Gonzalo Calisto: la mente domina al cuerpo.

Por Francisco Febres Cordero.

A la redacción de Mundo Diners Gonzalo Calisto llegó vestido con una camiseta amarilla, pantalón negro de calentador y zapatos rojos de deporte, como si estuviera haciendo un paréntesis en sus cotidianos recorridos por la ciudad, al trote o en bicicleta. Las mangas dejaban al descubierto unos brazos musculosos bajo cuya piel resaltaban, nítidas, unas venas tan gruesas como un lápiz. Su cuello es ancho y tan macizo como un tomo de Los Miserables. Con sus 33 años de edad y su metro ochenta y dos de estatura, parecería que uno estuviera al frente de un Sylvester Stallone criollo, un Rocky Balboa construido con la argamasa más dura que puede salir de un laboratorio. Pero no, apenas se apoltrona en la silla para comenzar la charla, uno percibe un algo en mirada, un no sé qué de tristeza, un no sé qué de solidaridad, un no sé qué de ensimismamiento. De pronto, su mirada taladra, traspasa, es una mirada escrutadora, vivaz, inteligente.

Luce fresco, a pesar de que el día anterior participó en la carrera de aventura Non Stop Explorer, una competencia de veinticuatro horas sin parar, en equipos integrados por cuatro atletas. Fue una prueba para el selectivo nacional del campeonato mundial de aventura, que este año se realizará en el Ecuador: son carreras de 600 kilómetros sin parar, que duran seis días y en las que se duerme dos horas diarias.

A pesar de haber terminado sus estudios en Biotecnología, la pasión por el deporte extremo hizo de esa actividad el centro de su vida: por cinco veces ha sido el ganador del Huairasinchi; está invicto en las carreras de reto y, por cuatro años seguidos, ha sido campeón en las carreras de aventura; ha ganado las dos ultramaratones más importantes de Sudamérica, en Chile y en Argentina (en esta última rompió el récord de 22:40 y lo bajó en tres horas); ocupa el décimo puesto en el ranking mundial de carreras de aventura y el primero en Sudamérica; tiene el décimo puesto en el mundo en trail y primero en Sudamérica.

—¿Qué es, Gonzalo, esto del deporte de aventura?

—Lo que a mí me encanta es la sensación de exploración. Uno no sabe con qué se va a encontrar. Yo no lo tomo tanto como una competencia, aunque reconozco que me gusta ganar. Lo tomo como una vivencia de salir y completar la travesía.

—Pero el adiestramiento debe ser rigurosísimo, ¿no?

—Siempre me ha gustado el entrenamiento. De hecho, el entrenamiento llega a ser tu estilo de vida. Me gusta tener mucha versatilidad en el campo, saber cómo utilizar el equipo de montaña, cómo escalar rocas, navegar en un río.

—¿Llevas en la carrera una mochila con todos esos implementos?

—Llevamos mochilas que llegan a pesar diez kilos. Ahí está el material básico de supervivencia (sleeping back, saco vivac, manta térmica, botiquín de primeros auxilios, GPS, radio, carpa térmica, chompa y pantalón impermeables). Y a veces tenemos que cargar equipamiento adicional según lo que vayas a hacer: descenso por barrancos (contrapeladores, enrosque, tones, arneses). Todo este equipo es personal. Aparte, los organizadores de la carrera te llevan la bicicleta de montaña y el kayac. Además, tienes que llevar comida e hidratación.

—¿Cómo comenzaste en esto?

—Toda la vida me ha encantado moverme, estar afuera y disfrutar. De pequeño, con mi papá hacíamos paseos largos, de tres o cuatro días a caballo. Con mi tío Roque Calisto hacíamos la cabalgata a Piñán, desde Salinas de Ibarra. Todos los veranos salíamos con la luna de agosto, en una aventura de cuatro días en que teníamos que cruzar el páramo. Desde que tuve diez años me encantó eso de no saber qué viene al frente, aprender a improvisar conforme sobrevienen las situaciones en la montaña: el frío, la lluvia, buscar refugio, armar el campamento, prender una fogata. Creo que esa época despertó en mí el sentido de aventura, el gusto de estar en la naturaleza, en la mitad de la nada. En 2002 se puso de moda este deporte con un reality show de televisión que se llamaba Eco Challengy, que fue una de las carreras de aventura más duras que se han hecho en el planeta. Esa competencia la hicieron durante ocho años y la idea era poner a los equipos en el límite de la resistencia física y mental. Se realizó en diferentes lugares, en Fidji, en Tasmania, en Francia. En 2002 vi una de esas carreras y dije este es el deporte que quiero, aunque en esa época jugaba fútbol.

