Por Huilo Ruales.
Ilustración Miguel Andrade.
Edición 430 – marzo 2018.
En ese entonces era tan joven, tan volcán en erupción, que a menudo necesitaba estrellarme contra los vitrales o jugar a la ruleta rusa en solitario y sin revólver. O al menos grafitear, pues, gracias a sus riesgos, evacuaba esa rabia, esa pelota de nervios y desazón. Lo otro era que en esa época ya empezaba a gangrenarme la escritura propiamente dicha. Solamente que en lugar de poemas me brotaban piedras, almidón de arroz, bambalinas. Cierra la boca y aprende, me dijo en sueños un maestro. Así es que, sin nadie que me acolite, me zambullí con todo gusto en la lectura, pues, en efecto, como dice Bolaño, lo normal, lo placentero, hasta lo elegante, es leer; escribir es lo anormal. De paso, me dediqué a grafitear versos de mis poetas preferidos empezando por Lautréamont. Los escribía con brocha, y casi a mano alzada porque sentía en la nuca el tufo a trago barato mezclado con pólvora de los milicos o el ojo a fuego vivo del dueño de casa. En esa época no había toque de queda, pero los tenebrosos escuadrones volantes eran como un estado de sitio a domicilio. Al parecer, recibían un premio por cada cabeza que caía en sus camiones. Una vez se subieron al bus en el que yo iba cabeceando de sueño. Me bajaron a empellones junto a una docena de jóvenes, todos melenudos, y ahí mismo, en el camión, un peluquero con cara de matarife nos pasó la podadora. En ese ambiente represivo, salir las noches a grafitear era citar al toro con los ojos vendados. Sentir la adrenalina borboteando. En suma, ser kamikaze.
Una sola vez fui a parar en cana, aunque me resultó casi como cadena perpetua. Salí de casa bronqueándome con mi padre y con ganas de reunirme con los cofrades para zambullirme en trago y hierba, pero todos habían desaparecido de la faz de la tierra. Llamé a la Lobita y hasta ella se había ido a la playa. Quito parecía un zoológico abandonado, con el suelo aceitoso y las luces mortecinas. Y llovían cuerdas furiosas incluido granizo. Pero, la verdad, no tenía ganas de matarme todavía. Compré una caminera de caña manabita, que me la fui empinando bajo el alero de una picantería con rocola pródiga en Jotajota y Daniel Santos. Y ya cuando amainaron las aguas, hundiéndome en los charcos trepé la avenida Colón, pasé la Coruña y proseguí hacia La Floresta. Debían de ser las nueve de la noche cuando me di de manos a boca con una pared flamante y blanca, como si la hubieran pintado la víspera y con leche. “Los niños y los viejos no usan el suicidio. Los niños, porque saben que somos eternos. Los viejos, porque saben que somos mortales”. Aquel conato de poema, sin haberlo previamente escrito, me brotó así, como el agua, como el concho de la caña manabita. Además, lo escribí con una tipografía perfecta, digna de edicto real. Leyendo el texto en voz alta y a varios pasos de distancia, sentí algo parecido a la dicha. Habrá sido por ello, por ese estado un tanto catártico, que no me di cuenta de nada hasta cuando me cayó el primer toletazo en la cabeza. Un piquete de chapas, más que furiosos enfiestados, me desarmó a puntapiés antes de arrojarme en el camión. Allí dentro, como cerdos, estaban tirados y golpeados otros grafiteros, algunos choros, un par de maricas y un ramillete de putitas dignas de jubilación. Aquello fue un jueves, 23 de diciembre. La vacancia judicial respectiva me obligó a quedarme preso hasta el 8 de enero. A la mierda el grafiteo, me dije unas diez mil veces en el cepo. Un poeta a muerte se hace leyendo, viviendo y escribiendo. Y, por supuesto, envenenando a su padre.