Por Pablo Cuvi.
Fotografía: Juan Reyes y archivo de G. Vega.
Edición 445 – junio 2019.
Gustavo Vega Delgado es la prueba viviente de que Cuenca sigue siendo la Atenas del Ecuador. O casi. Músico, doctor, escritor de numerosas obras y ensayos, psiquiatra, antropólogo, rector y profesor universitario, historiador, político inclinado a la izquierda, diplomático, defensor de los derechos humanos… incluso, para no dejar vacíos en su currículum, como buen morlaco cometió en su juventud un par de poemarios.
Ahora, a punto de ajustar 70 años, es rector de la Universidad Internacional, transita tranquilamente por su tercer matrimonio, tiene seis hijos, siete nietos y una casa en el valle de Tumbaco, llamada Rumiurcu en recuerdo del sitio donde pasaba las vacaciones infantiles. Por si fuera poco, corre por sus venas sangre manabita y lojana, y algo del whisky irlandés que catamos mientras charlamos.
—¿Usted es descendiente de los Delgado de Montecristi por el lado materno?
—Así es. Mi madre es Delgado Carrión, por Carrión es de Loja. Mi madre, que tiene 99 años, tejía la palma y tocaba piano. Ella me enseñó a tocar piano desde muy niño, luego seguí en el conservatorio, que estaba pegado a mi casa, que era la clínica Vega, de mi papá, en pleno centro de Cuenca.
—Así que creció con olor a éter.
—Y luego a cloroformo, sí. En la segunda planta tenía su espacio de trabajo quirúrgico. Y tenía un plus, que todavía no le han superado: la cantidad de niños que ayudó a traer al mundo, ¡una multitud!
—Multitud de cuencanitos.
—Vacunados con aguja de vitrola para cantar. (Ríe). Esa impronta de haber crecido en un ambiente médico fue como un destino, pero rompí con mi padre cuando decidí hacerme psiquiatra y curar los incurables. (Refiriéndose a su educación colegial en el Borja de los jesuitas, dice que le dejó la disciplina y el humanismo).
—Pero la educación religiosa también nos deja a Dios y al diablo, la culpa y el remordimiento.
—¡Ah, sin duda, la herencia judeocristiana! Por eso Lutero pateó el tablero con una liberación del remordimiento.
—El consultorio de un psiquiatra ecuatoriano debe estar lleno de pecadores culpables, ¿no? Usted se confunde entre psiquiatra y confesor.
—Sí, sí, el mismo Jung, que tenía una vertiente religiosa fuerte, decía que las tres virtudes teologales son las primeras psicoterapias: fe, esperanza y caridad.
—Además de Medicina, estudió Filosofía y Pedagogía. ¿Por qué?
—Estudiar Medicina significaba mucha neurotización, había que estudiar dieciocho horas al día y tomar ritalina para no dormir. Eso me animó a seguir, después de tercer año, ramas más humanísticas como Filosofía y Pedagogía, que permitían tener una visión más holística. Luego de graduarme en las dos carreras, entré como profesor de psiquiatría, psicopatología y sociología médica. Pero a los veintiocho años me fui a Montreal, a la Universidad McGill, donde hice una maestría en Psiquiatría y otra en Música, la tesis fue con composiciones propias. El ambiente fue muy agradable, me quedé largos años. McGill está entre las quince mejores facultades de Medicina del mundo, con varios Premios Nobel de profesores.
—¿Cómo así se le ocurrió hacer su tesis de Psiquiatría sobre el alcoholismo y los migrantes?
—El alcoholismo es una de las especialidades psiquiátricas. Como había una colonia de gente latina, seguí la pista a unos 120 ecuatorianos para poder comparar con hábitos de alcohol de la gente que no había migrado. Descubrí entre otras cosas que la migración y sus avatares postergaban o evitaban la cultura alcohólica de acá.
—¿Por qué se daba tanto alcoholismo en el Austro?
