Unas guerras sangrientas y olvidadas

En los conflictos contemporáneos se están usando armas modernas y estrategias brutales

Fotografía: Wikimedia

Toda la enorme región, de unos cincuenta mil kilómetros cuadrados, permaneció casi todo el año 2022 prácticamente aislada del resto del mundo: tres ejércitos la rodearon y la incomunicaron, con todos sus habitantes —cerca de cinco millones y medio— atrapados en unos pueblos desprovistos y unos campos arrasados, como cuando las ciudades amuralladas eran sitiadas en la Edad Media. La mortandad fue atroz. Las estimaciones más minuciosas apuntan a seiscientos mil muertos. Y es que en los conflictos contemporáneos el hambre ha vuelto a ser usada como arma de guerra.

En los conflictos contemporáneos, sí, porque, además de la de Ucrania, hay otras guerras en pleno transcurso, con armas modernas y estrategias brutales. Son unas guerras que permanecen a la sombra del conflicto mayor, el iniciado el 24 de febrero de 2022 por el presidente Vladímir Putin cuando lanzó al ejército ruso a terminar la tarea —empezada en 2014 con la ocupación armada de la península de Crimea— de borrar Ucrania de la faz de la Tierra y poner sus territorios y habitantes bajo la égida de Moscú, como en los tiempos de la Unión Soviética.

La región sitiada y asolada en 2022 fue Tigray, en el extremo norte de Etiopía, un país hiperpoblado y turbulento, con una historia conocida muy larga, de más de treinta siglos, que empezó con Menelik I, hijo del rey Salomón y la reina de Saba, una pasión relatada en el Antiguo Testamento. Nada menos. Allí, en el Cuerno de África, estalló en noviembre de 2020 una guerra civil cuya magnitud y brutalidad el gobierno se encargó de ocultar impidiendo el ingreso de periodistas independientes y de observadores extranjeros. Pero, como siempre ocurre, la verdad al final se supo.

Y también se supo lo sucedido en Yemen (una guerra que dejó ya cuatrocientos mil muertos y que continúa), en Siria (cuya guerra civil empezó en 2011, se internacionalizó y no ha terminado), en la región del Sahel (con Malí, Níger y Burkina Fase sumidos en la violencia del islamismo radical), en el Congo (donde la vieja guerra que involucra también a Ruanda se recrudeció a finales de 2022) y en Sudán del Sur (el país más nuevo del mundo, nacido de una guerra civil que nunca cesó). Cinco conflictos que cada día causan muertos, mutilados y desplazados y de los que casi nadie se preocupa: son unas guerras sangrientas y olvidadas.

Conflictos armados vigentes.

Recordando Biafra

En noviembre de 2020, en medio de la pandemia que mantenía al mundo encerrado y ensimismado, estalló en Etiopía un conflicto cuya intensidad escaló con una rapidez de vértigo: el Frente de Liberación del Pueblo de Tigray, un partido de raíces marxistas devenido en una guerrilla nacionalista étnica, se rebeló contra el gobierno central, que respondió con una contundencia demoledora, algo inesperado porque el primer ministro, Abiy Ahmed Ali, previamente había unido y democratizado a su país y terminado la guerra con Eritrea, todo lo cual le valió en 2019 el Premio Nobel de la Paz.

Al ejército etíope se sumaron el ejército eritreo y, después, milicias del pueblo amhara, una etnia rival de los tigray. En 2021 hubo batallas encarnizadas y bombardeos reiterados, incluso masacres documentadas por las Naciones Unidas, pero la región rebelde no se doblegó. Al empezar 2022 la estrategia cambió: los tres ejércitos sitiaron Tigray y le impidieron todo aprovisionamiento, incluso de semillas y fertilizantes para producir alimentos. El hambre cundió, las enfermedades escalaron y hasta el suministro de energía eléctrica quedó cortado.

En noviembre, cuando el número diario de muertos habría llegado a seiscientos, fue firmado un alto el fuego, que en 2023 está manteniéndose a saltos y brincos, sin que nadie esté convencido de que durará. Para entonces, alrededor del diez por ciento de la población de Tigray habría muerto, al extremo de que tanto Amnistía Internacional como Human Rights Watch califican lo allí sucedido de “limpieza étnica”, a la vez que expertos como el profesor Jan Nyssen, de la Universidad de Gante, equiparan la mortandad en Tigray con lo ocurrido en la región nigeriana de Biafra entre 1967 y 1970.

