
Lleva alrededor de dos décadas trabajando para visibilizar la violencia de género. En diciembre de 2022 fue reconocida como una de las cien mujeres más influyentes del mundo, en una lista que armó la cadena británica BBC.
El jefe de la Fuerza Aérea Ecuatoriana había sido detenido. Ocurrió después de que el Gobierno sofocara su intento de rebelión en una base militar. Era marzo de 1986. El Frente Unido de Trabajadores apoyaba al rebelde, y sus líderes organizaron una marcha para respaldarlo y protestar contra un Gobierno envuelto en denuncias por corrupción y atropellos a los derechos humanos. Y ahí, en aquella caminata simbólica, estaba ella acompañando a su padre. Tenía diez años.
El padre, Edmundo Guerra Vivero, inmerso en las luchas por las reivindicaciones sociales, era un sindicalista del sector público, un divulgador de ideas que unos años antes, junto con otros amigos de izquierda, había fundado en Quito la corporación y editorial El Conejo. Ella, que nació en 1975 durante la dictadura militar, había crecido escuchando cuestionamientos hacia el poder, en un país que retornó a la democracia en 1979 y donde más de la mitad de la población vivía bajo la línea de pobreza.
El oscuro patriarcado
“Eran semillitas”, dice Geraldina Guerra Garcés, ahora de 47 años, al referirse a esa experiencia frente al activismo social que heredó y aprendió de su padre.
El entorno que la rodeaba le permitió tener referencias sobre los asuntos sociales. Sin embargo, había un rasgo oscuro de la sociedad ecuatoriana que aquella niña desconocía: el patriarcado. Esa forma tradicional de organización social que “le confiere más importancia a los hombres o a lo que se considera masculino, que a las mujeres o a lo que se considera femenino”, según la definición de una guía de ONU Mujeres.
Sobre ese tipo de violencia, sobre lo naturalizada y enraizada que se encontraba en la sociedad y en las instituciones públicas de su país, así como sobre los alcances mortales que tenía, tomó conciencia plena al graduarse de la universidad y recorrer Latinoamérica. Fue entonces cuando Geraldina salió de esa especie de burbuja en la que había vivido.
No tenía forma de enterarse de cosas de las que no se hablaban en público. Sobre todo, porque las mujeres y los hombres de su familia tenían instintos feministas. Lo expresaban en los actos de la cotidianidad familiar. “Yo crecí en un hogar donde mis tíos y mi papá cocinaban. Todos los domingos había almuerzos y mi abuela no cocinaba, ella era supermatriarca (…). Fui una niña, una adolescente cuidada, con abuelas materna y paterna poderosas, valientes e independientes (…). Mi mundo era un mundo privilegiado”, reconoce.
Así recuerda su infancia Geraldina, quien ahora preside la Asociación Latinoamericana para el Desarrollo Alternativo (Aldea).
Cuando fue reconocida como una de las cien mujeres más influyentes del mundo, en 2022, estaba reunida con sus colegas de centros de acogida de achuar, en Puyo. Su entusiasmo se debía a que se reconoció un trabajo colectivo. “Esto es para ustedes, las que acompañan a mujeres víctimas de violencia en distintos territorios”, les dijo a sus compañeras de batalla.
Gestionar el caos
Hace casi dos décadas Geraldina Guerra es activista por los derechos humanos de las mujeres. También está a cargo de la Red Nacional de Casas de Acogida para Mujeres que viven en violencia y para sus hijos, que funciona en diecisiete provincias del país.
Sostener estos espacios es como estar siempre al filo del abismo. El Estado cubre entre el 40 y el 50 % del presupuesto, que se usa para pagar al personal, psicólogas y coordinadoras, y la alimentación de las personas acogidas. El resto de los fondos proviene de las organizaciones sociales que trabajan en esta causa, de la solidaridad de otras mujeres, de esa hermandad. En algunos casos los municipios proporcionan las instalaciones.
El vértigo económico y la falta de estabilidad a la que el Estado somete a estos espacios cada tanto se vivió de manera especial durante la cuarentena por la pandemia de la covid-19, entre marzo y junio de 2020. Geraldina recuerda que las casas de acogida y los centros de atención para estas víctimas, por razones obvias, no podían cerrar las puertas en esa época. “¡¿Cómo se iban a cerrar?!”, pregunta en un gesto que mezcla angustia e indignación.