—¿Y estudiabas?

—Sí, Biotecnología, en la San Francisco. En 2003, entrando a la universidad, vi un letrero que decía “Huairasinchi, carrera de aventura”. Relacioné lo que había visto en la televisión con ese letrero y llamé a la organización. Me explicaron lo que era una carrera de aventura en que debía pedalear en bicicleta de montaña, orientarme con brújula y mapas, y había también que remar en totoras. Me inscribí. Formé un equipo con mi esposa Mónica.

—¿Te casaste muy joven?

—Sí. Corrimos esa primera vez, aunque no pudimos completar la prueba porque un integrante del equipo se lesionó. Pero nos propusimos prepararnos mejor y el siguiente año volvimos. Desde ahí no paré más. Me fascinó ese deporte de ultrarresistencia.

—¿Tu mujer te sigue acompañando en ese deporte?

—Corre conmigo en las carreras más cortas y somos tetracampeones nacionales en carreras de aventura. Esas carreras cortas duran hasta cinco horas y a esas las llamamos carreras de spring (ríe). Vamos con mapas, brújula, bicicleta de montaña y al trote. Son muy divertidas y ahí el factor fundamental es la adrenalina porque tienes que ir muy rápido. Cada decisión cuenta y por eso no puedes equivocarte.

—Las cortas duran “solo” cinco horas. ¿Y las largas?

—Ahí lo que cuenta es la concentración. Imagínate lo que es correr durante seis días por montañas, atravesar ríos, glaciares o las arenas del desierto.

—¿Cuántas personas forman el equipo?

—El reglamento internacional dice que el equipo tiene que ser mixto, integrado por cuatro personas.

—¿Es un deporte olímpico?

—No, y creo que nunca va a llegar a ser porque es muy difícil medir: cada carrera es diferente y es imposible hacer un reglamento estándar. Pero hay federaciones y campeonatos mundiales.

—¿Cómo te financias para participar?

—Tenemos algunas empresas que nos patrocinan. En 2008 me puse como meta competir en campeonatos mundiales y para eso formamos un equipo con Martín Sáenz y Santiago Miño, y desde ese año, no hemos conseguido una ecuatoriana que quiera lanzarse a un reto así; por eso, integran nuestro equipo mujeres de otros países, algo que está permitido por el reglamento.

—¿Cada vez hay más gente que hace este deporte?

—Desde 2004 estoy dando clases en la Universidad San Francisco y tengo bastantes alumnos que se están desarrollando y formando equipos.

—¿Forzar tanto al cuerpo, exigirle tanto, no crea también una especie de adicción?

—Yo soy un adicto total. Mucha gente me pregunta si lo que hago es saludable y yo creo que no: fuerzas el cuerpo al límite. Pero hay gente que consume sus órganos fumando, tomando alcohol o comiendo mal. Nosotros gastamos el cuerpo haciendo algo que nos encanta. Al final, es una búsqueda de la felicidad. Soñar. Retarse.

—¿Cómo te sostienes emocionalmente en una carrera de seis, de ocho días?

—Cuando vas en equipo, siempre tienes el apoyo de tus compañeros. Pero ahora estoy buscando las carreras de ultramaratón, que son individuales. Y ahí estoy viendo hasta qué límites físicos y mentales puedo llegar solo.

—¿La mente juega un papel fundamental?