—Cuenca tenía una especie de epidemiología del alcohol facilitada por la producción de los valles cercanos donde se cultiva la caña, Yunguillas, Paute y Gualaceo, y donde nacieron varias de las destilerías como Cristal y Zhumir. Había una cultura bohemia intelectual, en los
años treinta, que estaba matizada de alcohol y a veces de droga pesada (heroína), siguiendo la huella de los poetas malditos franceses. Dos intelectuales, hijos de patricios como Remigio Crespo y Honorato Vásquez, iniciaron el consumo de drogas prohibidas.
—El fotógrafo Emmanuel Honorato terminó suicidándose…
—Varios de ellos terminaron así, quizá por una sobredosis… Cornelio Crespo y Emanuel Honorato Vásquez fueron los autores de una figura literaria que se ha explorado poco: el pucho.
—Lindo nombre.
—Sí, es una especie de haiku o soneto acortado. Escribieron puchos realmente deliciosos. (Hacemos una pausa para probar unos igualmente deliciosos chumales). En Cuenca y Loja hubo cultura del alcohol muy fuerte. No respetaba clases sociales y el consumo era anonadante, a veces apocalíptico. En lo que estudié, lo primero que se observaba era el bebedor problemático que maltrata a su familia, que pierde el trabajo. Luego, un alcohólico clásico vive quince años menos que el que no es alcohólico. Y tiene problemas serios con la sexualidad, impotencia. Por eso, como mecanismo de compensación, hay mucho de celotipia, una especie de paranoia de celos de los alcohólicos porque no pueden funcionar en su intimidad y desarrollan patológicamente una especie de suspicacia exagerada.
—¿Todo esto cómo se refleja en la música, que es su otro campo? Porque aquí somos llorones y sufridores con la música popular.
—En efecto, la base andina es muy pentatónica y lo pentatónico es también tristón.
—Humboldt ya dijo que los quiteños se alegran con música triste y duermen tranquilos al lado de los volcanes.
—Eso lo retoma Jorge Enrique Adoum al decir que estamos pensando la alegría a partir de la tristeza. El pasillo vino de Colombia. En su primera etapa en el Ecuador tiene dos tiempos, un tiempo es alegre, para bailar, y el otro tiempo es lento para reflexionar y llorar, llorar a mares.


LOCOS DE TODO TIPO
—¿Qué pasó cuando volvió de Canadá?
—Aterricé en Cuenca, me eligieron presidente de la Asociación Psiquiátrica Ecuatoriana, me eligieron vicerrector de la Universidad de Cuenca, luego rector. En ese intervalo decidí, antes de asumir las funciones de dirección universitaria, hacer una maestría en Antropología.
—¿En Cuenca mismo?
—Fue una combinación de acontecimientos entre la Pontificia y la Universidad del Azuay. Escribí un librito que comparaba lengua, salud, enfermedad metal y cosmovisión. Los episodios delirantes más bien están en una tesis de doctorado que hice en Sevilla desde 2011, que va a
ser publicada. Claro, hay locos intelectuales y locos de la vida cotidiana, que fueron los insumos de mi investigación.
—¿Qué le atrae de los locos?
—Quizá que es uno de los espacios de mayor lucidez y cordura, la verdadera locura es la normalidad.
—Bueno, Chesterton decía que los locos son aquellos que lo han perdido todo, menos la razón.
—Linda frase. Hay unas frases aperitivo en la publicación de mi maestría en Historia que toca esos terrenos, este juego de la locura egregia de Erasmo de Rótterdam, El elogio a la locura, en el sentido de que la locura quizá está más cerca del proceso trascendente.
—Hay muchas novelas y películas sobre la locura, como Beautiful Mind sobre ese genio de las matemáticas…
—Nash, claro. Y está Torcuato Luca de Tena que se hizo el enfermo, se metió a un hospital psiquiátrico y escribió una obra muy luminosa que se llama Los reglones torcidos de Dios. ¡Caramba, se necesita mucha vena para meterse en un psiquiátrico y escribir a partir de la experiencia de primera mano!
