En vez de una guerra prolongada, la opción de Rusia en Ucrania sería un “conflicto congelado”.

El amanecer era frío y desapacible, con visibilidad escasa y truenos de tormenta. Tanto para ese día, martes 8 de febrero, como para los siguientes el pronóstico anticipaba nieve, escarchas y más neblina. Todas, por lo tanto, muy buenas noticias. Con ese clima borrascoso, que se extendía a casi todo lo largo de la frontera entre Rusia y Ucrania, una operación militar en gran escala, con aviación, artillería e infantería, era imposible o, al menos, altamente improbable. Si hasta el desembarco en Normandía en 1944, que iba a significar la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, fue aplazado por un temporal inoportuno, con mayor razón era impensable una ofensiva terrestre en el invierno áspero de Europa Oriental. Si en realidad había planes de ataque, habría que dejarlos para cuando llegara la primavera.
Para los ucranianos, cuya inferioridad militar frente a los rusos es abrumadora (240.000 soldados activos y 1’000.000 en la reserva frente a 910.000 y 2’000.000), el clima borrascoso era tranquilizador: esa tempestad les ponía a salvo de una invasión masiva mientras los Estados Unidos y sus aliados europeos desplegaban todo su inmenso poder económico —con la consiguiente amenaza de sanciones contundentes— para disuadir a Rusia de lanzarse a una aventura armada. En Moscú, sin embargo, el vendaval en la frontera les tenía sin cuidado, porque no había planes inmediatos de ataque. Eso era, al menos, lo que aseguraba Vladímir Putin.
En efecto, el presidente ruso había desmentido una y otra vez, con una insistencia que hasta llegaba a ser sospechosa, que pretendiera emprender una operación militar contra Ucrania, a pesar de los ciento treinta mil soldados, con sus correspondientes unidades de artillería, que desde finales de 2021 Rusia había desplegado en la región fronteriza. Ese despliegue, jamás desmentido por nadie, había sido tan abundante y apremiante que los servicios estadounidenses de inteligencia llegaron a la conclusión de que el inicio de una ofensiva era asunto de pocos días. Para el presidente Joe Biden el comienzo del ataque era “inminente”.
No obstante, a medida que transcurrieron las semanas otra opción comenzó a parecer como la más probable: en lugar de una acción bélica inmediata y de gran magnitud, que obligaría al Occidente a reaccionar con dureza, Putin estaría pensando en un conflicto congelado, es decir en establecer un escenario violento pero inmóvil, con sus fuerzas militares ejerciendo una presión constante sobre Ucrania (en especial en las provincias de Donetsk y Lugansk, donde paramilitares sostenidos por Rusia mantienen un estado de guerra civil desde 2014), de manera que el presidente Volodímir Zelenski no pueda avanzar en la proyectada integración de su país en la OTAN y se debilite hasta caer. El siguiente paso sería la instalación de un nuevo gobierno, auspiciado por Putin, con lo que Ucrania regresaría para quedarse en la órbita rusa. Que es, en definitiva, lo que en realidad anhela Rusia.
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Por Jorge Ortiz
Expansión hacia el este
Cuando terminó de colapsar el sistema socialista y se derrumbó el Muro de Berlín, en una sucesión alucinante de acontecimientos sucedidos en menos de dos años, el último presidente de la Unión Soviética, Mikhail Gorbachov, trató de acordar con el entonces presidente de los Estados Unidos, George Bush, los términos de la posguerra fría. Algo así como lo que habían sido los Acuerdos de Yalta al final de la Segunda Guerra Mundial. Fue entonces, mediados de 1990, cuando el jefe de la diplomacia americana, James Baker, dijo una frase que para Vladímir Putin (en aquellos tiempos un aguerrido agente del espionaje soviético) quedó grabada en piedra: “¿Preferiría usted, presidente Gorbachov, ver una Alemania unificada y fuera de la OTAN, o ver una Alemania unificada y vinculada a la OTAN, con garantías de que los límites de la Organización no se desplazarán ni un centímetro hacia el este…?”.
La frase quedó en eso: una frase lanzada al azar en medio de una conversación que no llegó a nada. No hubo ningún acuerdo, ninguna declaración, ninguna firma. En la Navidad de 1991, Gorbachov suscribió el documento de disolución de la Unión Soviética y cada una de las quince repúblicas que la integraban, incluidas Rusia y Ucrania, tomó su propio camino. Derrotada en la Guerra Fría y con su sistema político desplomado y su economía en andrajos, la agobiada URSS no tuvo capacidad de negociar. Algunas de sus antiguas repúblicas, como Estonia, Letonia y Lituania, y varios de sus anteriores satélites, como Polonia, Hungría y Checoslovaquia, se abalanzaron a los despachos de la OTAN y de la Unión Europea para pedir su admisión inmediata. Y les respondieron que sí.