—Es un deporte mental. Obviamente hay que tener un alto nivel físico, pero yo he visto gente que con poca preparación física ha llegado a la meta solo con voluntad. El año pasado estuve en la Patagonia, ahí participamos seis ecuatorianos y uno de ellos recién había empezado a correr, la carrera más larga que había hecho era de quince kilómetros. Nos conocimos allí. Hicimos una carrera de 160 kilómetros y yo, que soy un atleta entrenado, cubrí la distancia en 22:40. Él se demoró cuatro días, pero llegó.

—¿Cómo funciona la mente en esas circunstancias extremas?

—Busco mucho mi historial de vida, situaciones, vivencias que me motivan.

—¿Cómo cuáles?

—Cuando estoy muchas horas corriendo logro que mi cerebro se vaya a un punto, a un lugar. Un pensamiento recurrente que me motiva mucho es llamarle a mi papá, cuando era niño, para que saliera de su trabajo e irnos a entrenar. Me acuerdo del disfrute que él tenía de cortar su tarde de oficina, llegar a la casa y salir a correr conmigo diez kilómetros. Eso me encantaba porque, primero, era un tiempo que pasaba con mi papá: segundo, porque él era mi ídolo y con lo competitivo que era yo, mi sueño era ganarle. Mi recuerdo se centra en el día en que le pude ganar, a los diecisiete años. En el sprint final, le gané por cinco metros, pero le gané. Siempre que corro me acuerdo de eso y me alienta para no dejarme vencer.

—Entonces, ¿tu papá también es deportista?

—Me acuerdo de mi papá siempre haciendo deporte, no en competencia, pero siempre entrenando, saliendo a correr, jugando fútbol. Hasta ahora le gusta eso. Él me enseñó el valor del entrenamiento para cumplir una meta.

—¿Y tu mamá?

—Pienso mucho en ella, aunque no compartió el deporte. No sé hasta qué punto a ella le gustaba que yo fuera deportista. Cuando, en sus últimos años, mi mamá estuvo con cáncer, aprendió a valorar lo que yo hacía, el estilo de vida que había decidido llevar. En esos dos últimos años, aceptó la manera en que yo dirigía mi vida. Quizás ella hubiera preferido que yo fuera un empresario o un ejecutivo, pero yo nunca perseguí eso. Cuando ella estaba enferma yo le contaba lo que hacía y sentía cómo le transmitía esa energía porque le hablaba con pasión sobre los retos que me ponía.

—¿El divorcio de tus papás te afectó mucho?

—Creo que esa es de las cosas más dolorosas que tengo en la vida. Son heridas que están ahí, no se logran cicatrizar. Cuando se divorciaron yo tenía diez años. Son cosas que también me vienen a la mente cuando estoy corriendo. En las carreras tienes muchos momentos como de trance, puedes concentrarte en algo, nada te distrae, el tiempo se vuelve irrelevante.

—¿El cuerpo va por su lado?

—Es la mente la que ordena. Por eso solo en este tipo de carreras puedes llegar a un nivel de concentración que te permite analizarte o encontrar recuerdos. Otro pensamiento recurrente es el de mi mamá y su lucha contra la enfermedad, esa perseverancia y esa humildad con que ella enfrentó la muerte. Aprendí a ser más humilde, más agradecido con cada minuto que vives.

—¿Y tus hijos?

—Tengo dos biológicos y una que es como si lo fuera. Isabela tiene catorce años. Micaela doce y Matías siete. Son mi pasión. Les encanta moverse, hacer cosas, salir a correr, ir a las montañas.

—Tu primo Javier Vélez muró haciendo deporte. ¿Cómo te afectó eso?

—Es una lección, porque él murió escalando. Esa era su gran pasión. A pesar de que es doloroso no tenerle aquí, es tranquilizador saber que murió haciendo lo que más le gustaba. Estar en las montañas siempre tiene un riesgo y eso es lo que le da sazón a la vida. Cuando pienso en él sé que estaba disfrutando ese instante, ese momento en que se fue.

—¿Qué pasó luego del primer Huairasinchi?