—¿Qué tal experiencia fue ser vicerrector y rector de la Universidad de Cuenca?
—Mucho trabajo, pero pude sentirme grato y me permitió, además, producir mucho, escribí un libro sobre una concepción de la universidad por ramas de las ciencias; otro que era más ligado al tema de la filosofía de Oriente, uniéndola con la de Occidente, que titulé Alquimia simbólica. Escribí dos libros sobre problemas de la guerra porque tuve la oportunidad de estar en lugares cercanos.
—¿Habla de la guerra del Cenepa?
—Sí, del Cenepa. Y también del desastre de La Josefina, que fue un trauma psiquiátrico colectivo.
—¿En esa época dirigía también Amnistía Internacional del Ecuador?
—Sí, dos períodos desde 1992. Hicimos mucho trabajo y solidaridad en países que tenían todavía la pena de muerte. Los equipos de Amnistía son casi una secta donde se ha metido gente de todo el mundo para combatir por los presos de conciencia y contra las ejecuciones extrajudiciales. Eran épocas muy duras, pero fue posible hacer una especie de colectivo internacional para buscar diferentes formas de presión. Inundábamos de cartas, por ejemplo ante un posible decreto de pena de muerte en cualquier país o ciudad, y lográbamos amnistías. Estuve en Japón, en Boston, en Sudáfrica…
—Aquí sonaban las denuncias por los hermanos Restrepo, por Consuelo Benavides, ¿no?
—Claro, luego de una época dura de Febres Cordero, hubo persecución a los líderes y los grupos inicialmente contestatarios, subversivos, de Alfaro Vive. Por cierto, Amnistía no permite trabajar país adentro con las denuncias de derechos humanos, solo se puede hacer educación
en derechos humanos. Es un mandato inteligente para evitar que haya persecuciones a los de Amnistía. Fue una época muy linda, edité unos ocho pequeños folletos; alguna vez monseñor Luna me ofreció un prólogo, Pedro Restrepo otro, Elsie Monge también, eran opúsculos seriados sobre diferentes temas de derechos humanos.
—¿Cómo estaba Cuba en 1999 cuando fue allá como consultor de la Organización Mundial de la Salud?
—El parteaguas en Cuba fue el año en que se despegó de la Unión Soviética, hubo hambruna, hubo desnutrición el 92, 93, una situación durísima. Inclusive nuestros becarios colgaron la toalla y se regresaron porque no podían sobrevivir. La restitución fue lenta, a finales de los noventa…
—Cuando llegó Chávez. Y con el talento que tenía Fidel para manejarlo.
—Y tenía para exportar médicos, educadores y deportistas; eran tres banderas que usaba muy bien Cuba porque tenía fortalezas en esos campos.
EL BICHO DE LA POLÍTICA
—¿Cuándo le picó el bicho de la política?
—(Ríe). En 1997 fue la Asamblea Constituyente en Sangolquí. Fui el primer elegido de la provincia.
—¿Con qué partido estaba?
—En ese tiempo estaban unidos, en una especie de centro izquierda, muchos movimientos: Pachakutik, Movimiento Nuevo País, incluso una fracción de la Izquierda Democrática. Fui elegido por ese frente. (Reflexiona). Pero siempre hemos caído en la treta de pensar que la Constitución es como la Virgen del Cisne, nos da solucionando problemas pero no dura más de ocho años. Tenemos que reinventar la pólvora cada ocho años. Fue una quimera pero algunos expertos piensan que la Constitución de Sangolquí, a pesar de que estuvimos en minoría frente a “la aplanadora”, que se dio en llamar a la derecha, hizo cambios que fueron mucho más progresistas que los de Montecristi, que fue una especie de biblia de 440 artículos en donde ahora se están descubriendo tantos errores. Aunque un pro de la de Montecristi, sin duda, es el paso de la pluriculturalidad a la plurinacionalidad. La Constitución de Sangolquí fue más progresista quizá porque en la derecha se preocuparon más del tema económico, pero dejaron el capítulo de los derechos en manos de nosotros y pudimos hacer cambios bien interesantes. Hubo una concertación para, por primera vez, escribir también los deberes: la necesidad de respetar la palabra, no robar, no ser ocioso, esos principios andinos precolombinos. Fue un bicho de la política transitorio…
—¿Pero le agarró el gusto a la política?