“Hay que cosechar antes de que llegue la tormenta”, dijo en esos días el jefe del gobierno alemán, Helmut Kohl. Su mayor cosecha, la que inmortalizó su nombre, fue la reunificación: la Alemania Oriental, socialista, a la que en 1949 sus creadores soviéticos llamaron República Democrática Alemana, fue absorbida por la Alemania Federal, la Occidental, la capitalista y exitosa, que la recibió con júbilo y con una chequera gruesa para pagar los gastos inmensos que le demandaría reflotar una economía en pleno naufragio. Pero para el Occidente esa no fue la única cosecha: su expansión hacia el este fue vertiginosa. Tanto la OTAN como la Unión Europea avanzaron hacia el este, mientras Rusia iba quedándose sola y, peor aún, iba sintiéndose desprotegida.
Al desaparecer el imperio gigantesco que había creado en su torno, Rusia se movió con torpeza hacia la democracia. Era un camino que, entre las autocracias zaristas y las tiranías comunistas, jamás había recorrido. Y se extravió. De la democracia sus élites no sabían nada. Y, así, la década de los noventa fue una época de despistes y desatinos, en que el socialismo brutal fue substituido por un capitalismo salvaje y sin controles, carente del mercado libre y de la competencia limpia que hacen que los países funcionen bien. Para colmo, en vez de acoger a Rusia con comprensión y generosidad, admirando que había logrado librarse del socialismo sin guerra civil ni paredones, el Occidente —con los Estados Unidos a la cabeza— la ignoró y la abandonó a su infortunio. Rusia se sintió despreciada. Y en ella germinaron el nacionalismo y el afán de revancha.

Y llegó el vengador
Con el sigilo y la sagacidad de un espía curtido, y también con su audacia de apostador, Vladímir Putin hizo de la reivindicación del orgullo nacional ruso el emblema de su gobierno, iniciado en la noche tumultuosa del 31 de diciembre de 1999, cuando la mayoría de los habitantes del planeta celebraba con alboroto e incertidumbre lo que creían (erróneamente, por cierto, porque todavía faltaba un año entero) que era el último día de un milenio y el inmediato comienzo del milenio siguiente. Casi nadie se enteró del cambio de mando que había ocurrido en el país más extenso del mundo. Y, sobre todo, nadie le dio importancia. Pero esa noche en la mente de Putin ya resonaba la frase improvisada por James Baker a mediados de 1990: “… con garantías de que los límites de la Organización no se desplazarían ni un centímetro hacia el este”.
Para el Occidente esa frase no significaba nada: sobre los límites de la OTAN y de la Unión Europea jamás hubo un acuerdo, ni verbal ni escrito. Así es. Pero Putin se aferró a esa frase y la aplicó en especial a Ucrania: la historia rusa había nacido en Kíev, a finales del siglo IX, como una federación de pueblos eslavos orientales, y por consiguiente el pasado y el futuro de Rusia y de Ucrania están eterna e inexorablemente ligados. Lo que el destino ha unido que no lo separe el hombre. Y con todo el poder en sus manos, que lo fue acumulando con paciencia y persistencia hasta que de los usos democráticos no quedó nada, Vladímir Putin se dedicó a tratar de reconstruir el enorme espacio soviético, con sus alcances imperiales, empezando —desde luego— por Ucrania.
Pero los ucranianos tenían otros planes: habían padecido durante tres cuartos de siglo el socialismo que les impusieron los rusos, sabían de qué se trataba, y desde el rescate de su independencia, en 1991, habían vuelto su mirada hacia el Occidente. Ucrania (como Estonia, Letonia y Lituania, que habían sido repúblicas soviéticas, y como Polonia, Hungría y Checoslovaquia, que habían sido satélites de Moscú) quería tener una democracia pluripartidista y una economía de mercado. Pero su acercamiento a la Unión Europea fue cauteloso, porque Rusia seguía sintiéndolo parte de su zona de influencia. Fueron años de un equilibrio delicado y tenso. Ucrania no era, ni mucho menos, un país desdeñable: sus 603.600 kilómetros cuadrados, con planicies fértiles y un acceso privilegiado al mar Negro, fueron siempre un espacio codiciado, que cinco siglos antes de Cristo ya era el granero de las ‘polis’ griegas, en la era de la expansión mayor de la civilización helenística.
