Por Huilo Ruales ///
El consulado del Ecuador en París se halla al inicio de la avenida Messine, a pocas cuadras del apartamento donde se mató Paul Belmondo, después de haber cosido a balazos a Alain Delon y Miou Miou. Barrio elegante, lleno de embajadas y apartamentos ocupados por viejos burgueses de la época de Vichy, allá por los cuarenta, cuando el mariscal Pétain dispuso que los judíos de Francia terminaran gaseados, incluidos miles de niños. Triste es la historia de esta zona elegante de París. Y también su ambiente, salvo por la frescura concurrida del Parc de Monceau. Llego al número 24, en uno de cuyos balcones se iza o más bien yace la bandera ecuatoriana. Timbro, entro, siento el inconfundible escalofrío nacional, donde pese a los techos y muros franceses la patria vibra ¡Vibra la patria!
¿En qué puedo servirle?, me pregunta una señora con áspera amabilidad de tiendera. Necesito un nuevo pasaporte. Le entrego la documentación. ¿Y el pasaporte anterior? No lo tengo, justamente por eso necesito otro. Necesitamos el pasaporte caducado para otorgarle uno nuevo. Mi pasaporte no estaba caducado ya que lo obtuve hace pocos meses. ¿Y entonces, por qué necesita otro? Accidentalmente metí en la lavadora una chaqueta en la que tenía el pasaporte. Salió hecho una pelotita de almidón, le comento semisonreído para distender el ambiente. Bueno, me dice, como si me estuviera perdonando. Revisa mi documentación con evidentes ganas de que esté incompleta. Le cuesta 180 euros, me dice, tratando de leer el haiku tatuado en mi gaznate. Le entrego el dinero izando bien el cuello para que culmine su lectura. Tome asiento y espere que llegue el doctor Lanas, nuestro cónsul.
Mientras espero, mi vista se pasea por el ámbito patrio que, para cuatro escritorios con sus archivadores, resulta un tanto mezquino. Aparte de un retrato mal impreso del presidente, las paredes exhiben los sempiternos afiches de Galápagos, la Amazonía, la playa, una iglesia colonial. De pronto, se abre la puerta y entra el cónsul ecuatoriano en abrigo negro y guantes de cuero.
Al verlo se me suelta la mandíbula inferior y me quedo como gárgola. El cónsul es nada menos que Federico Lanas, mi excompañero de internado que está idéntico, por no decir más intacto que él mismo hace dos décadas. La misma cantidad de pelo ceñido al cráneo, los mismos lentes ahumados, la misma pulcritud de recién salido de la ducha. Lo escucho preguntar y dar órdenes a su secretaria y es la voz costeña, un tanto aflautada, de su adolescencia. Por nada del mundo quisiera saludarlo. Ser apátrida, entre otras cosas, significa haber cortado de un tajo con el pasado. Prohibido que me reconozcan. Imperdonable provocarlo. Pero no hay nada que temer ya que Federico, en tanto cónsul, no mira a la gente sino a la pantalla y al sitio donde debe firmar los documentos. Imposible, por otra parte, que pueda reconocerme si, a diferencia de su caso, yo no tengo nada del esmirriado estudiante de provincia que en mí conoció. Un muchacho de pelo corto y lacio, con un mechón sobre uno de sus ojos, metido de cabeza en la lectura y la soledad. Cómo reconocerme si tengo la cara forrada de barba, el pelo hasta media espalda, los lentes de Lenon cada vez más gruesos, el arete, el doble tatuaje, los dientes nicotinados y la indumentaria de errabundo dedicado a la nada, al hachís, al nihilismo de poeta sin país y sin estrella.
En tono de vendedora de mercado, la maldita secretaria grita: ¡Señor Huilo Ruales! Federico levanta la vista de un golpe, empujando con el índice sus lentes, tal como lo hacía en ese entonces. Me pongo de pie, coloco la mochila en el hombro y me encamino hacia afuera. ¡Huilo!, grita desde el fondo la voz sempiterna de Federico. Con las justas, abro la puerta de salida y me disparo hacia la calle. Un apátrida no pierde sus batallas tan fácilmente, me digo, mientras enciendo el primer pucho de la jornada.