
En Galápagos no es difícil entender la economía, todos saben que se mide por vuelos, por el número que llega desde Quito y Guayaquil. Lo saben hoteleros, dueños de restaurantes y proveedores; en las embarcaciones, agencias de turismo, guías e instructores, pescadores y agricultores; en tiendas de artesanías y joyerías, de víveres y en lavanderías; en bares, discotecas, cafeterías y heladerías… Lo saben también los taxistas. El primer taxista con el que me topo en la isla se lo cuenta a otros taxistas: “Hoy llegaron cinco vuelos”.
Hacemos números: en cada vuelo llegan alrededor de 150 personas, que toman taxis y se hospedan en hoteles y compran y comen y pagan tours a otras islas y contratan guías y se llevan algún recuerdo o artesanía y bailan, cenan o salen a tomar algo en la noche… y, más claro, activan la economía. Antes del virus llegaba un promedio de veinticinco mil turistas cada mes, unos 270 mil viajeros por año, según datos de la Cámara de Turismo de Galápagos. O nueve y hasta diez vuelos diarios, según estimaciones de los locales. En marzo de 2020 se cerró también el Parque Nacional Galápagos, por el virus, y esos números se convirtieron en cero. No hay un dato oficial actualizado, pero el director de la Cámara de Turismo, Andrés Ordóñez, y el exgobernador de la provincia, Norman Wray, consideran que las islas dependen económicamente hasta 80 u 85 % del turismo. Aunque puede ser más.
Cuando se pararon las chimeneas
La historia tiene sus matices según quien la cuente, pero básicamente es la misma. En las cuatro islas habitadas del archipiélago viven unas treinta mil personas, que estuvieron literalmente aisladas del continente, confinadas, con los aeropuertos cerrados, sin turistas y con la economía paralizada durante el estado de emergencia que empezó el 16 de marzo de 2020. Galápagos se abrió de nuevo al turismo el 13 de julio, ¿qué pasó durante esos casi cuatro meses? ¿Cómo vivieron los peores meses de la pandemia sin su principal ingreso económico?
Andrés Ordóñez recuerda que no había una persona en las calles, en los muelles, y que nunca se había visto la avenida Charles Darwin (la más comercial de Santa Cruz) totalmente vacía. María Eulalia de Balfour, dueña de Lavagal, una lavandería que trabaja con hoteles y embarcaciones de turismo, cuenta que la mayoría de negocios —prácticamente todos dependen de una u otra forma del turismo— tuvo que cerrar y despedir empleados. Y a quien se le pregunte dará más o menos la misma respuesta: los que pudieron vivieron de sus ahorros y se dedicaron a esperar que las cosas mejoren, otros vivieron de la solidaridad.
“Cuando las chimeneas del turismo se pararon —recuerda Alberto Andrade— nos fuimos a las casas sin saber qué iba a pasar”. Pero hubo grupos que se organizaron. Alberto es coordinador del Frente Insular de la Reserva Marina de Galápagos, un colectivo ciudadano creado en 2017, cuando se capturó a un carguero chino con más de 6600 tiburones. Después de apoyar ese proceso hicieron limpiezas costeras y, en 2020, cuando la pandemia puso en números rojos la economía, trabajaron en huertos orgánicos para que “el que quiera comer que venga y siembre”. A ese proyecto lo llamaron Huertos Hope y provocó lo que Alberto llama efecto derrame.

—Fue tanta la aceptación en el colectivo —unas doscientas personas, calcula—, que empezamos a cultivar más para compartir. Había gente que tenía tierras, otros vehículos, fue increíble ver a pescadores y agricultores trabajando juntos. Un grupo del sector turístico aportó con productos de primera necesidad (arroz, aceite, enlatados…) y otros con dinero que servía para combustible, movilización y esas cosas. Con todo eso hicimos 7220 canastas (cotizadas en unos 45 dólares cada una) que entregamos gratuitamente. Ese es el efecto derrame que te digo: cada voluntario al final tenía la satisfacción de tener el producto para él y de entregarlo personalmente al que necesitaba.
—Ese tipo de ayudas fueron comunes —continúa Gustavo Jaya, un taxista que vive desde 1999 en Galápagos—. La cooperativa (para la que él trabaja), el municipio, la Cruz Roja y otras instituciones (que contribuyeron con dinero, logística…) —sigue— se encargaron de repartir canastas a toda la población, para que ninguna persona pase hambre.

