Góngora. Primer campeón mundial de boxeo ecuatoriano

Carlos Góngora.
Fotografía: Dominique Riofrío.

El sol era sofocante, pero Carlos Góngora sentía un chorrito de agua fría que corría por su espalda. Carlos, a sus seis años, estaba metido en una de esas piedras de lavar macizas, mientras su hermano mayor, Hugo, lo bañaba. Su hermano, un muchacho que casi nunca paraba en casa, ese sábado se dio el tiempo de enjabonarlo, sobarlo y secarlo. Quizá presentía algo.

A la mañana del día siguiente, una vecina llegó con la noticia. Su mamá gritó y se desplomó de espaldas en el piso. Hugo había sido asesinado a balazos, su cuerpo fue marcado a machetazos y su ojo extirpado. Desde aquel día, Elena Clarisa Mercado, mamá de Carlos, quería sacarlo del barrio Isla Piedad de la ciudad de Esmeraldas; que no se uniera a pandillas como Hugo; necesitaba alejarlo de su aflicción. A mediados de los años noventa comenzó una infancia itinerante en la que vivió con padrinos y hermanos. Vivió en Quito, San Lorenzo y El Coca vendiendo huesos de carne, poniendo gasolina, cuidando otros niños y recogiendo basura.

En 2001, cuando vivía en El Coca, sintió que era una carga en la casa de su hermano Gualberto. Al escuchar que en el Tena podía recibir comida y hospedaje por practicar boxeo, decidió viajar. A los doce años, se presentó al entrenador cubano Cirilo López, que sería su padre y lo llevaría a ser el primer ecuatoriano en alcanzar un campeonato mundial.

*

—Fíjese en Carlitos porque él es zurdo —dijo Miriam Polanco al profesor Cirilo.

Miriam era la cocinera del comedor de deportistas de la Federación Deportiva del Napo y estaba casada con Cirilo López. Ella había escuchado que los zurdos tienen ventajas para boxear, por lo que le hizo notar cómo el jovencito agarraba la cuchara. Hasta ese día Góngora se cuadraba como derecho, imitando a los demás. De niño lo corregían cuando escribía, le decían que los zurdos son cogeculos. Pero en el siguiente entrenamiento Cirilo López le pidió que se pusiera en guardia y le puso su puño izquierdo atrás. Con esa voz solemne y caribeña que tiene Cirilo, le indicó que los boxeadores zurdos golpean con mayor rapidez a los derechos y pueden atacar el hígado del rival con facilidad. Su defecto se hizo don.

Comía, entrenaba y descansaba en la Federación que se levantaba sobre un antiguo cementerio de Tena. El complejo deportivo tenía un coliseo, oficinas, un comedor y una cancha de fútbol. Bajo el graderío de la cancha improvisaron cuartuchos para los deportistas. Los fines de semana, chicos y chicas tomaban puro e invocaban a los espíritus enterrados. La bebida liberaba los deseos de esos cuerpos atléticos, pero Góngora no tomaba, se enfurecía si le exigían tomar. Solo le interesaba entrenar.

A las cinco de la mañana corría. Su referente era Patricio Calero, un boxeador del Napo que se destacó en los Juegos Olímpicos de Atenas y que entrenaba con él. Corría sin parar para alcanzarlo. “Quería ser el mejor, quería ser perfecto”, recuerda Carlos sentado en el comedor de la Federación. Con esa obstinación se convirtió en una roca de 1,85 metros de altura.

Ganó la medalla de bronce en los Juegos Panamericanos de 2007 y clasificó a las Olimpiadas de Beijing en 2008. Con diecinueve años llegó al quinto lugar en unas olimpiadas y los periódicos llenaron titulares con su nombre. Comenzó a recibir la mensualidad de deportista de élite. En siete años su carrera era un cohete que comenzaba a despegar, pero que explotaría en el aire.

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En Viernes Santo de 2009, Carlos Góngora puso sobre sus hombros una cruz de madera y comenzó el caminar por las calles de Tena. Soldados romanos lo azotaban con una liana seca, embadurnada de pintura roja. Los travesaños se hicieron más pesados cuando subía la cuesta que sigue al río Pano. La muchedumbre intentaba tocarlo. “Todo era muy serio. En la última estación del vía crucis murió y lo cargamos. Las mujeres que nos acompañaban lloraban. Era como Mel Gibson”, dice su hermano Jorge que hizo de soldado romano.

