Era, y todo así lo indicaba, una broma macabra, de pésimo gusto, que algún imbécil había tramado pensando en quién sabe qué. Mentes retorcidas nunca faltan. Lo cierto es que el 26 de junio de 1987, un día frío y lluvioso de invierno, tres dirigentes peronistas recibieron, por separado, una carta escrita a máquina, firmada por un tal “Dr. Hermes Iai”, a quien ninguno de los tres conocía, asegurando tener en su poder el sable, la gorra militar y las dos manos del general Juan Domingo Perón, quien había muerto trece años antes, en julio de 1974. Una mofa siniestra, sin duda.
(Perón había gobernado la Argentina de junio de 1946 a septiembre de 1955 y de octubre de 1973 a julio de 1974, pero sobre todo había marcado a fuego la política de su país, con un estilo populista y asistencialista en el que tuvo el apoyo decisivo de su segunda mujer, Eva Duarte, a quien idolatraban las multitudes. En junio de 1987, los restos del general estaban en el cementerio de la Chacarita, en el subsuelo de la bóveda familiar, dentro de un féretro protegido por un vidrio blindado y asegurado por cuatro cerraduras de triple combinación, por lo que se requerían doce llaves para abrirlo.)
La carta, sin embargo, incluía algo inquietante: en el sobre dirigido a Vicente Leónidas Saadi estaba la parte superior de un poema en honor a Perón escrito por su tercera mujer, Isabel Martínez, que había sido depositado en su ataúd, mientras que en el sobre dirigido a Saúl Ubaldini estaba la parte inferior del poema. Muy extraño. Pero Saadi y Ubaldini —al igual que el tercer destinatario de la carta, Carlos Grosso— no hicieron nada porque pensaron que, en efecto, era nada más que una broma macabra. Pero tres días más tarde, el 29 de junio, un empleado del cementerio notó algo raro.
Avisada la familia y efectuada la denuncia, la fiscalía inspeccionó la bóveda y comprobó que el cadáver de Perón había sido profanado. El sable había sido sustraído, pero no la gorra. Y las manos sí habían sido cortadas. De inmediato se supo, además, que los profanadores exigían ocho millones de dólares “por una deuda pendiente”: algo así como un pacto mafioso incumplido. La contraseña para el pago serían dos banderas argentinas que debían ser izadas en la sede del partido peronista. Pero del “Dr. Hermes Iai” nunca más se supo. Si alguna vez existió simplemente se desvaneció.
Comenzó entonces una búsqueda frenética. Las investigaciones, que duraron varios años, siguieron tres pistas principales. La primera apuntaba hacia Licio Gelli, el jefe de la P2, la logia italiana Propaganda Dos, que había colaborado política y económicamente para el regreso de Perón a la Argentina en 1972, al cabo de un exilio de diecisiete años. Según el libro Yo, Perón, Gelli pidió a cambio una representación comercial que el general rechazó diciendo que nunca pagaría un favor personal con los intereses de la nación y que “me cortaría las manos antes de hacerlo…”.
La segunda pista partía de la leyenda, muy difundida en aquellos años, de que Perón tenía en Suiza una fortuna inmensa (tal vez proveniente del tesoro que jerarcas nazis habrían sacado de Alemania en las semanas finales de la Segunda Guerra Mundial), cuyo número de cuenta estaba grabado en un anillo con que el general fue sepultado. Y la tercera pista era política: eran sectores radicales, acaso vinculados con los servicios de inteligencia militar (porque los profanadores tenían las llaves del mausoleo y del féretro), dispuestos a intentar un golpe en un momento en que la democracia se tambaleaba.
Las tres posibilidades tenían sus fortalezas y las tres fueron analizadas y, al final, descartadas. Ninguna pista condujo a alguna parte. Los autores intelectuales jamás fueron identificados. Lo que sí ocurrió, para que todo el asunto fuera aún más siniestro, es que varias personas vinculadas con el caso (el empleado del cementerio que descubrió la profanación, el juez de la causa, el jefe de la policía federal…) murieron en muy extrañas circunstancias. Y los documentos del proceso fueron robados. Los sucesivos gobiernos peronistas se desentendieron del tema. Las manos del general nunca fueron encontradas.