Gran Jefe Blanco.

Por Leila Guerriero.

Ilustración Tito Martínez

Como todos saben, el actor norteameri­cano Sean Penn entrevistó al Chapo Guzmán, líder del cártel de Sinaloa, y escribió una nota que la revista Rolling Stone publicó casi en si­multáneo con la captura de Guzmán por par­te de las autoridades mexicanas. La entrevista generó todo tipo de revuelo, empezando por quienes se preguntaban si era lícito entrevistar a un hombre como el Chapo y terminando por quienes argumentaban que Sean Penn no es­taba habilitado para hacerla puesto que no es periodista. En una entrevista que le hizo la CBS después del revuelo, el actor dijo: “Mi artículo fracasó”. Según él, el motivo de ese fracaso no tenía ninguna relación con la calidad del ar­tículo. No tenía relación con el hecho de que el texto consistiera sobre todo en una descripción de las peripecias que él, Sean Penn, tuvo que atravesar para llegar al sitio donde se encontró con el Chapo, y en una exposición acerca de todo lo que él, Sean Penn, piensa sobre el ne­gocio de las drogas (pensamiento que expuso ante el Chapo apenas sentarse a hablar con él, como quien advierte: “Soy el tipo compren­sivo de esta historia, y creo que usted es una víctima del sistema”). Tampoco tenía relación con el hecho de que en el artículo no hubiera voces de víctimas directas o indirectas del cártel liderado por el Chapo, ni con que la mentada entrevista fuera un cuestionario sin pregun­tas incómodas ni repreguntas (se comprende: Penn asegura que solo sabe decir “adiós” y “gracias” en español), ni con la indecencia rampante de haber aceptado mostrarle el texto a Guzmán antes de su publicación. El amargo desencanto de Penn provenía del hecho de que él había querido que el artículo sirviera para “comenzar un diálogo sobre la política pública de la guerra contra las drogas” y que la discusión generada, sin embargo, había pasado eso por alto. El affaire Penn-Guzmán parece la tormenta perfecta provocada por el choque de dos catástrofes contemporáneas: la corrección política —ese Rivotril con que se medica la mala conciencia bienpensante— y la convicción —propiciada por los medios— de que cualquiera puede ser periodista. En princi­pio, no se me ocurre nada más instalado que la discusión sobre las drogas y nada más manido que la posición políticamente correcta de Sean Penn al respecto. En América Latina, de hecho, es una discusión más instalada que otras, igual de necesarias, como la eutanasia —incluida la de los menores— y el aborto —incluido el de las menores—. Lo que Sean Penn tenía para decir es lo que sabemos —y quizás pensa­mos— todos: lo paradójico que resulta que Estados Unidos sea el mayor consumidor de drogas del mundo mientras se dedica hipócri­tamente a promover una guerra contra ellas en todas partes, y lo indignante que es que eso le esté costando la vida a tanta gente. Que Sean Penn creyera que su objetivo era “empezar un diálogo” sobre un tema acerca del que hay miles de personas discutiendo —“discusión” que, de paso, se cargó en la última década a casi 90 periodistas en México— solo me hace pensar que sale poco. O que es omnipotente. Los periodistas sabemos que no conviene ha­cer periodismo mesiánico. Visibilizamos cosas y a veces, gracias a eso, algo cambia. Pero es un oficio en el que se aconseja la modestia: no somos dioses bajados del Olimpo para revelar a los mortales cómo son las cosas. Por lo demás, es lícito escribir sobre seres siniestros sacándo­les el disfraz tranquilizador de monstruos para bajarlos a la horrorosa humanidad que portan, siempre y cuando uno se tome el trabajo de hacer las cosas que hacen los buenos periodis­tas y por las cuales, precisamente, no cualquier persona con un grabador —y, en este caso, un jet— puede hacer periodismo. Cosas como, por ejemplo, incluir las voces de las víctimas que, junto a otra serie de operaciones, harán que el lector recuerde que el ser en cuestión puede haber tenido la infancia más miserable y digna de lástima pero que eso no le ha impe­dido desempeñarse como un perfecto asesino hijo de perra.

El problema, de todos modos, es otro: Sean Penn tuvo un editor. Y ese editor no encontró inconveniente en que, por ejemplo, Sean Penn hiciera una comparación entre su propia infancia clasemediera americana y la infancia miserable del Cha­po en México. Si yo hubiera sido su editora le hubiera dicho: “No, Sean. Comparar tu infancia de niño clase­mediero gringo con la infancia de un niño pobre mexi­cano es engañoso. ¿Qué les estamos diciendo a los lectores con ese símil: “¡Conmiseración, piedad para este hombre!”? Sos el tipo que en 2002 publicó una carta en el Washington Post, acusando al presidente Bush de tener “una concepción simplista y radical del bien y el mal”, reclamando que no destruyera, en Iraq, la vida de civiles con el pretexto de eliminar armas. Sin embargo, tu artículo exuda una visión simplista del bien y del mal, y repite una idea que ya se le ocurrió a Freud: que todos somos consecuencia de una infancia, de un país, de mami y papi. Pero malas noticias, Sean: conoz­co a muchas personas que han tenido vidas peores que las de este hombre y ninguna se dedica al tráfico de drogas ni de personas ni de tornillos. ¿Te preguntaste, antes de escribir, qué es el mal: una elección, una defor­mación, una disposición genética? ¿Tenés un par de ideas al respecto que no sean auspiciadas por una ONG?”. Claro que es lícito entrevistar a gente como el Chapo. Es la única forma que tenemos de entender por qué pasa lo que pasa. Pero un buen periodista repre­gunta, pone en contexto, habla con los familiares de las víctimas, con los lugartenientes del Chapo. ¿Que da miedo? Muchísimo. Pero si uno decide meterse con gente como esta, y no hace ninguna de todas esas co­sas, debe saber que el resultado no será un artículo malo sino una completa aberración. En un momento, el Chapo pregunta cuánto le van a pagar por esa nota y Sean Penn escribe: “Le contesto que cuando hago pe­riodismo no cobro. Puedo ver que la idea de hacer un trabajo sin obtener un pago a cambio le parece una idiotez”. Que no haya cobrado no me parece una idio­tez: me parece ofensivo. Que Sean Penn regale gracio­samente lo que a muchos les cuesta tanto hacer me resulta tan ofensivo como si yo viniera aquí y dijera que el hecho de que él no haya cobrado porque puede dar­se el lujo de no hacerlo deja en evidencia que esto nun­ca fue otra cosa que un divertimento entre dos millona­rios. (El Mercurio, Chile).

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