Yo soy la morsa.
– John Lennon –
Para cuando tienes tetas propias, para cuando puedes agarrar y amasar tus tetas de hombre, ya es demasiado tarde: estás gordo, bro; hace rato, por si no lo sabías; pasaste del gordito-pero-guapito al gordo-como-un-cerdo. Aumentaste de categoría y de talla y qué pena por él, ¿quién lo va a querer así?
En una fiesta, entre tragos y rancheras, traté de coquetear con una chica usando la línea más ingeniosa que jamás se haya usado para tales propósitos: si sales conmigo, le dije, podemos irnos de shopping y comprar sostenes juntos, capaz usamos la misma copa, sería una señal, ¿no? Se rio, pero no fuimos a comprar lencería ni nada de nada porque no volví a verla. ¿No le apetecía un jugoso y sangrante lomo de ser humano con brillantes filos de grasa? ¿Se puede ser tan superficial? Claro que sí. Yo, en estas carnes de exportación, me doy el gusto de serlo: pienso en ella y la veo flaca, esquelética y enana, de piel translucida y pechos planos, no como los míos.
Tú también puedes ser así de superficial. No te hagas. Una vez me dijiste que las camisetas que tengo, todas, parecen fundas de basura. Que cuando camino lo que se muestra es una funda de basura con piernas que trata de camuflar lo llena que está. Luego me dijiste, “te abandonaste” y “te dejaste ir”. Nos acabamos la sangría, me pediste que pague la cuenta y saliste corriendo a una marcha cuya causa habías olvidado.

Para cuando te quedan dos pantalones, tres o cuatro camisetas, uno o dos suéteres, es demasiado tarde. El clóset está lleno de ropa que ya no usas porque no te entra. Ropa bacán, con onda, que te gusta, y que te niegas a echar a la basura porque, como repites todos lo días: hago dos semanas de dieta y ya está, me las vuelvo a poner. Pero la verdad es que hace por lo menos un año que sólo te pones las cuatro camisetas y los tres pantalones que te quedan y con eso enfrentas cualquier ambiente (formal o informal, da lo mismo): una fiesta, una reunión de negocios, una noche fuera de casa, una cena de siete tiempos, una boda maldita. Comodidad mata elegancia, digamos.
Estoy pensando seriamente en comprar una colección de batas como las que usan los budistas (se les dice kasayas), y andar por ahí feliz y tranquilo y sentarme en algún cojín para que la gente me toque la panza y pida un deseo y ojalá se le cumpla y su niño se cure pronto, señora.
También he pensado en la bata-de-abuela, floreada y con bolsillos en el frente: en un bolsillo puede ir la pipa, los fósforos, la weed; en el otro chocolates blancos y una botella personal de agua mineral ¿Te imaginas andar así por la vida, pariendo milagros desde un vientre que no se abre pero se expande y regala sombra y brisa a quienes se atreven a meterle el dedo en el ombligo?
Esta columna cubrirá esa batalla.
El sobrepeso feliz de Buda o la anorexia crucificada del Cristo
¿Qué me quedará mejor?
¿Qué se sentirá mejor?
Hoy, en casa, antes de meterme a la ducha y prepararme para el trabajo, me paré con ambos pies sobre la báscula. La aguja marcó 210 libras. Nunca había estado tan gordo. Nunca la necesidad de perder peso fue tan urgente como ahora. Lo haré a mi manera y publicaré este registro de forma quincenal por no sé cuántos meses.
Pero no será, mucho ojo, la crónica de una dieta ni mucho menos. Será, más bien, una forma de entender/explicar lo que fue ser gordo de verdad.
Ser gordo es peor que ser drogo. Al drogo se lo trata con discreción y hasta complicidad. Pero si subes de peso, no habrá nadie, nadie, que se pueda morder los labios antes de preguntar, ¿qué te pasó? Así, como si hubiera ocurrido un accidente seguido de una catástrofe a su vez concluida en una mutación. A eso, respondo siempre lo mismo: me lo comí todo, me lo tomé todo, fue un honor.