Grageas para no perder la fe

Ilustración de la muerte y la perdida de fe.
Ilustración: Miguel Andrade

1

Viajar en tren ha dejado de ser una dicha. Más aún en la noche, ya que al amanecer se constata vagón por vagón los fallecidos. Debido a ello, los pasajeros no duermen, salvo cuando el sueño como un verdugo los doblega. Prefieren pasearse en los andenes y agolparse para fumar en los diminutos halls, aunque muchos, extenuados, terminan durmiendo hacinados como reses rumbo al matadero. Desde luego, no todos abandonan sus compartimentos, ya que no pueden dejar solos a sus niños dormidos.

Hay madres que pasan en vela, con los ojos clavados en ellos y atisbando el entorno de insomnes aterrados o vencidos por el sueño, algunos de los cuales serán escogidos por la muerte. En cuanto a los baños, hay usuarios que los ocupan, acezantes, crispados, puesto que quizá no vuelven a salir sino en la mañana, cuando sus cuerpos sean recogidos por los camilleros.

2

Llueve con saña. Ladeo la cortina y miro la calle. La gente corre huyendo de la lluvia como si ella los persiguiera. Como si ella, que es agua buena, tuviera su corazón malo. Vuelvo a ensartarme en la cama. Marilyn duerme boquiabierta, insensible, los pechos al aire. Bastaría con estirar la mano hasta la mesita de noche para tomar las tijeras y hundirlas entre sus piernas. Después, me quedaría quieto, ojicerrado, con la boca pegada a su muslo, oyendo el silbido remoto del aire escapando por su pubis hasta dejarme solo.

    3

    Primero de enero. Diez grados bajo cero. Sin embargo, estoy acalorado, pues la chica del noveno me ha sonreído abiertamente. De los golpes últimos, apenas le queda un rumor en su rostro. Tal parece que el loco aquel ha desaparecido, dejándole la paz. La próxima vez me atreveré a preguntarle algo, cualquier cosa. Por ejemplo, sobre ese olor pestilente que baja de su apartamento. O sobre su embarazo desde hace tantos años.

    4

    Sin que yo le pidiera, la señorita Olga me ponía en la mano una moneda de cincuenta. Si me visitas te doy el doble, me decía. Y yo subía al segundo piso y me paraba delante de su taller de costura. Entonces, ella me tomaba de la mano y yo desaparecía detrás de la cortina que separaba el taller de su cama. Una cama alta como balcón y cojines bordados de flores y mariposas.

    5

    Anoche el frío mató ciento diez ancianos. En ningún cadáver se halló trazas de lucha contra la muerte; tampoco muecas de goce ni desesperación. Más bien en sus rostros se encontró el gesto de alivio con el que los ancianos cierran la puerta cuando, arrastrando el cochecito de las compras, llegan por fin a sus habitáculos.

    6

    La misma vida tuya no es tuya, me decía. Hasta el aire que respiras no es propio. Mucho menos la cama, los zapatos, el plato. Muchos menos tu difunto padre ni tu madre que no vive contigo. Lo único tuyo es la muerte, y para siempre, y no te la quita ni dios, me decía la abuela, salpicándome su saliva ungüentosa. Tantas cosas me decía cuando lograba atraparme.

    ¿Y tú, abuela, por qué no mueres?

    Tonto, yo morí hace siglos, me decía. Y ya deja de comerte las uñas que no son tuyas.

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