—Los pescadores salían menos al mar, porque casi no había quien compre lo que traían —recuerda Maritza Suárez, en el muelle de la avenida principal donde vende la pesca de su hijo y su nuera—, pero hicimos campañas y el pescado que teníamos lo troceábamos, lo metíamos en fundas e íbamos en carros, gritando, pescado, pescado… y lo regalábamos. Ahora, cuando se necesita, lo cambiamos. Yo les doy algo de pescado a las bodegas y a algunas amistades y ellos me dan, por decirle, arroz, verduras, legumbres y otras cosas que necesitamos.
Además, se crearon grupos de WhatsApp, me muestra en su teléfono Jaya, “de diferentes sectores o barrios y de esa manera uno se entera, hasta ahora, de lo que tienen y lo que se puede intercambiar”. Con los hoteles y barcos sin huéspedes, las familias con fincas en las partes altas de Santa Cruz, como la del guía Dennis Ballesteros, tampoco tenían a quién vender su producción y, “en lugar de dejar que se dañara, empezaron a regalar alimentos, carnes, y, para no perder tanto, algunos se dedicaron a deshidratar o a hacer, por ejemplo, mermeladas”. Y así, cada uno, recuerdan las personas con las que hablo en Santa Cruz, ayudaba con lo que podía.
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El titular de la Cámara de Turismo agrega que, mientras el Parque Nacional Galápagos —o sea, toda la provincia— estuvo cerrado, trabajaron en protocolos de bioseguridad y que, un mes antes del confinamiento, los representantes de ese sector se reunieron con las autoridades locales para ver cómo se preparaban para enfrentar el virus, “sobre todo considerando que el sistema de salud en Galápagos no es bueno”. Sobre eso, el exgobernador Norman Wray reconoce que, por ese entonces, en la provincia no había unidades de cuidados intensivos.
Después de esas reuniones, continúa Ordóñez, lo primero fue montar un centro de aislamiento, con camas, respiradores y equipo médico. Solo en 2020, revisa cifras en una laptop, el sector turístico hizo, “en total, una donación de cerca de 740 mil dólares para insumos médicos”. Resalta que en la ciudadanía hubo un contingente de voluntarios para ayudar con la logística de la vacunación y que, ya en lo que compete al sector turístico —de nuevo—, fueron empresas grandes, como Metropolitan Touring y Celebrity, las que más contribuyeron. “Fue una inversión solidaria —dice en su oficina—, conscientes de que mientras más rápido se reactivaran las actividades más rápido podíamos volver a operar”.
Resiliencia y reactivación
Galápagos fue una de las provincias en que mejor se gestionó el plan de vacunación, se sabe. Y entonces llegó, después de más de cien días, y a cuentagotas, el turismo. En julio de 2020, según datos de la cámara, Galápagos recibió 38 turistas. Los primeros vuelos eran sobre todo para residentes que se quedaron afuera en el estado de emergencia, como Joffre Rogel, un galapagueño que pasó el confinamiento con su familia en Riobamba.

El turismo por tierra, o sea, hoteles, restaurantes, tiendas y demás, fue lo primero en reactivarse, según información de la cámara. Los barcos de turismo, aunque sin turismo, están obligados a mantener una tripulación mínima por temas de mantenimiento, maniobras, flotabilidad, explica el gerente del barco de expedición Isabela II, Francisco Uzcátegui, “a quienes no se deja de pagar sueldos, además del seguro de los barcos”, y fue el segmento al que más le costó reactivarse, pues quienes tienen para pagar ese servicio son, en buen número, extranjeros. Francisco recuerda que la primera embarcación en volver a navegar con turistas fue La Pinta. El guía Dennis Ballesteros estuvo a bordo cuando llegaron a San Cristóbal.
—La gente se enteró del itinerario y nos esperaron en el muelle, bailaron, nos agradecieron a nosotros y al grupo de huéspedes. Imagínate cómo estaban de golpeados ellos (sin turismo), que son una población más pequeña (la segunda isla en cuanto a número de habitantes). A mí me conmovió muchísimo el corazón.
En septiembre de 2021 Galápagos recibió casi catorce mil turistas, según registros de la cámara, es decir, algo más de la mitad de los que llegaban en sus mejores tiempos. A diferencia de otros años, en la pandemia la mayoría de visitantes han sido nacionales, “un segmento sin el que no hubiésemos tenido reactivación”, reconoce Ordóñez, aunque tampoco niega —es vox populi en Galápagos— que antes del virus había sectores que renegaban de ese turismo para el que ahora ofrecen descuentos y promociones.