—Realmente no, estuve cinco meses con permiso cuando fui rector de la universidad. Éramos cuatro rectores: el de Loja, el suco Falconí Espinosa; Gabriel Galarza, de Guaranda; Enrique Ayala, de Quito, y yo, de Cuenca. Formamos un grupo interesante para la educación superior, creamos el Consejo Nacional de Educación Superior (Conesup), el Consejo Nacional de Evaluación y Acreditación de la Educación Superior del Ecuador (Conea), una agencia de acreditación y evaluación de la universidad.
—Por esa misma época estábamos en pleno proceso de negociaciones con Perú. ¿Usted iba periódicamente a Brasilia?
—Hicimos un equipo con Manuel de Guzmán Polanco, teníamos rango de embajadores especiales, íbamos y veníamos durante dos años a Brasilia. Ahí estuvo Teodoro Bustamante Muñoz, un caballero de la diplomacia que era descendiente colateral del hermano Miguel, se parecía mucho a él, por Muñoz. También estaban Gustavo Noboa Bejarano y Galo García Feraud.
—García Feraud consta en mi libro Al filo de la paz, para el que entrevisté a todos los que estuvieron en las famosas comisiones.
—Yo también hice un librito después de las conversaciones de paz: Valija diplomática, lectura antropológica de las negociaciones de paz en Brasilia. No iba al tema de los límites, era una lectura distinta de los símbolos, los mitos, los ritos, otra perspectiva.
—El hecho de que Fujimori haya sido un advenedizo ayudó mucho porque los herederos de la Lima virreinal, la diplomacia de Torre Tagle, no estaban para hacer concesiones.
—Claro, eran halcones.
—¿Después estuvo en México en la época cuando Andrés López Obrador era alcalde del DF?
—Como es tan grande esa ciudad ya no se le llama alcalde. Fue varias veces candidato a la presidencia, tuvimos algún nexo, varias veces estuve en convocatorias de él y viceversa. López Obrador rompió con algunos partidos previos, inclusive con el de Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de Lázaro, el PRD, y finalmente se lanzó con esta nueva agrupación, Morena. Creo que algún populismo está pasando con él ahora, pero entonces hacía un muy buen trabajo. López Obrador viene de Tabasco, donde Graham Green situó El poder y la gloria. Esa tierra de agua y verdor increíble en el sur de México era, sin embargo, asiento de un caudillismo impresionante.
—¿Ya se sentía en Ciudad de México el problema de la droga y los carteles?
—Cuando fui embajador muy poquito, nada casi. Yo diría que empieza después, aproximadamente en 2008, 2010…
—Cuando lanza la guerra Felipe Calderón. ¿Qué hizo al volver a Cuenca?
—En 2003 estuve junto al Corcho Cordero, que hizo un buen papel en dos períodos. Al Corcho le patinó el seso cuando saltó a la política nacional, una pena, porque fue un excelente alcalde, hicimos un buen trabajo, se logró la Declaratoria de Patrimonio de la Unesco, se hicieron obras barriales y varias cosas en el campo de la vialidad interna de la ciudad. Después fui concejal con Marcelo Cabrera, porque el Corcho no ganó para un tercer período.
—Yaku Pérez Guartambel me contaba que empezó de concejal con el Corcho pero inmediatamente tuvo roces y choques con el Concejo. Decía que eran racistas.
