
Fue, según la recuerdan los historiadores, la primera guerra de la era moderna, porque incorporó a los arsenales militares la deslumbrante tecnología surgida de la Revolución Industrial (el ferrocarril, el barco de vapor, el telégrafo, la fotografía…), lo que trastornó las estrategias de los ejércitos y, también, multiplicó el número de víctimas: fueron setecientas mil en dos años y medio de combates encarnizados y sin tregua. La Guerra de Crimea estalló en octubre de 1853, terminó en marzo de 1856 y en su transcurso el equilibrio geopolítico de Europa cambió una vez más.
Fue allí, en Crimea, en torno a la ciudad de Sebastopol, en la costa septentrional del mar Negro, donde se enfrentaron con más intensidad las fuerzas del Segundo Imperio Francés, el Imperio Británico, el Reino de Cerdeña y el ya por entonces decadente Imperio Otomano contra los ejércitos de la Rusia Imperial y el Reino de Grecia. Hubo también enfrentamientos en el Cáucaso y el delta del Danubio. Europa entera se estremeció por el conflicto. Pero, extrañamente, las causas primeras de la guerra estaban en otro continente, a miles de kilómetros de los campos de batalla.
Estaban, en concreto, en Tierra Santa, porque en la Iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén, y en la Iglesia de la Natividad, en Belén, las disputas entre católicos y ortodoxos habían llegado a ser, a mediados del siglo XIX, asunto de Estado para —sobre todo— franceses y rusos. Lo que había empezado con riñas menores aunque constantes entre sacerdotes, que discutían por ritos y privilegios, había derivado en un problema político que crecientemente obligaba a las autoridades otomanas, de religión musulmana, a desplegar guardias con bayonetas caladas para mantener la calma en los Santos Lugares.
Aunque el Imperio Otomano era, en los tratados, la potencia a cargo de la región, era Rusia, por su poderío político y militar en alza, la que tomaba las decisiones sensibles. Como sede primordial de la Iglesia Ortodoxa y sucesora de las glorias bizantinas, Rusia apoyaba al clero griego en contra del clero latino. Incluso, según lamentaban los católicos, las tumbas de Godofredo y Balduino, los cruzados que fueron reyes latinos de Jerusalén, habían sido profanadas y destruidas las lápidas. Y, para colmo, sólo la jerarquía ortodoxa tenía la llave de la puerta principal de la Iglesia de la Natividad.



No era, en realidad, una disputa por ubicaciones para plegarias y devociones. Era un tema geopolítico: el Imperio Ruso del zar Nicolás I aspiraba a tener la tutela exclusiva de los intereses cristianos en tierras otomanas para así expandir sus áreas de influencia, lo que generaba suspicacias y recelos en las capitales occidentales.
La Francia del emperador Napoleón III sentía que apoyar en Tierra Santa a los católicos frente a los ortodoxos era un deber de “la hija más antigua de la Iglesia”. Y la Inglaterra de la reina Victoria temía que la expansión rusa terminara afectando su comercio con la India.
Napoleón le escribió, entonces, al sultán Abdul Mejid exigiéndole “reestablecer la igualdad de derechos” entre católicos y ortodoxos. Nicolás también le escribió: “Rusia no permitirá cambios en el tema de los santuarios”. La llave de la Iglesia de la Natividad puso a franceses y rusos al borde de la guerra. El zar desplegó un cuerpo de ejército en la frontera otomana y forzó el apoyo de Grecia.
A su vez, Francia e Inglaterra, llamados por los otomanos, enviaron sus flotas a los Dardanelos. A ellos se sumó Cerdeña, porque el rey Víctor Manuel II los necesitaba para lograr la unidad italiana, que concretó en 1861.
Las batallas estallaron el 16 de octubre de 1853. Más que los combates, el hambre, el frío y las enfermedades diezmaron las tropas y vaciaron comarcas. Con Rusia derrotada tras la caída de Sebastopol, la guerra terminó el 30 de marzo de 1856. El mar Negro fue declarado neutral, lo que debilitó la influencia rusa y garantizó los intereses ingleses. El Imperio Otomano mantuvo su presencia en Palestina. Francia resurgió como potencia continental. Y, al final, los sacerdotes católicos consiguieron su llave de la Iglesia de la Natividad. Pero las riñas con los sacerdotes ortodoxos continuaron. Y nunca concluyeron.