El sacerdote que lideraba el grupo católico al que iba Carlos, el padre Jorge, lo escogió para el vía crucis porque veía en él cierta aureola de bondad. Incluso le propuso ser cura. Góngora no aceptó, pero no escapó de la penitencia que le esperaba.

En un entrenamiento regular, en 2010, el profesor Cirilo le pidió a Góngora que abriera los brazos, cerrara los ojos y comenzara a dar vueltas en círculos sin parar. Debía fortalecer el equilibrio para cuando lo golpeara un rival. Cuando Góngora daba vueltas, algo se desconectó en su cerebro, cayó al piso y convulsionó. Al recuperarse, tuvo una revisión: los médicos dijeron que necesitaba un marcapasos, pero el Comité Olímpico lo envió a La Habana.

En el hospital cubano amarraron sus pies, manos y cabeza a una camilla que giraba. La camilla dio vueltas de arriba hacia abajo durante 45 minutos. Buscaban que se desmayara, dice el profesor Cirilo, que estuvo presente. Los médicos prohibieron que Carlos Góngora hiciera ejercicios que afectasen el equilibrio, pero dijeron que podía boxear.

En los Juegos Olímpicos de Londres, en 2012, tuvo un resultado discreto. Al año siguiente, la Federación Ecuatoriana de Boxeo se dividió por la disputa de recursos financieros estatales y se crearon dos dirigencias. Cirilo López fue identificado como simpatizante de una de las organizaciones en disputa, por lo que él y Góngora fueron impedidos de participar en competencias. En 2015 abandonó el boxeo olímpico y se volvió profesional. Ahora dependía de los empresarios que organizaban peleas ocasionalmente, pero no tenía salario.

Cuando Carlos Góngora tenía veintiocho años era un desempleado. Los primeros dos años de boxeo profesional tuvo peleas semestrales insignificantes en Estados Unidos. No podía cubrir los gastos que tenía con su pareja, Karina Mamarandi. Estaba a punto de buscar cualquier trabajo, pero el profesor Cirilo López lo instó a seguir entrenando en Tena. Miriam Polanco le mandaba las tres comidas en tarrinas desde el comedor de la Federación.

En 2018 viajó a Estados Unidos para ingresar a una máquina para explotar boxeadores. Se mudó a las afueras de Boston a una casa con una decena de boxeadores pobres, compartían un baño pestilente y una cocina en la que le robaban la comida que compraba. Los primeros meses el perro hizo espacio a Góngora en el sofá. Según Góngora, el dueño de la casa, Héctor Bermúdez, es un puertorriqueño gordo que debía entrenarlo, pero en el gimnasio se pasaba sentando mirando su celular. Cuando comenzó a tener un par de peleas cada dólar que ganaba se iba en pagar la deuda que tenía con él.

Para 2019 sus triunfos iban sumándose en un brillante y silencioso registro de diecisiete victorias, trece de ellas por nocaut. Pero para entonces Karina, su pareja, decidió acabar con la relación de cinco años. Cuando llegó la pandemia, en marzo de 2020, se quedó atrapado en Estados Unidos. Solo, aumentando su deuda, sin peleas, hundiéndose en el sofá. Hasta que llegó diciembre.

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En la Federación Deportiva del Napo, frente al televisor, el profesor Cirilo López se agarró la cabeza y unos treinta deportistas lanzaron un gemido de dolor. El 18 de diciembre de 2020, sentados en sillas de plástico veían cómo el boxeador Ali Akhmedov daba un golpe lleno en la cabeza a Góngora en el segundo asalto. El ecuatoriano se tambaleaba y estaba a punto de arrodillarse derrotado. Akhmedov continuó el ataque. El periodista mexicano gritaba: “Parece piñata, va a caer Góngora”.

Carlos Góngora junto a su entrenador Cirilo López, en un gimnasio de boxeo en Tena.

