
La mañana luce espléndida. Un cielo despejado salpicado de nubes espumosas me acompaña durante el trayecto hacia mi destino: Gualaceo, uno de los cantones más pintorescos del Azuay, también conocido como el Jardín Azuayo. La carretera sinuosa que bordea el río, flanqueada por cerros altos y verdes, me anticipa el panorama que tendré a lo largo de los cuarenta minutos que dura el viaje.
En una de las curvas más pronunciadas, una casa grande de adobe con pasamanos de madera tallada exhibe macanas en sus ventanas. Me detengo para curiosear y ver si tienen la macana favorita de las cholas cuencanas, que también es la mía, una fucsia con negro con flecos largos y delgados. Entre una diversidad de colores y diseños, diviso la última que queda. Me la llevo puesta.
—Tuvo suerte —me dice la vendedora—, estas se venden como pan caliente.
Saliendo de allí me aproximo a la famosa “recta” donde, de varios chozones, emana un aroma a leña y carbón. Pollos asados dan vueltas interminables sobre las brasas, esperando a los comensales que no tardan en llegar. El chancho a la “barbosa”, con su cuero crujiente y caliente, se vende con una buena porción de mote, llapingachos, ají y agua de frescos. La boca se me hace agua, no sé por dónde empezar. Luego del opíparo almuerzo sigo manejando hasta el local de Ecuagenera, una parada imprescindible para los que van a Gualaceo.
Es una empresa dedicada a investigar y desarrollar nuevas especies de orquídeas desde 1992. De las veinticinco mil orquídeas descubiertas en el mundo, 4209 son ecuatorianas. Antes de la pandemia realizaban alrededor de setenta exposiciones anuales a nivel mundial, pues cuentan con ocho mil variedades en sus laboratorios. Las tonalidades deslumbrantes de las flores constituyen un maravilloso espectáculo para la retina. A pocos minutos está el desvío a Certag, con sus renombradas fritadas. Por esta vez paso de largo, no quiero pecar de gula.
Finalmente arribo a la avenida principal de Gualaceo, que sirve como entrada y salida del cantón. Los fines de semana se aglomeran autos, buses, lugareños y turistas que agitan la aparente calma que reina de lunes a viernes. Cruzo el puente de madera Velasco Ibarra, centenario como el expresidente, sobre el ancho río Santa Bárbara. Este puente es tanto para peatones como para conductores y tiene en sus barandales una particularidad: unas bancas empotradas de madera para que la gente se siente a hacer un “tambito” y descanse contemplando el río, antes de seguir su camino.
Árboles frondosos adornan las amplias riberas donde el césped forma una alfombra verde que invita a recostarse y presenciar cómo las aguas tranquilas navegan con parsimonia. Otro puente de madera, el Chacapamba, está unos kilómetros más abajo, siguiendo el cauce del río. Cerca de él descubro un muro alto y antiguo de piedra con varios arcos denominado “el acueducto”, una antigua construcción que sobrevivió al paso del tiempo, trasladaba el agua que bajaba de las montañas, abasteciendo a los molinos instalados a la orilla del Santa Bárbara.

