Gustavo Rodríguez ganó el Premio Alfaguara 2023, con la novela Cien cuyes. Se trata de una historia coral sobre la vejez y la muerte. Es el segundo escritor peruano que recibe este galardón, el primero fue Santiago Roncagliolo, con Abril rojo, en 2006.
“Deberíamos hablar de la muerte con la misma naturalidad con que hablamos del nacimiento”. La frase es de Jack Harrison, personaje central de Cien cuyes. Y en ella se condensa una de las ideas capitales de la novela de Gustavo Rodríguez: nuestra incapacidad para reconocer que la vejez y la muerte son parte de la vida.
En esta historia, la vejez y la muerte rondan la vida de Jack, de Carmen y de los Siete Magníficos, un grupo de ancianos que vive en un geriátrico, y también de Eufrasia, la mujer que los cuida y los ayuda a morir con dignidad.
Rodríguez presentó esta novela, en Quito, el pasado abril. En esa oportunidad conversó con Mundo Diners, sobre estos temas que atraviesan la historia de la humanidad, pero que en este libro son abordados con humor negro y mucha ironía.
—Antes de publicar su primer libro trabajó muchos años como publicista. ¿Qué hay de ese mundo rondando por su literatura?
—Debería aclarar que no soy un publicista que se metió a escribir, sino todo lo contrario. Soy un escritor que, en un momento dado, fue acogido por la publicidad. Este oficio me permitió compartir algo de lo mío, pero haciendo que otros cumplieran sus propios objetivos. A la publicidad le debo haber hecho más ágil a mi cerebro. Lo entrenó para relacionar ideas con rapidez.
—Los siguientes son títulos de algunos de sus libros: La furia de Aquiles, La semana tiene siete mujeres, República de la papaya y Cien cuyes. ¿Ahí no está esa impronta de la publicidad?
—No todos los escritores tienen la facilidad de escribir títulos que sean atractivos. Yo lo asocio a que, en mi caso, desde muy pequeño, una de mis grandes aficiones era jugar con las palabras; hablar al derecho y al revés, encontrar palíndromos, el doble sentido y la polisemia. Quizá eso me haya entrenado para después ser más eficaz con mis títulos. Y, claro, en la publicidad eso también lo entrené mucho.
—¿Cómo se sintió cuando el jurado del Premio Alfaguara le sugirió cambiar el nombre de su libro?
—Cuando terminé la novela la titulé Cien cuyes. Antes de mandarla al Premio, mi agente en España me sugirió que escribiera un título más entendible para todos. Su idea era blindar el manuscrito para que, si entraba en una discusión final del jurado, donde todo puede aportar para que una novela gane, no fuera descalificada por el título. Cuando me llamaron desde España, antes de anunciar que había ganado, me dijeron que el jurado tenía problemas con el título cambiado que envié: “Largo viaje hacia el adiós”. Cuando me preguntaron si tenía un título alternativo, les dije que la novela siempre se llamó Cien cuyes.
—Las referencias a los cuyes no solo están en el título, sino también en una metáfora sobre Perú, que lanza uno de los personajes.
—El título de la novela ayuda a que discutamos sobre la reivindicación del mundo andino ante el imaginario occidental. Me parece que, así como recibimos de buena fe vocablos extranjeros y los procesamos en su contexto, es justo que en otros lados pase lo mismo con las palabras que usamos por esta parte del mundo. No sé si en el Ecuador exista el juego del cuy, donde ponen a estos animales dentro de unas cajas con puertitas y uno apuesta a qué cajita se va a meter el cuy. En la novela alguien recoge el pensamiento de una persona que dice que el país es como un cuy desorientado que está buscando a qué casilla meterse dentro de esta caja.
—Y hablando de cuyes, ¿cómo ha sido su relación con este animal?
—Lo como de vez en cuando, pero no es parte de mi dieta diaria porque me crie en un ambiente más occidental. Si bien mi padre es andino y mi mamá amazónica, me crie en la costa y ahora vivo en Lima. Pido cuy en restaurantes. En mi casa no lo preparamos porque no es parte de la tradición familiar, pero sí de la de millones de peruanos.
—Pasando a los personajes de su nueva novela, ¿en su suegro Jack Harrison está el origen de este libro?
—Creo que la impronta de sus últimos meses fue el gatillador del libro, porque ya tenía imágenes de ancianos dando vuelta en mi cabeza desde hace años. Pero fue la muerte hermosa y en paz que tuvo mi suegro, rodeado de la familia, lo que me llevó a querer transmitir lo que había sentido en esos meses, días y minutos finales de su vida. Tanto así que no solo dediqué la novela a su memoria, sino que decidí crear un personaje que se llama como él y que tiene muchas de sus características como persona.
—Jack y Carmen son dos ancianos que están buscando ayuda para morir, ¿por qué sigue siendo un tabú hablar de la muerte asistida?
—Quizás porque somos supersticiosos o pensamos que nombrar algo implica que va a ser realidad y objetivamente no es así. Creo que nombrar algo ayuda a que afrontemos el problema y lo procesamos, en vez de poner en nuestros pechos una bomba de tiempo. Hay una tremenda asimetría en el tratamiento que damos a los nacimientos y el que damos a las muertes, cuando ambos son igual de naturales.
—También está el Club de los Siete Magníficos. Ellos encarnan esa idea de que lo peor de la vejez no es el deterioro del cuerpo, sino morir solos.
—Coincido con ellos en que solo hay una cosa peor que una vejez solitaria y es una vejez solitaria y sin dinero. Para mí era importante que esta novela no termine con ancianos solitarios, como da la impresión en las primeras páginas. Gradualmente, la novela termina siendo coral y llena de vida, con viejos que la pasan bien cuando están juntos. Ancianos que se dan cuenta de que es justamente en la compañía, en la generosidad mutua y en los abrazos que pueden darse donde reside lo más hermoso de la vida.