El arma del hambre

En 2014, como derivación de las turbulencias políticas causada tres años antes en Yemen por la Primavera Árabe, los hutíes, un grupo insurgente chiita llamado Partidarios de Dios, empezaron un avance militar que les permitió asumir el control, primero, de la región norte del país y, después, de la capital, Saná. El gobierno se desbandó y el presidente, Abd Rabbuh Mansur al-Hadi, huyó como pudo. Arabia Saudita, con el apoyo de otros ocho países árabes sunitas, se lanzó a la reconquista de la capital.

Y la guerra se generalizó.

Para los sauditas y sus aliados era un tema geopolítico de fondo: tenían que impedir que, a través de los hutíes, Irán se convirtiera en la potencia dominante en Yemen, lo que le daría el control estratégico del mar Rojo y el golfo de Adén. Los bombardeos a las zonas ocupadas empezaron en 2015. También los bloqueos de ciudades. Los muertos en ocho años de guerra ya serían cuatrocientos mil, sesenta por ciento de ellos por hambre o enfermedades provenientes del corte en la provisión de agua potable. La tregua acordada en abril de 2022 expiró en octubre. La reanudación de la lucha parece inminente.

Donde la lucha nunca se detuvo es en Siria, cuya guerra de ya doce años superó los seiscientos mil muertos y los diez millones de desplazados. Ahí están involucrados rusos, iraníes, turcos, kurdos, iraquíes, israelíes… Y los apoyos llegan desde todas partes. Según las Naciones Unidas, al empezar 2023 unos quince millones de personas necesitaban ayuda humanitaria urgente, mientras los bombardeos prosiguen: Turquía ataca una y otra vez las posiciones kurdas en el norte, mientras el ejército de Israel corta los suministros de armas al gobierno del presidente Bachar el-Asad, aliado de Irán.

Noventa por ciento de la población siria vive bajo el umbral de la pobreza.. Fotografía: Shutterstock.

Al Qaeda vive

En la región del Sahel, un cinturón que atraviesa África del océano Pacífico al Índico y desde Mauritania hasta Eritrea, los grupos islamistas radicales, vinculados o desprendidos de la red Al Qaeda, se reactivaron al empezar 2023, aprovechando el retiro de las fuerzas que Francia había desplegado en Malí en 2013. La intervención francesa impidió que los combatientes tuareg del Frente para la Liberación de Azawad —que habían capturado la histórica ciudad de Tombuctú, sede de la que es tenida como la primera universidad que hubo en el mundo— convirtieran a Malí en una fortaleza para la guerra santa en todo el continente.

Pero la actividad yihadista no se detuvo y, peor aún, de Malí se expandió a Burkina Faso y Níger, causando en diez años al menos cincuenta mil muertos y tres millones y medio de desplazados. El terrorismo es de tal magnitud que, de acuerdo con cifras del Consejo Noruego para los Refugiados, en los tres países han tenido que cerrarse unas cinco mil quinientas escuelas. Para colmo, tras el doble golpe de Estado militar en Malí de 2020 y 2021, el gobierno se apoyó en la Organización Wagner, los milicianos rusos vinculados con Vladímir Putin, lo que anticipa nuevos episodios de violencia.

También en Somalia continúa la yihad: Al Shabaab, una rama de Al Qaeda, mantiene viva una guerra cuyo número de víctimas crece sin pausa. Pero lo peor es lo que está ocurriendo en Sudán del Sur, el país nacido de un plebiscito en 2011 en el que el 98,3 por ciento de la población decidió escindirse de Sudán. El día de la proclamación de la independencia estalló una guerra civil que nunca se detuvo y de cuyos muertos ya se perdió la cuenta. Se sabe, eso sí, que son cuatro millones los desplazados que deambulan por medio continente en busca de algún lugar para vivir. Y la mediación que en febrero intentó el papa Francisco parece que no sirvió de nada.

