“Y también le cortaré la oreja a tu rey”

La rivalidad era antigua y, habiendo tanto en disputa, había escalado sin pausa desde comienzos del siglo XVIII: Inglaterra, que ya tenía la mayor flota naval del mundo, estaba dispuesta a desplazar a España como la potencia dominante en las Américas. Y, con el poder de su armada y la sagacidad de su diplomacia, lo estaba consiguiendo. Ya disponía, por treinta años, del monopolio del tráfico de esclavos provenientes del África. Pero las limitaciones impuestas por los españoles le incomodaban lo suficiente como para estar dispuesta a irrespetarlas.

La guerra de la Oreja de Jenkins.
Robert Jenkins muestra su oreja cortada al primer ministro Robert Walpole. Fotografía: Museo Británico.

En efecto, el Tratado de Asiento de Negros —que así fue llamado el documento firmado en Madrid en 1713— establecía que los ingleses podían introducir cada año en las posesiones españolas de América hasta 4.800 esclavos y un “navío de permiso” de 500 toneladas para actividades comerciales. Esas cantidades, que al ser acordadas parecieron razonables, terminaron por ser insuficientes para la Compañía de los Mares del Sur, que había sido creada en Londres para hacer negocios en los puertos americanos, pero que, en vez de ganancias, estaba acumulando deudas.

La primera decisión fue recargar una y otra vez, en altamar, el “navío de permiso” y, así, sobrepasar el límite de 500 toneladas de la mercadería que los ingleses podían introducir en los puertos de América. Ante la evidencia del contrabando, la Corona española redobló la actividad de sus guardacostas en toda la costa del Caribe, con tanta eficacia que en la Compañía de los Mares del Sur se temió una quiebra inminente. Lo que, por supuesto, causó indignación y levantó consignas guerreras en el parlamento inglés. Pero Robert Walpole, el primer ministro, optó por la paciencia y la cautela.

Con la tensión en alza, en algún momento de 1731, ocurrió un incidente del que se supo varios años más tarde: el navío inglés ‘Rebecca’ fue apresado frente a las costas de Florida por el patrullero español ‘La Isabela’ y, tras un áspero cruce de palabras, los marinos pasaron del dicho al hecho. Según su propia versión ante el parlamento de Londres, en 1738, el capitán Robert Jenkins fue atado al mástil de su barco por orden del capitán español, León Fandiño, mientras el resto de la tripulación inglesa era mantenida bajo candado, en las bodegas del barco.

Después, Fandiño se acercó a Jenkins y, con un golpe seco de su espada, le cortó una oreja. Un corte limpio y preciso. “Ve y dile a tu rey —le habría dicho entonces al capitán inglés— que lo mismo le haré a él si a lo mismo se atreve”. La narración de Jenkins causó un impacto hondo y un enojo agrio en los flemáticos parlamentarios ingleses, conmovidos por lo que, para dar fuerza a su relato, Jenkins les presentó de inmediato: su oreja, preservada en un frasco con alcohol…

La ira de los habitualmente imperturbables lores se convirtió en un llamado urgente a las armas: había que castigar la afrenta y responder al desafío. Y, bajo la presión de su parlamento, Walpole declaró la guerra. Duró de 1739 a 1748 y terminó (como por entonces se decía, en latín) en un statu quo ante bellum, “estado de las cosas anterior a la guerra”. Pero en los nueve años de combates murieron entre treinta mil y cuarenta mil hombres. Para los españoles es ‘la guerra del Asiento’ (por el tratado de 1713). Pero los ingleses le dieron un nombre mucho más expresivo: ‘la guerra de la Oreja de Jenkins’. Y así la recuerdan.

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