—¡Imagínate, en Guayaquil! Yo me acuerdo de las compañeras que en abril lloraban en el teléfono durante las reuniones que empezamos a hacer telemáticamente. Nos estamos turnando tres días, tres días, pero tenemos que atravesar la ciudad, decían. Y hablamos de Guayaquil en ese abril y mayo de 2020, ¡con todo lo que era!
En esa época, en plena pandemia, ciertas zonas de Guayaquil eran un escenario de muertos en calles, veredas y pasillos de hospitales. Faltaban personal y recursos para recoger los cuerpos de quienes morían.
—¿Qué hiciste en medio de esa situación, desde Quito?
—Traté de contener; hacía reuniones periódicas y logramos apoyo de la cooperación internacional. El Estado no respondió rápido y fueron instituciones, como la GIZ de la cooperación alemana, las que respondieron.
En esos momentos las dificultades vinieron de varios frentes. El personal de las casas de acogida necesitaba resolver el tema de la bioseguridad porque, al recibir fondos estatales debían cumplir normas de sanitización para evitar que los cerraran. No había amonio cuaternario que exigía el Gobierno, no había mascarillas. Además, se necesitaban espacios de aislamiento para recibir a las víctimas que llegaban a refugiarse. Todo esto ocurría en un momento en el que los casos de violencia se incrementaron por el confinamiento. Había obstáculos a la hora de poner denuncias: las fiscalías estaban cerradas, todo era telemático.

Lucha en Aldea
A partir de 2014 el femicidio se tipificó como delito en el Ecuador. A raíz de este hecho, el Estado estaba llamado a investigar, sancionar, registrar y contabilizar este delito. Pero las cifras oficiales no coincidían con las de organizaciones como la Comisión Ecuménica de los Derechos Humanos y Aldea.
“Vimos que había muchos más casos de muertes violentas de mujeres de los que reportaba el Estado. Entonces, una de las geógrafas que integran el equipo de Aldea, donde hacemos cartografía social, propuso hacer mapas de los femicidios. Quizá eso ayude a que se vea qué está pasando con esta problemática, pensamos”.
Como consecuencia del trabajo de Aldea, en 2017 empezó a aparecer en los medios de comunicación y en otros espacios la imagen del territorio ecuatoriano, dividido en sus veinticuatro provincias, trazado en líneas color violeta, con números que revelaban este tipo de crímenes. Hoy es una base de datos con unas setenta variables que incluyen el oficio de la víctima, el estado civil, el grupo étnico al que pertenece y si tiene discapacidad. También hay registros sobre el victimario y el tipo de armas que usó, o si la víctima ya contaba con boleta de auxilio.
El registro de las cifras de estos crímenes busca dotar a las instancias gubernamentales de información que les ayude a aplicar políticas integrales para enfrentar el femicidio. Por eso, Geraldina no puede evitar indignarse ante la respuesta que muchas veces reciben de un Estado que, pese a haber creado un Ministerio de la Mujer, “resta presupuesto a las casas de acogida”.
En la presentación del libro El femicidio en el Ecuador: un estudio interdisciplinario, donde participó el mismo día de esta entrevista, Geraldina levantó aún más la voz. Renegó de que, desde el Gobierno, llevan “doce años utilizando un discurso vacío, mentiroso, manipulador y perverso”. E hizo una advertencia: “No, no les vamos a dar la comodidad del silencio”.
Más sobre Geraldina
Es madre de tres: Martín de veintiún años, Candela de dieciséis y Ulises de catorce. Vive en Mindo desde hace siete años, cuando optó por un espacio rural como una medida de autocuidado: ablandar la pesadez de las historias que trata a diario con la frescura del bosque.
Estudió Comunicación Social, formó parte de un grupo de organizaciones sociales que trabajaba con mujeres en situación de vulnerabilidad. Luego formó parte de la Corporación Mujer a Mujer, trabajó con víctimas de violencia y con equipos encargados de acompañamiento psicológico y social.
Durante la última década ha trabajado con la Red Nacional de Casas de Acogida para mujeres que han sufrido violencia.