagadas rodea nuestras primeras historias, así que se nos lee en voz alta y con cadencia hipnótica, cambiando las voces según los personajes o las intensidades de la acción, hasta que por fin cerramos los ojos —la música domestica a las bestias pero la lectura calma a los niños— para ver esas otras historias menos clásicas y tanto más experimentales que son los sueños.
Ya en la aparente sencillez de esos cuentos más de brujas que de hadas, que alcanzaremos tarde o temprano en sus versiones originales, más siniestras y peligrosas, se aplica la teoría que apunta Harold Bloom en Cómo leer y por qué, “fortalecemos nuestra personalidad y averiguamos cuáles son nuestros auténticos intereses”. Dime lo que lees y te diré cómo eres. Y leemos, también, para tener la coartada perfecta para estar solos porque, de nuevo Bloom, “sin duda, los placeres de la lectura son más egoístas que sociales. Uno no puede mejorar de manera directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. No puedo menos que sentirme escéptico ante la tradicional esperanza social que da por sentado que el crecimiento de la imaginación individual ha de conllevar inevitablemente una mayor preocupación por los demás, y pongo en cuarentena toda argumentación que relacione los placeres de la lectura personal con el bien común”.
Tal vez inconscientemente, tal vez sabiéndolo, la cita anterior de Bloom define con justeza y sintetiza a la perfección el modo en que un niño, sosteniendo un libro, tan lejos y tan cerca, piensa sobre todo lo que le rodea y que, con cierta humilde soberbia, no le importa en absoluto porque está leyendo.
¿Se me permite citarme a mí mismo?, pregunto. Nadie responde y como el que calla otorga pues aquí voy. Lo que sigue es la voz del infantil cum laude James Matthew Barrie, autor de Peter Pan, en mi novela Jardines de Kensington, a la altura de sus primeras lecturas. “Un libro y yo y ese particular e inimitable silencio que llena una habitación cuando hay alguien leyendo en ella. Un silencio diferente; porque nada tiene que ver el complejo silencio que uno produce al leer con el simple silencio que uno hace cuando, nada más, hace silencio. El silencio que brota de los libros y nos envuelve es un silencio lleno de sonidos. Un silencio que altera las coordenadas de la eternidad y así uno, sin darse cuenta, puede pasar horas leyendo en el baño, los pantalones alrededor de los tobillos, hipnotizado por el perfume secreto de las letras y la fragancia íntima de las propias tripas… ‘Es solo durante la infancia cuando los libros ejercen una profunda influencia en nuestras vidas’, escribió Graham Greene, y yo estoy de acuerdo”.
James Matthew Barrie pensó esto mucho antes de que yo naciera pero fui yo quien lo puso en sus pensamientos tantos años después de su muerte. Esa es la magia de la escritura, sí. Lo nuestro puede ser de otro pero sin dejar, nunca, de ser nuestro. El mismo mecanismo se aplica al acto de la lectura: mi David Copperfield siempre va a ser diferente al David Copperfield de cualquier otro, Charles Dickens incluido. Recuerdo que en un verano inolvidable de mis diez años leí a David Copperfield junto a Martin Eden de Jack London y Drácula de Bram Stoker, novelas con héroes escritores, toda una sorpresa para mí entonces el que un escritor pudiese ser protagonista de una aventura en la que escribe siempre sobre un monstruo que lo persigue y se le escapa.
Entonces, claro, yo leía todo el tiempo. Lo tenía fácil. En el televisor había apenas cuatro canales, en blanco y negro, con un horario “apto para todo público” entre los que descubrí los cuentos de Edgar Allan Poe en la versión cinematográfica de Roger Corman, películas que no demoraron en llevarme al Poe original y que también me guiaron hacia los episodios didácticos de la Dimensión desconocida de Rod Sterling, sin duda, los mejores cuentos infantiles para un niño que quiere ser grande y extraterrestre. Mis compañeros de curso, los últimos de una especie con juguetes unplugged y libros acústicos pero tanto más electrizantes, nos emocionábamos al abrir el Pequeño Larousse Ilustrado y pedíamos para nuestros cumpleaños el megaregalo de la enciclopedia Lo sé todo. Y yo era un desastre para el fútbol. Y mis padres, divorciados en serie de sí mismos, eran una tan típica como paradigmática pareja de la intelligentzia del refulgente Buenos Aires de los años sesenta donde, según la leyenda, las librerías no cerraban al caer el sol y salir la luna. Mis casas, la de mi padre y la de mi madre, tenían bibliotecas vigorosas, ningún título —ni siquiera los más risqué, con fotos y desnudos— me estaba vedado y, entre los visitantes, abundaban novelistas y editores y periodistas y dibujantes como Gabriel García Márquez, Francisco Paco Porrúa, Quino y Rodolfo Walsh.