—Busqué la forma de conseguirme una bicicleta propia, porque corrí con un equipo prestado. Aunque en esa época era futbolista, empecé a entrenar para correr, empecé a buscar, a cambiar mi forma de vida. Comencé a pensar en que tenía que vivir del y para el deporte. A pesar de que estaba terminando la carrera de Biotecnología, me di cuenta de que el deporte era mi verdadera vocación. Entonces, con mi esposa nos arriesgamos y pusimos un gimnasio. En esa época yo trabajaba en flores, hacía controles de calidad, logística de embarque, pero lo dejé todo y empecé a trabajar como entrenador personal. Cogí cursos de deporte. Vendimos un carro, sacamos un préstamo e invertimos en el gimnasio. Así empezamos y salimos adelante.

—¿Quién va al gimnasio?

—Gente de todo tipo. Algunos van solo por salud porque nosotros usamos un método que mezcla pilates y yoga; van también atletas de alto rendimiento que usan nuestro sistema. Por eso, cada clase tiene diferentes objetivos: para acondicionamiento, para flexibilidad, para coordinación, para desarrollo atlético. Y trabajo también como entrenador de deportes de aventura en la Universidad San Francisco. Tengo mucha satisfacción de ayudar a la gente, desde deportistas que se preparan para ganar un torneo hasta aquellos que llegan con lesiones y necesitan rehabilitación.

—¿Cómo es tu trabajo con los estudiantes de la San Francisco?

—Cuando llegan tienen una vida de mucha fiesta, de tentaciones, de alcohol. Pero cuando empiezan a hacer deporte cambian su estilo de vida, porque saben que tienen que madrugar para ir a la montaña. Si vas a entrenar, no puedes estar chuchaqui, entonces encuentras un estilo de vida más tranquilo y hay algunos que se vuelven locos, como yo, y se van poniendo retos cada vez más grandes.

—Volvamos a tu primera bicicleta.

—Vi que unos primos tenían por ahí botadas tres bicicletas y con esas piezas logré armar una, mala, que funcionaba con las justas. Después, con un crédito, Mónica y yo nos compramos bicicletas y nos pusimos a entrenar, armamos un equipo y en 2005 ganamos el Huairasinchi. Así seguimos. Mónica acaba de competir en el campeonato mundial de triatlón, en Hawai, y quedó en el puesto once en su categoría.

—¿Y tú?

—Este año fui a la carrera de ultramaratón más prestigioso del mundo, en Mont Blanc.

—¿Cómo fue eso?

—En 2010, cuando estaba en la casa enfermo, con una amigdalitis terrible, vi en la tele unas tomas aéreas de esa ultramaratón y dije: ¡tengo que ir a los Alpes! Vi que había una carreara que daba toda la vuelta al macizo del Mont Blanc, un reto durísimo. Había que clasificar y luego entrar en un sorteo. Para participar tienes que sumar puntos corriendo en tres ultramaratones durante un año, con lo cual compruebas que eres un atleta experimentado. Ese año aplicaron 10 000 corredores y había solo 2 400 cupos, por lo cual entras a un sorteo. Conseguí los puntos pero no salí sorteado. No me saqué la lotería. Casi se me cae el mundo. Entonces escribí a los organizadores diciéndoles que me parecía injusto que no me permitieran ir, cuando había ganado todas las carreras clasificatorias con un esfuerzo gigante. Me respondieron diciéndome que habían considerado mi caso, que me exoneraban del sorteo y me adjudicaban el cupo. Así llegué a Mont Blanc, una carrera de 160 kilómetros en montaña. Legué en el puesto dieciséis, primero entre los sudamericanos. Con eso, este año voy a hacer el campeonato mundial de trailing, una carrera de 80 kilómetros con seis mil metros de desnivel positivo.

—¿Qué es desnivel positivo?

—Son todas las subidas. Vas sumando todas las subidas del circuito y al final tienes el número global. Es un montón. Es como subirse seis veces seguidas al teleférico de Quito. Durísimo.

—¿Y pasas de una altura a otra?

—En Mont Blanc estuvimos con 9 700 metros de desnivel positivo y tuvimos temperaturas que fluctuaban entre los 35 grados y bajaban a menos cinco.

—¿Quién te socorre si te pasa algo?