—Todos estos personajes hacen referencias a películas que vieron en algún momento. ¿Qué papel ha jugado el cine en su vida?
—Ha jugado un papel muy importante. Creo que el cine ayuda a las personas a contrastar sus propias historias y a cimentar sus relatos personales. En mi caso el cine constituye un conjunto de insumos que ha alimentado mi creatividad y mi literatura. Soy más cinemero que cinéfilo. Un cinemero no tiene ninguna ambición académica cuando ve cine. Es alguien al que le gusta ver películas por verlas y un poco de eso que tengo yo lo tiene Eufrasia. Le gusta ver películas por el simple hecho de sentirse acompañada o de distraerse. Siento que, desde que abrazo la cultura popular que he consumido, a la par que los libros, mis novelas salen más enriquecidas.
—¿Qué le atrae de la cultura popular?
—Lo que me atrae de la cultura popular es que tiene ganchos fáciles de identificación. Mucho de la cultura popular es producida por artistas que son intuitivos y creo que esa sensibilidad conecta con las intuiciones que uno tiene. Estos ganchos son canales directos, sin aduanas de razonamiento, que, finalmente, logran que uno sienta. Uno después trata de explicarse el porqué y se da cuenta que hay una gran sabiduría popular usando algunos estereotipos que apelan al niño que fuiste. Ahí está: la clave de lo atractivo en la cultura popular es que apela al niño ingenuo que alguna vez fuiste. Por eso tienes a tanto grandulón viendo a los Vengadores.
—¿Cien cuyes es una novela intuitiva?
—Todo lo que escribo es intuitivo. Hay una escritora peruana muy buena que ya falleció que se llama Laura Riesco, ella decía que no se consideraba una escritora, sino una mujer que escribe. Yo no me considero un hombre que escribe, yo soy un animal que escribe. Alguien que se deja llevar mucho por lo que siente y por su olfato.
—En Cien cuyes muestra varios paisajes limeños, pero también las diferencias de clases sociales. ¿Lima sigue siendo esa ciudad clasista que aparece en Un mundo para Julius de Bryce Echenique?
—La tensión social que hay en la Lima de Un mundo para Julius aparece un poco menos intensa en Cien cuyes, pero en una ciudad que ahora tiene ocho millones más de habitantes. Algunos periodistas españoles me hicieron ver que la idea literaria de Lima que se tiene en otros lados está anclada a las versiones de Ribeyro, Vargas Llosa o Bryce Echenique, y en esta novela me interesaba que se conociera cuál ha sido la evolución de esta ciudad.
—¿Cómo ha evolucionado Lima?
—A veces no sé si ha evolucionado o ha involucionado. Creo que, por un lado, ha evolucionado, porque Lima ya ha sido tomada por los migrantes que en algún momento se vieron tratados como forasteros. Cuando era niño se hablaba del recién bajado de manera peyorativa. El recién bajado no solo era el que acababa de descender de un bus, sino el que acababa de bajar de los Andes. Ahora, Lima ya es la ciudad de quienes bajaron.
Una ciudad culturalmente rica, gracias a ese mestizaje. Una de las pruebas de eso es que es una capital gastronómica. Pero ha involucionado gracias a pequeños caciques que se creen monarcas de sus distritos. Hay una mala distribución política y eso provoca caos y una vida ríspida en colectividad. Es una ciudad intensa, por usar un término amable pero que me encanta.
—Ha dicho que ganar el Premio Alfaguara es un homenaje a sus mentores. ¿Dónde radica la importancia de la mentoría no solo en la literatura, sino en la vida?
—La mentoría es capital. Un gran problema que tiene la juventud es pensar que el mundo se creó cuando ellos nacieron. Solamente la mirada de gente que ya vivió antes y que tiene un acumulado previo te puede guiar y sacar de ese malentendido. Los seres humanos somos primates sofisticados, que necesitamos figuras tutelares para saber cómo conducirnos en la vida. Aprendemos a comportarnos según cómo ojeamos a nuestros mayores. Lo mismo pasa con la vida política y eso es parte de nuestra desgracia actual en América Latina. Quienes deberían ser nuestros mentores políticos, gente que debería darnos ejemplo de cómo conducirnos en sociedad, son personas que no merecen ser guía de absolutamente nadie.
—¿De este contexto sale su interés por escribir literatura infantil?
—Cuando me pidieron escribir literatura infantil decidí que quería darle un mensaje a mi yo de niño. La he escrito poniéndome a mí en el centro y preguntándome qué me hubiera gustado que me leyeran.
—Entiendo que sus libros infantiles, al igual que los de la ecuatoriana María Fernanda Heredia, son muy populares en las escuelas peruanas.
—Hay algo muy bonito que ocurre con la literatura infantil y es que es menospreciada por quienes no son capaces de escribirla. Es muy difícil cautivar a niños, cuya atención y conocimiento del mundo son retadores. Un niño puede ser el crítico más feroz que puedes tener, porque no está adiestrado en la cortesía para juzgar a un escritor cuando este le pregunta qué le pareció la novela. La respuesta de un niño puede ser lapidaria.
—Volviendo al tema de la vejez, ¿qué es lo que más teme de ella?
—Lo que más temo es ser un viejo solo, pero eso no va a ocurrir, a menos que un extraño accidente colectivo me quite a mis seres queridos, porque en los últimos años me he dedicado a cultivar una red de afectos, aprecios y amores. Quizás haya escrito esta novela para curarme en salud, dejando una especie de testamento en el que aclaro: ¡No quiero eso, ni cagando!