Regresando de mi excursión, me dirijo al centro de la ciudad, al Mercado Central. En una de sus entradas cuyes asados esperan en fila ser devorados. En la primera planta se expende toda clase de fruta, legumbres, jugos naturales con huevos de ganso y tortillas de choclo, maíz y trigo. Compro una tortilla de choclo que de tan caliente se deshace en mi boca, pido un vaso de rosero heladito y me siento a descansar en una de las mesas que comparto con otras personas.
En la segunda planta están las vendedoras de caldo de gallina criolla, seco de pollo, de carne y del mejor hornado del Azuay. No en vano, en 2014, el puesto número seis de doña Suquita ganó el concurso del Mundial del Hornado. Saliendo del mercado, a dos cuadras de distancia, se encuentra la calle Dávila Chica conocida como la calle “de los zapatos”. Tiendas contiguas se suceden a lo largo de dos cuadras, donde se exhiben zapatos de varios colores, modelos, alturas y texturas. Los costos bajos son un atractivo que promueve el turismo del calzado, que van desde los 35 dólares hasta los 50 por cada par. Los turistas se llevan de dos en dos, e incluso comerciantes vienen a adquirirlos para revenderlos en Cuenca a precios superiores.
Durante junio, en el que se celebra la cantonización de Gualaceo, las rebajas son tentadoras. Dejo atrás los escaparates y salgo rumbo al parque central frente al cual está la efigie del apóstol Santiago, patrono de Gualaceo, reposando en lo alto de la iglesia principal, como si estuviera vigilando que nadie se porte mal. Compro un helado en uno de los portales que rodean al parque y me siento en una de las bancas, antes de emprender mi visita a Chordeleg, un cantón que dista solo diez minutos de Gualaceo.
El camino que conduce a Chordeleg, que en idioma cañari quiere decir “llanura en forma de caracol”, es sinuoso y ascendente. Al llegar, ingreso por la calle principal, angosta y adoquinada. Observo algunos almacenes que ofertan artesanías de cerámica como campanas toscas de diversos tamaños y formas, palomas blancas, colibríes en vivos colores y un par de vacas cafés que custodian la entrada de uno de ellos.
En otro ollas y jarras con diseños florales en tonos ocres se exhiben colgadas de juegos de sogas asimétricas amarradas a vigas pequeñas de madera lacada. Estas decoraciones lucen perfectas en jardines o en casas campestres. Las vajillas de barro negro son únicas. Platos de distintos tamaños, jarros para tomar café, soperas, tazas y fuentes para llevar alimentos al horno y gratinarlos, y con precios asequibles.

Circundando la plaza central donde están ubicados el parque y la iglesia, hay decenas de joyerías que orgullosamente exponen sus trabajos de orfebrería en oro amarillo, oro blanco y plata. Las candongas, la joya representativa y originaria de Chordeleg, son elaboradas por manos habilísimas que tejen una filigrana tan fina y delicada como los hilos de una telaraña.
En el Museo Municipal están expuestas alrededor de cien piezas, muchas de ellas elaboradas por artistas del cantón: tejidos de lana gruesa, alfarería, joyas de filigrana, artículos bordados y de paja toquilla, objetos cerámicos e incluso algunas antigüedades que datan de hace más de cien años. Este museo reabrió su atención al público el 31 de octubre pasado, por el tercer aniversario de la declaratoria de Chordeleg como Ciudad Creativa en 2017, por la Unesco. Es la segunda ciudad ecuatoriana en obtener la distinción en la categoría Artesanías y Artes Populares y, a escala mundial, se suma a 64 urbes que también comparten esta condecoración. También fue nombrado Pueblo Mágico del Ecuador en 2020.

Ya es hora de regresar. Desciendo el camino serpenteante hacia Gualaceo para, desde allí, volver a Cuenca. Pero no puedo marcharme sin hacer una última parada en las panaderías de la avenida principal, donde venden golosinas típicas y un sabroso pan. Tomo un vaso de morocho calientito, mientras la chica que atiende me despacha quesadillas, roscas de manteca, arepas, nogadas, un bizcochuelo y pan de choclo recién salido del horno. Me faltó tomarme el tradicional helado de leche. Será para la próxima. Con mi paquete de sal y dulce subo al auto, y me despido de Gualaceo. Hay un dicho que reza que quien lo visita debe estar dispuesto a comer para esta vida y la otra. Y no lo pienso discutir.
Retornando a casa, el sol tiñe de dorado el cielo tardío. Una despedida que convoca al descanso, luego de un día en el que la belleza de la naturaleza, la deliciosa gastronomía y la polifacética artesanía se fundieron bajo un cielo azul intenso y un clima agradable y fresco que me invita a visitar este lugar más seguido. Es que es imposible no hacerlo, una vez que se conoce Gualaceo.