—Sin duda que Cuenca siempre lo ha sido, y Loja, Ibarra, Riobamba; el racismo está en los genes. Ese Yaku es un luchador increíble. Le di una mano en el Consejo Nacional Electoral donde casi nos traicionan: al filo de las tres de la mañana iba pasando el proyecto de Glas sobre la minería. Nos dimos cuenta, hicimos un receso de dos horas y rehicimos la propuesta para declarar la guerra a las mineras en el referéndum.
UN SACO DE ALACRANES
—¿Cuándo vino finalmente a vivir en Quito?
—Cuando me eligieron presidente del Conesup en 2006. He vivido en total unos ocho años acá, porque los otros cuatro estuve en Sevilla haciendo investigaciones en el Archivo General de Indias.
—¿Cómo fue la pelea con Correa cuando estaba en el Conesup?
—Al inicio me pidió hacer una comisión de juristas para proponer un borrador de la Constitución de Montecristi. Empezó con buenos vientos. Entre otros estuvo Julio César Trujillo, Santiago Andrade, gente de primera. Propusimos el borrador, pero Correa empezó a transformarse. También propusimos una Ley de Educación Superior consensuada en 90% entre la academia, los legisladores y el Gobierno, pero empezó la Asamblea poniendo el control de la educación superior en la órbita del Gobierno. Correa pateó el tablero e hizo otra ley contratando a Analía Minteguiaga, argentina, pareja de René Ramírez. Ya en 2010, que nació la ley, la guerra fue sin cuartel, yo le puse 80 mil gentes en la calle, impusieron la ley a sangre y fuego, y vino la ocupación de la universidad ecuatoriana. Es muy penoso porque descorreizar cuesta muelas.
—A propósito, ¿cómo pudo la familia Alvarado sacar ese título en la Universidad de Loja sobre su propia radio Ondas Quevedeñas?
—¡Qué horrible, no! Primero: una universidad que no da títulos de doctorado. Segundo: nunca se ha visto una tesis, ni siquiera de maestría, que se haga en combo. Y la directora de la tesis es una licenciada. ¡Qué vergüenza!
—A partir de sus estudios sobre distintos grupos, ¿se puede hablar de una identidad ecuatoriana?
—Desde esa perspectiva, el Ecuador es todavía un caleidoscopio, la búsqueda de la identidad nacional es una construcción. Las naciones nacen antes que el concepto de país. Hay zonas muy definidas: la Sierra norte, la Sierra centro, la Sierra sur, la Amazonía, Manabí, que tiene una personalidad propia; los chachis y los tsáchilas, que reivindican su lengua, aunque aislados; pero un Ecuador con una lógica de Estado es un proceso en construcción.
—Antes nos unía la enemistad con Perú, luego nos unió la selección nacional de fútbol.
—(Ríe). Cierto. El alter ego de un enemigo que acecha. Desaparecido ese bicho…
—Nos peleamos entre nosotros. Acuérdese el 99, cuando el matemático Illingworth se trepó a arrancar la placa de la calle Pichincha en Guayaquil.
—Y se habló mucho del Singapur sudamericano. Pero se le dio un golpe de gracia a Guayas quitándole la península y centralizando más burocracia y población en Quito. Según las estadísticas, hay una pequeña diferencia a favor de Quito. (Con picardía). Y los morlacos siempre hemos sido secesionistas natos.
—No hay que estudiar mucho, basta ver cómo se llaman los aeropuertos: La Mar en Cuenca, Olmedo en Guayaquil y Sucre en Quito.
—Cuando Bucaram quiso cambiar el nombre de La Mar, los patricios cuencanos le saltaron al cuello. Había muchos vínculos familiares con Perú. Todos los masones clásicos de Guayaquil y Cuenca se iniciaron en Lima. El intercambio ha sido notable desde el tiempo de Huáscar con los cañaris.
—¿Qué hay de la migración sefardita al Azuay y Loja desde la Colonia?