Era una pelea por el título mundial de la categoría supermediano de la International Boxing Organization, la oportunidad que Góngora había soñado se le estaba escapando. El combate fue organizado repentinamente. Los promotores de Ali Akhmedov querían un púgil para que su boxeador alcanzara el título vacante (el antiguo campeón se había retirado). Al ver el llamativo registro de victorias de Góngora, lo llamaron a combatir, pero las apuestas eran ocho a uno a favor de Akhmedov. Góngora sería un tonto útil para que el kazako se adueñara del título mundial. Fue irrelevante que a Góngora le notificaran solo con quince días de anticipación que pelearía y que debía bajar veintidós libras. Iba a perder. Al acabarse el segundo round se cumplía el guion. Los comentaristas acabaron el asalto diciendo: “De milagro sigue de pie el del Ecuador”.

La virtud de Góngora es que su mente controla su cerebro, como describe la fenomenología. Los golpes de Akhmedov comprometieron funciones neuronales como su visión y el equilibrio, pero la mente de Góngora seguía funcionando y le ordenaba a su cuerpo una estrategia. Su voz interior le decía que debía defenderse con los puños arriba y dejar correr el tiempo hasta recuperar sus facultades cerebrales.

Carlos Góngora venció al kazajo Ali Akhmedov y se proclamó como nuevo campeón mundial súpermediano de la Organización Internacional de Boxeo (IBO). El esmeraldeño se convirtió en el primer boxeador del Ecuador en conseguir un título mundial de boxeo.

Para el sexto round Akhmedov había lanzado 254 golpes. Góngora se mantenía con la fuerza mental del sobreviviente, pero Akhmedov comenzaba a agotarse. El puño izquierdo de Góngora salió desde la altura de su cintura, se elevó verticalmente e impactó en el pómulo derecho de Akhmedov, que botó su cabeza hacia atrás. En el séptimo asalto, explica Góngora, su cerebro estaba de vuelta en la pelea. El combate no dejó de ser reñido, pero Góngora acertaba golpes que abrían cada vez más el pómulo. La pelea se acababa, los jueces serían favorables a Akhmedov porque tuvo un buen inicio y sus promotores organizaron la pelea. En la esquina el ecuatoriano recordó las palabras del profesor Cirilo: “No debes dejar que se acabe la pelea”.

El último asalto fue un infierno para Akhmedov. A los 55 segundos recibió un gancho en la quijada, cayó al piso y al levantarse comenzó a menearse. Se sostuvo de las cuerdas para simular equilibrio. Su voluntad sostenía un cuerpo roto. Hasta que Góngora volvió a partirle la quijada con un gancho, y lo botó al piso para siempre. Carlos saltaba con los brazos abiertos, con una sonrisa infantil, era el primer ecuatoriano en ganar un título mundial de boxeo. Tres médicos supervisaban los signos vitales de Akhmedov, que seguía sin poder levantarse, con el rostro ensangrentado.

En Tena, frente al televisor, los deportistas se abrazaban. Miriam Polanco le preguntaba al profesor Cirilo qué le pasaba. Me duele el pecho, dijo Cirilo, al sentir la taquicardia. Fueron a caminar para que se aquietara el corazón. Al rato, todos salieron en una caravana de autos por la ciudad gritando a los transeúntes: “¡Góngora: campeón mundial!”.

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En 2021 Góngora tuvo dos peleas. En mayo el estadounidense Christopher Pearson lo desafió, Góngora lo noqueó sin apuros en ocho rounds. El 18 de diciembre de 2021 Góngora perdió el título mundial contra el británico Lerrone Richards en una pelea aburrida. Ninguno se hizo mayor daño, pero para los jueces su rival dio más golpes certeros.

Hablando por teléfono, le expresé mi preocupación. Era una seria derrota. Perdió su título, pero también su invicto de diecinueve peleas que cautivaba al mundo del box. Su registro de victorias era un segundo título, su reputación perfecta se manchó, le dije.

Góngora aquietó el dramatismo. Tiene varias peleas planificadas, una de ellas es por un título mundial de la World Boxing Organization. Un título de mucho mayor prestigio que el anterior. Tras la derrota, las próximas peleas son definitivas, pero “en la calma está la claridad”, sentenció.

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