La reactivación, sin embargo, no ha sido igual para todos. En el Muelle de los Pescadores, Maritza Suárez dice que, además de que sus ventas de pescado no llegan ni a la cuarta parte de lo que acostumbraba, le perjudica el precio de la gasolina no subsidiada que usan los motores de las lanchas pesqueras. En el Mercado Municipal, Marianita Sánchez explica que varios productores y gente del sector turístico —sin turismo— abrieron tiendas de víveres, y eso ha afectado su negocio: un puesto de verduras. Y en las agencias y negocios de la avenida Charles Darwin se quejan de que los turistas que llegan a los cruceros —y, claro, tienen más poder adquisitivo— ya no pisan la ciudad: “les llevan directo del avión al barco, entonces, ¿de qué reactivación hablamos?”, se indigna una artesana.

En su oficina Ordóñez me había indicado que aquello se debe a protocolos de las agencias internacionales, en los que se pide minimizar el contacto local y no a disposiciones del gremio. De lo que no hay duda es que la crisis puso en evidencia la excesiva dependencia turística de la economía de Galápagos o, mejor dicho, la vulnerabilidad del archipiélago que es Patrimonio de la Humanidad, Reserva de la Biósfera, Reserva Marina, entre otros reconocimientos, y de sus habitantes, por lo que “es necesario anticiparse a futuras crisis como, por ejemplo, el cambio climático —dice el exgobernador Norman Wray— y desarrollar una visión a futuro”.
En una investigación liderada por la Universidad de Edimburgo, titulada “Herramientas y perspectivas para la sostenibilidad, innovación y resiliencia en Galápagos”, se identificaron problemas estructurales como el hacinamiento en varias zonas de Santa Cruz —la isla más poblada—, y la mala calidad de los servicios locales, entre ellos, salud —“no había unidades de cuidados intensivos”, reconoció el exgobernador—, educación —Galápagos no tiene universidad propia—, y suministros de agua y gestión de residuos. La producción agrícola, además, “es poco rentable e infravalorada”, lo que lleva a que muchos productos se importen y que las tierras agrícolas sean mal gestionadas. La pandemia, por último, ratifica el estudio, hizo ineludible la necesidad de trabajar en la diversificación económica del archipiélago, para que no pase lo que pasó con el virus o, al menos, atenuar posibles impactos en el porvenir.
Instituciones públicas, fundaciones, oenegés y miembros de la comunidad, con quienes se realizaron grupos focales en junio de 2021, participaron en esa investigación y se reconoció, con dos ejemplos claros, el vínculo entre el bienestar de la comunidad y la sostenibilidad: para afrontar la crisis económica hubo sectores que pidieron la apertura de las islas a vuelos internacionales, lo que está negado debido a la fragilidad del ecosistema, y la autorización para pescar mediante un sistema artesanal conocido como palangre, ibidem. El estudio de la Universidad de Edimburgo se complementó con la creación de la plataforma Galápagos Hub para la Sostenibilidad, Innovación y Resiliencia, coordinada por Norman Wray y dedicada a la investigación colaborativa (entre varios actores sociales), impulsar proyectos afines, y para dar continuidad al asunto se creó también un foro en línea llamado FORGalápagos.
Las iniciativas alineadas al Hub se centran en el aporte a la reactivación pero desde una perspectiva resiliente, seguridad alimentaria, conservación y economía circular, innovación y energías limpias y renovables. Los Huertos Hope, del Frente Insular de la Reserva Marina de Galápagos, y los sectores agrícolas y pesqueros, por ejemplo, demostraron resiliencia y apoyaron la seguridad alimentaria cuando no había turismo. El colectivo Magma apoyó a mujeres que sufrieron violencia de género en el confinamiento. Y Huerta Luna se dedica a la producción y sensibilización sobre el consumo de alimentos libres de agroquímicos y a la investigación sobre agricultura regenerativa y bancos de semillas, explica la propietaria, Karina Bautista.
Unos días antes de reportear en Santa Cruz estuve en un barco de turismo, por invitación de Metropolitan Touring y Latam Ecuador, donde uno de los guías nos recordó a los tripulantes lo escrito por Charles Darwin luego de su visita al archipiélago, en 1835: “Las especies que sobreviven no son las más fuertes, ni las más rápidas, ni las más inteligentes, sino aquellas que se adaptan mejor al cambio”. Ya en la isla más turística de Galápagos sospeché que Darwin no hablaba solo de biología.