—Hay algunos estudios. En las épocas en que los judíos tenían que buscar nichos cerrados era más fácil centrarse allá que en ciudades cosmopolitas como Guayaquil. Varias familias cuencanas clásicas se autodefinen como descendientes de sefarditas. Lo dicen aunque sea una especie de identidad creada por transmisión oral.
—Pasando a los delirios colectivos, hay un caso que me impactó de niño, el cura de Molleturo que instigó un linchamiento…
—¡Ah, eso amerita una novela histórica! El cura de Molleturo le pide su propiedad a una campesina suca, rubia. Pero la Escandón le sale rebelde y, como era mujer bella, va y consigue del jefe civil y militar de la plaza que le dé un documento para que respeten su propiedad. Antes, para hacer un salto directo al cielo, mama Hortensia Mata, que era la dueña de todo, había entregado la hacienda a los indios, que se llamaban a sí mismos “los molleturos” y eran numerosísimos. El cura se va a lomo de mula a Angas, para no estar como Al Capone el día del holocausto. Y cuando venía la Escandón, en la cascada la recibieron unas trescientas cabalgaduras y empezó el linchamiento. La arrastraron hasta la plaza central y le prendieron fuego. Tres días después todavía se olía a carne chamuscada. Y vino la persecución inmisericorde de los militares, mandaron piquetes a que les cazaran a los molleturos.
—¿Por qué se movilizaron?
—Primero, porque era rubia, no tenía los patrones de los indios; segundo, anticlerical, no cedió ante el cura; tercero, las arengas desde el púlpito. Le conocí después al cura, nunca hubo una acción penal contra él como instigador.
—¿Desde la psiquiatría cómo se ve el mestizaje?
—Creo que todavía el mestizo se siente hijo de una madre violada. En el eufemismo de Vasconcelos, de la raza cósmica, hay un intento de volverla positiva en el sentido de un mestizaje creativo, pero queda mucho de una paranoia, de sentirse incompletos, no es la decantación de dos culturas y dos lenguas que se fusionan en una raza mejor, todavía hay mucha subvaloración, es otra cosa en construcción. En otras culturas el mestizaje es un plus, pero nosotros no hemos logrado eso todavía.
—Con el crecimiento urbano y capitalista, el dinero se volvió más importante que la cuestión racial.
—Por más que haya habido un ecualizador de la cultura, siempre quedan cosas larvadas que no se logran superar, las culturas rurales metidas en la ciudad abundan, hay cuyes dentro de las casas…
—De los cuyes a los cerdos: ¿cómo así andaba investigando a los pata negra en Andalucía?
—Cuando vivíamos en Sevilla, siempre íbamos a los lugares de los pata negra, cerdos que viven libres, no residen en pocilgas y comen bellotas en el campo.
—¿La calidad viene de la alimentación?
—Y de la libertad. Además, es toda una ciencia: un cortador de jamón gana unos 800 euros por unas cuatro horas. Son de una habilidad increíble.
—En su última incursión en la política, ¿por qué dijo que había estado sentado en un saco de alacranes y un nido de avispas?
—Cuando empezó la época de Correa no eran más de 200 empleados los del Consejo Nacional Electoral. Cuando asumí la presidencia ya eran ¡1 100! Y todos correístas, me hicieron la vida imposible. Denuncié en la prensa los boicots de los que fui objeto. Son gente perversa. La única forma habría sido purgar todo, pero eso suponía una cantidad de juicios laborales en cadena.
—Eso dirigía un paisano suyo, Pozo.
—Un muchachito que se prestó para la corrupción correísta, hijo de un amigo mío que fue decano de la facultad de Agropecuarias cuando fui rector. Denuncié públicamente que solo en viáticos él y otra expresidenta cobraron más de treinta mil dólares cada uno. Sin embargo, hicimos un buen trabajo con una línea de austeridad. Luego volvió la debacle. Me alegra que haya sido transitorio porque no estaba para lidiar más tiempo.