“Guerra mundial africana”

Pero si algún lugar compendia el drama africano es el Congo: tras el genocidio de Ruanda, cuando en 1994 ochocientas mil personas, sobre todo de la etnia tutsi, fueron masacradas en cien días por milicianos hutus, la violencia se trasladó a la República Democrática del Congo. Fue así que, en 1996, el ejército ruandés ocupó el territorio congoleño, de 2,4 millones de kilómetros cuadrados, “para detener la matanza de tutsis”, lo que desató una guerra en la que terminaron involucrados nueve países. Se la llamó la “guerra mundial africana”, que duró hasta 2003.

Cuando la guerra concluyó, la matanza no se detuvo: muchos de los “generales” se quedaron con sus ejércitos propios. Les atraía el saqueo y, también, las inmensas riquezas mineras del Congo (oro, diamantes, estaño, cobalto…). Las rivalidades fueron sangrientas y las guerrillas se multiplicaron. Según la Cruz Roja, en la actualidad hay 132 grupos armados, con la epidemia de ébola como telón de fondo. Y, en tan inaudita dispersión de fuerzas, no hay con quién negociar una tregua ni contabilizar las víctimas. El 73,2 por ciento de sus cien millones de habitantes vive en la pobreza extrema. Y la cifra sigue subiendo.

Estas guerras sangrientas y olvidadas tienen, claro, algún componente de intereses económicos. Pero sus otras características son lo que las hace más crueles, prolongadas y complejas: centenarias fracturas religiosas, muy enconadas, en unos casos; odios étnicos de siglos, en otros; y cruces enmarañados de conveniencias geopolíticas y estratégicas, en la mayoría. Ninguna de ellas (y eso las diferencia de la guerra de Rusia contra Ucrania y les quita atención internacional) tiene el potencial de desencadenar una tercera guerra mundial. Pero son cientos, incluso miles, de seres humanos que mueren cada día. Y eso es dramático, terrible, aunque muy poca gente en el resto del planeta se entere y se conduela.

Putin necesita una guerra larga

El 24 de febrero de 2022, cuando el ejército ruso invadió el suelo ucraniano, el presidente Vladímir Putin creyó que sería un conflicto tan desigual que terminaría en pocos días con la capitulación incondicional de Ucrania y la incorporación de sus territorios —603.000 kilómetros cuadrados— a la Santa Madre Rusia. Tal como había sucedido en 2014 con la península de Crimea. Por eso ni siquiera la llamó “guerra”, sino “operación militar especial”. Poca cosa.

Un año más tarde, cuando su ejército ya fracasó, su prestigio internacional se desplomó, sus apoyos internos mermaron, sus mercenarios de la Organización Wagner tuvieron que acudir en ayuda de sus tropas desfallecientes y, sobre todo, Ucrania logró el auxilio contundente y resuelto de las para él tan odiadas democracias liberales, Putin quiere exactamente lo contrario de lo que quiso en febrero de 22. Ahora quiere que la guerra se prolongue el mayor tiempo posible.

Y es que, con el ejército ucraniano resistiendo con un heroísmo sin fisuras y con el poder de las potencias capitalistas contrarrestando la agresión (unos cien mil millones de dólares de ayuda directa y, muy pronto, la entrega de equipos militares sofisticados), al presidente ruso no le está quedando otro camino que prolongar la guerra en espera de que, por las vicisitudes de la democracia, el respaldo occidental se debilite y, tal vez, se detenga.

Si Donald Trump, un populista rudo e ignorantón ajeno a las sutilezas y complejidades de la política internacional, ganara las elecciones de noviembre de 2024, Estados Unidos podría contraer dramáticamente su apoyo a Ucrania. Algunos políticos republicanos ya cuestionan el costo de ese auxilio. A esa esperanza se aferra Putin. Y también a la posibilidad de que las diferencias de enfoque entre Alemania y Francia alteren la unidad de Europa. Y, además, a que la OTAN se desgarre por el chantaje de Turquía que está demorando el ingreso de Suecia y Finlandia.

Por ahora, sin embargo, el apoyo occidental se mantiene firme: para cuando llegue la primavera y el ejército ruso emprenda una nueva ofensiva, Ucrania ya dispondrá de tanques occidentales de la tecnología más moderna: Abrams estadounidenses, Leopard alemanes, Challenger británicos… Y tendrá también misiles antitanques y antiaéreos y, acaso, aviones de combate. Con todo lo cual el presidente Volodímir Zelenski ya no piensa sólo en resistir: ahora piensa en ganar la guerra. El que ahora piensa en resistir es Putin…

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