Pareces una mujer embarazada, tienes tetas y panza, me dijo mi sobrina de siete años gozándose de mí. Fue ella la que me pidió que me quitara la camiseta para meternos en la piscina, pero antes de entrar al agua y nadar prendida a mi cuello, arreándome como a un caballo, la muy descarada soltó ese comentario soez como si nada. Cómo han cambiado las cosas, pensé, y recordé que mi bisabuela, que vivió hasta los 103 años, solía abrazar a sus bisnietos, apretarles el brazo y decir: está gordo, guapo. Para ella, la bisabuela, la gordura era una señal de salud y bienestar.
Cuando bajas de peso (aplica a quienes fuimos/somos redondos en casi todos los rincones) la gente te felicita, se alegra y te regala sonrisas amplias y generosas, como si hubieras sobrevivido a una enfermedad terminal. Pero cuando subes, y sigues subiendo, te preguntan, alarmados al borde de un infarto, ¿qué te pasó?, ¿qué te comiste?, y a esto último yo respondo: me lo comí todo, estuvo sabroso, pero fue mucho, mejor que sobre a que falte. Eso si es que hay diálogo, porque a las personas más discretas (los amigos serranos) les basta con mirarte de arriba a abajo con los ojos bien abiertos pero sin decir una palabra.
A fines del siglo pasado, así lo recuerdo, engordar era parte natural y orgánica de convertirse en adulto: los papás tenían barriga, los abuelos tenían barriga, casi todos los tíos tenían barriga y esa era la manera de ser grande en toda dimensión. Pero claro, esos hombres soltaron los jeans y las camisetas muy jóvenes, algo que ahora parece indecente, y se dejaron engordar a sus anchas. Andaban con camisas y pantalones de tela, no como andamos los adultos ahora. Quiero decir que a mi edad, ya entrados los 40, a mi padre no se le ocurría ponerse camisetas de José José o Roberto Carlos (habría sido muy cool), pero mis amigos y yo cargamos todavía en el pecho a las bandas que escuchábamos en el colegio, muchas veces por encima de una panza digna pero avergonzada, una panza que preferiría quedarse en casa, donde nadie le diga groserías del tipo tienes que hacer ejercicio, pilas.

Curioso. Luchamos por tener la vida opuesta a nuestros padres, por cortar las costumbres con las que nunca estuvimos de acuerdo, con imponer sobre el mundo el rostro de una nueva raza de seres humanos, más livianos, menos amargados, igual de vulnerables, abiertamente cariñosos. Pero pasa el tiempo y así como unos se reconocen o se reencuentran con sus creadores una vez que tienen hijos propios, yo capto que entiendo por fin a mi padre cuando pongo las manos sobre la barriga y no puedo siquiera imaginar lo lejos que estoy de mis huesos. (Hoy por hoy, dicho sea de paso, me padre se ha vuelto un veterano esbelto, y mi mamá me regala pantalones que él ya no usa porque le quedan grandes).
La comprensión a través de la experiencia ha sido mi camino: dicen que las personas inteligentes aprenden de los errores ajenos, lo que no habla muy bien de mí, pero bueno, lo que se aprende a las malas nunca se olvida, ni queriendo. Y la lección de la gordura, que tiene que ver con la libertad y el desenfreno y una revolución social verdadera, en contra de los gimnasios y a favor de los chifas, en pie de lucha por un mundo en el que desaparezcan realmente las superficialidades, ha sido dura y suculenta. Ser gordo es como pertenecer a una clase antisocial distinta, un poco relegada y muy mal vista, en la que ciudadanos voluminosos y lentos nos miramos de lejos y asentimos con la cabeza, como diciendo estoy contigo, compañero, y preguntando ¿qué pediste?, se ve bueno.
El problema es que un día te despiertas y te das cuenta de que no puedes, como se dice, saltar de la cama; tienes que deslizarte un poco, hasta que tus pies toquen el piso, impulsarte entonces con ambas manos sobre el colchón y ponerte de pie como lo haría una montaña: con el impulso de una tragedia inevitable y la recompensa de una estancia monumental. Luego vas al baño, te metes a la ducha y bajas la mirada y ya no se ve nada más allá de la piel inflada, estirada, rellena: haz perdido el horizonte, los pies, el que te cuelga. Te pones las manos en la panza y preguntas, ¿quién es este? Después te miras al espejo, envuelto en toallas que apenas se sostienen, te miras de frente y de perfil, y no te reconoces pero sí reconoces que esa persona no eres tú. Sin que te dieras cuenta realmente, sin mayores sufrimientos ni angustias, un ser desconocido y siempre hambriento se ha tomado tu cuerpo y ahora vive en él ocupando todas las habitaciones.
Empieza la misión, la operación de rescate: entre los rollos de grasa, atrapado o escondido, acaso feliz, estás tú tal como te recuerdas. Para allá vamos, al rescate.