Esa equidistancia geopolítica entre la Unión Europea y Rusia, después de una década de declive económico de Ucrania, se rompió a finales de 2013, cuando el presidente Víktor Yanukóvich suspendió de manera abrupta la firma de un acuerdo de asociación con la Unión Europea y, para hacer más dramático el giro, emprendió un acercamiento urgente a Rusia. La gente se lanzó a las calles, en unas protestas resueltas que, según el gobierno de Moscú, fueron promovidas por las potencias occidentales. Yanukóvich terminó caído y huido al amparo ruso, mientras Putin afinaba su desquite. Y al empezar 2014, soldados sin banderas ni insignias (pero que llegaban del este, hablaban en ruso y usaban armas rusas) ocuparon por la fuerza la península de Crimea y la ciudad de Sebastopol, organizaron un referéndum opaco y consumaron la anexión a Rusia de las dos entidades autónomas. Ucrania había quedado mutilada.
Putin quiere más
La falta de reacción del Occidente, que se agotó en las protestas consabidas y las sanciones infructuosas, dio más aliento a Vladímir Putin, que entretanto había consolidado su dominio interno y se había asegurado su perpetuación en el poder. Fue entonces cuando en los ‘óblast’ ucranianos de Donetsk y Lugansk, fronterizos con Rusia, irrumpieron unas milicias, con armamento avanzado y estrategias modernas, dispuestas a separar de Ucrania a las dos provincias y unirlas a la Federación Rusa. El conflicto armado que estalló entonces ha causado ya unos catorce mil muertos. Y no ha concluido.
Al año siguiente, 2015, Putin volvió a apostar fuerte contra el Occidente: se involucró, con armas y tropas, en la guerra civil de Siria y, aunque la contienda no ha terminado, la intervención rusa fue decisiva para inclinar la balanza a favor del gobierno del presidente Bashar el-Asad. Otra vez, el Occidente se quedó paralizado, como el pájaro ante la serpiente. Por último, en agosto de 2021, cuando los combatientes del Talibán avanzaron victoriosos por Afganistán, la huida en tumulto y desorden de las potencias occidentales convenció a Vladímir Putin de que la época de la supremacía de los Estados Unidos había terminado, en especial porque su voluntad de lucha se había extinguido. La ‘pax americana’ ya no regía. Y decidió dar otro paso adelante.
Rusia movilizó sus soldados hacia la frontera con Ucrania, hizo ejercicios de guerra muy evidentes y lanzó un ultimátum: los Estados Unidos deben vetar la entrada en la OTAN de las antiguas repúblicas soviéticas (Ucrania en particular) y retirar de Europa todas sus tropas y sus armas (incluidos los misiles nucleares), además de que las fuerzas de la alianza occidental deben retroceder a sus posiciones de 1997. En definitiva, rediseñar el mapa europeo de seguridad, llevando la zona de influencia rusa a los linderos del imperio soviético. Exigencias que, por supuesto, el Occidente no podía aceptar. Y la palabra “guerra” volvió a pronunciarse.
Las potencias occidentales anticipan que esta vez no se quedarían pasmadas, como con la ocupación de Crimea en 2014, y que, aunque China sea ahora la gran prioridad estratégica de los Estados Unidos, reaccionarán con decisión ante una ofensiva militar rusa. Putin no sólo quiere mantener Ucrania en su esfera de influencia. También está dispuesto a impedir que los países que fueron repúblicas soviéticas (Armenia, Georgia, Moldavia, los seis estados islámicos de su frontera sur y, claro, Ucrania) establezcan unos sistemas democráticos eficientes que envíen a los ciudadanos rusos unos mensajes de que el autoritarismo actual no el mejor camino. Eso explica el movimiento arriesgado de movilizar ciento treinta mil soldados a la región fronteriza.
Pero dar un paso más podría traerle consecuencias a Rusia. Y aunque es muy improbable que la OTAN respondiera con la fuerza a un ataque, el ejército ucraniano ya no es tan frágil como en 2014 y daría pelea. Y las sanciones occidentales afectarían con dureza a la vulnerable economía rusa, todavía muy dependiente del sector de la energía. Para los rusos la guerra no es su mejor escenario, aunque, por otra parte, es difícil imaginar que, después de haber hecho un despliegue militar de tal envergadura, Putin retirara sus tropas sin haber conseguido algún éxito substancial. La alternativa sería, entonces, no lanzar una ofensiva armada, pero sí mantener una presión política y militar constante, a mediano o a largo plazo, hasta disuadir a Ucrania de alejarse de su esfera y de acercarse al Occidente. Una estrategia de estar listos para lo máximo pero hacer lo mínimo. Un conflicto congelado. Y dejar que los adversarios se equivoquen, se dividan o claudiquen. Habilidad de espía.
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