—En tu equipo todos saben primeros auxilios; tienes una radio y un GPS para dar tu posición y pedir rescate. En las carreras de ultramaratón, tienes cada diez kilómetros un puesto de control y llevas teléfono celular y, en caso extremo, te dan asistencia en helicóptero.

—¿Cuál ha sido tu carrera más dura?

—La de Tasmania, en 2011, quizás porque no quería ir. Es a la única a la que he ido contra mi voluntad, porque mi mamá estaba súper enferma y quería quedarme con ella. Sentía que ella no iba a durar y de hecho fue así: murió cuando yo estaba en el tercer día de carrera. Creo que después ninguna competencia me ha puesto en ese límite emocional. De la muerte de mi mamá me enteré cuando llegué a la meta, al séptimo día de carrera. Siento que aún no estoy recuperado emocionalmente. A veces, cuando corro hay gente me ve llorando y creen que es porque ya no jalo o me duele algo. Lo que me duele es el corazón, solo el corazón.

—¿Qué te gusta hacer cuando no entrenas?

—Estar con mi familia me fascina, me encanta estar con mis hijos, salir con ellos, jugar. Ese es mi hobby. Por lo demás, no soy tan temático de la comida, del entrenamiento, trato de que mi vida sea lo más sana y hago lo que mi cuerpo y mi mente me piden. No quiero que el deporte sea algo tensionante, sino algo que me haga sentir bien.

—En un tipo de deporte como el que practicas, ¿a qué edad te retiras?

—Ahora en Francia estuve con deportistas que tienen 45 años y siguen compitiendo. Para este tipo de deporte es necesaria la madurez emocional. En Mont Blanc te dan 46 horas para completar la ruta y el último corredor llegó justo en la hora 46: era un señor de 70 años y verlo llegar a la meta me sacó lágrimas. Todo el pueblo lo recibió como a un héroe.

—¿Cómo has logrado ser un deportista de élite?

—Mi interés no está centrado solamente en ganar carreras. He buscado ganar las carreras un poco por tener acceso a los medios y poder obtener subsidios que me permitan seguir en esto. Pero la esencia de practicar este deporte está en la vivencia, en superar los miedos, darme tiempo para pensar. Siento que las carreras ya no ejercen sobre mí tanta fascinación y por eso este año voy a realizar un par de proyectos individuales que son también de ultrarresistencia en montañas, pero no son competitivos, son retos personales que, por ahora, mantengo en secreto.

—¿Te gusta ganar?

—Tengo mi ego y me gusta ser el mejor, pero lo apasionante es estar en la naturaleza, retarme a mí mismo. Con lo que gane en el deporte quiero conseguir un sueño que tuvo mi mamá: ayudar a la fundación de los niños con cáncer. Ella estaba involucrada en eso y su proyecto quedó inconcluso.

—De tanto que le exiges ¿el cuerpo no te ha protestado?

—Yo no tengo un cuerpo totalmente sano. Tengo dos operaciones de rodillas por un accidente en moto, no tengo los meniscos completos. El traumatólogo que me operó no se explica cómo puedo correr así. También tengo un poco de escoliosis en la espalda. Tengo una pierna un poco más corta que la otra. Pero todo se supera a punta de voluntad. Me luxé un hombro en Costa Rica, cuando me cogió una ola gigante. Me rompí una mano en una caída de bici…

—¿Cómo fue tu vida colegial?

—No me acuerdo que haya pasado un día sin hacer deporte. Comencé con el fútbol, luego atletismo, bicicrós, motocrós, escalada deportiva. Estudié hasta el primer curso en el Alemán y luego en el liceo del Valle. Era un alumno más o menos. La única etapa en que fui bueno fue cuando mi papá me pidió que le demostrara que era lo suficientemente responsable en los estudios, tan responsable como pudiera ser para manejar moto. Yo estaba en tercer curso y tenía un promedio de dieciséis o diecisiete. Cuando mi papá me dijo eso, saqué 19,87 de promedio. Le llevé a mi papá al colegio para que me viera en el cuadro de honor y con eso me dio la moto.

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