Siete vidas y más

Madame Chloé temía el año nuevo porque lo sentía sobrecargado de presagios. Aquel primero de enero despertó con una tormenta de nieve golpeteando el techo y la ventana de su vasto dormitorio. Un tanto fastidiada, resbaló de la cama a su silla de ruedas y se encaminó hacia la ventana. Por poco pega un grito al ver que, en el alféizar exterior, un tumulto de gatos vagabundos raspaba con sus lanudas patas la ventana. Entre ellos, había un gato enorme que se frotaba el lomo contra el cristal y lo manchaba de sangre, como un toro rejoneado embistiendo contra el burladero.

Ilustración: Miguel Andrade

Más que indignada, nerviosa, se acercó a la chimenea, tomó un atizador entre sus dedos temblorosos y con él hizo el inútil gesto de espantarlos. Los gatos, indiferentes, continuaron golpeteando la ventana entre maullidos que ella no escuchaba pero veía. De pronto, como por arte de magia o por el empeño gatuno y la tormenta, se abrió violentamente la ventana. Tal fue la sorpresa, incluso para los gatos, que, en lugar de precipitarse hacia la alcoba, permanecieron inmóviles durante unos segundos, procesando aquel milagro.

¡Philipe!, gritó una, dos, tres veces la madame, con su minúscula voz. Cómo podría escucharla si desde su taller se expandía por toda la casona la perenne “Revelge”, aquella balada fúnebre de Mahler. Dubitando entre ir en su busca o confrontar sola aquella pesadilla, vio, estupefacta, el alud de gatos, como pelotas de algodón, cayendo en su aposento. Espantada e impotente, con la absurda intención de ponerse de pie, volcó la silla aparatosamente, desparramando sus huesos sobre la alfombra. ¡Philipe!, siguió gritando enloquecida, mientras intentaba, ilusamente, erguirse, levantarse.

Extenuada, adolorida menos de los huesos que del alma y con el rostro pegado a la alfombra, contempló como una remota pesadilla a los felinos solemnes y sucios, afilando sus garras en los muebles de terciopelo, encaramándose en las consolas y volteando jarrones, lámparas, portarretratos. Qué diría mi padre, se dijo, viendo en añicos su venerada efigie de jade. El resto de gatos, sobre la vasta cama, se esponjaba, ronroneaba, desovillaba sus cuerpos, se lamía, como si no fuese el hambre y el frío lo que los había llevado al aposento, sino su tersura, su fragancia, su hospitalidad.

Un atigrado gato se detuvo ante el cuerpo desecho, como ante una estatua rota aún viva. Se acercó a ella vaiveneando la cabeza, atraído por la luminosidad de sus aterrados y disímiles ojos azules. Después de observarlos minuciosamente, una de sus patas, a la manera de un boxeador, circunvoló con suma lentitud el viejo rostro. De súbito, como un rayo, una de sus zarpas se hendió en la cuenca izquierda, de la que rodó hacia el piso una canica ensangrentada. Varios gatos la manotearon jugueteando con ella, hasta que se la tragó el enorme gato herido. La anciana, agónica y temblorosa, escuchando como el murmullo de un río la balada de Mahler, seguía balbuceando, ya sin voz, el nombre de su difunto marido.

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