No demoré demasiado en decidir que “cuando fuese grande” sería escritor porque era muy pequeño para casi cualquier otra actividad. Así que empecé a escribir mucho (aún conservo cuadernos de entonces con letra redonda y más prolija que la que tengo ahora) y a leer demasiado pero nunca lo suficiente para mí: historietas de todo calibre y superpoder, la DC y la Marvel pero también La pequeña Lulú y la gran Mafalda y Astérix y Lucky Luke y el Corto Maltés y Arzach y El Eternauta, la gran historia de ciencia ficción argentina. Demasiado, pero no lo suficiente. Seguí con los clásicos juveniles de Bruguera y de la colección Robin Hood: Verne, Salgari, Dumas, Twain, Stevenson y Wells convenientemente “adaptados” para niños como yo. Así, hasta pasar a ese siguiente stage que eran los autores de la editorial Minotauro: Bradbury, Ballard, Tolkien, Lovecraft y Vonnegut. Y a continuación los Alianza De Bolsillo con Borges y Cortázar y Bioy Casares, a los que leí como autores literaria y literalmente fantásticos más allá de toda tradición. De pronto el futuro estaba ahí y de pronto yo ya estaba en el futuro.
Ahí estoy ahora, solo que ahora ya es el presente con un pasado cada vez más amplio y un futuro cada vez más breve. Aquí estoy de nuevo: entrando a una librería con mi hijo, yendo a la sección de libros que pueden interesarle y la cosa no es sencilla porque él —como yo entonces— está en una edad frontera, viviendo una época donde se lee y se escribe más que nunca pero, ay, lo que se lee y se escribe en esas pantallitas.
Y lo que se edita: mentiría si no digo que me duelen un poco esas versiones de La Odisea, Moby Dick o El conde de Montecristo protagonizadas por un tembloroso ratón de nombre Gerónimo Stilton que invita a rascar las páginas de sus aventuras porque incluyen “tufos y perfumes”. Tampoco me causan gracia, aunque reconozco su astucia, esos diarios con caligrafía torcida y palotes de Greg y de Tom Gates que se las arreglan para canalizar el modo en que piensan los chicos y adolescentes, pero que alejan a sus coleguitas de los mayores Tom Sawyer y Holden Caulfield.
Y, de acuerdo, Harry Potter devolvió a los pequeños la ansiedad y la adicción del cómo sigue pero también, como toda droga sintética, los hizo adictos a niños brujos y, enseguida, a crepusculares vampiros teen que ¡van al colegio secundario por toda la eternidad! En cualquier caso, editores y libreros aseguran o quieren creer en una nueva edad dorada del minilector. Que la disfruten.
No son tiempos sencillos: yo empecé leyendo a mi hijo las pequeñas y sustanciosas cápsulas de Los mitos griegos de Robert Graves (de donde surgen, si se lo piensa un poco, tanto los X-Men como La Liga de la Justicia) y le gustaba que le leyese pero, ahora, no lee mucho. El estímulo y bombardeo audiovisual es demasiado poderoso, supongo. Los efectos de la radiación son imposibles de aislar, me temo. Por suerte, aunque nada me interesa menos que el que me “herede” más allá de mi creciente biblioteca, le interesa más la arquitectura que la literatura. Deduzco que la cotidiana visión de su padre redactando cosas como estas no le resulta particularmente inspiradora. Y de ahí a los Lego que ahora también incluyen sus propias historias para armar de Ninjagos, Nexo Knights y Monster Fighters y la más novedosa pero poco original franchise cinematográfica de turno. Experiencias comunales, pasión gestáltica, todos juntos ahora.
Y tal vez ahí esté la clave definitiva, la razón última: hay cada vez menos tiempo para estar solos. Todos están conectados con todos. No hay silencio. Tampoco hay tiempo para volver una y otra vez sobre la misma historia, las mismas palabras, el mismo principio y el mismo final aunque, cada vez que regresamos a ellos, descubramos cosas nuevas, cosas que se nos habían pasado e, incluso, cosas que no habían sucedido antes.
A medida que se acerca nuestro final soñamos con un …y murieron felices para siempre. Ahí también reside la paradoja postrera, porque nunca releímos tanto como cuando fuimos niños. Había una vez, una y otra vez, sin cesar.