
Ella es una trotamundos por los derechos humanos. Gabriela Espinosa ha participado en misiones humanitarias para socorrer a mujeres y niños de todo el mundo.
Su oído reconoce los silbidos de las balas y los estruendos de las bombas. Su nariz soportó la calcinación de un pueblo y su gente. Su cuerpo ahora sabe que no siempre se puede dar un abrazo. Su boca aprendió que la prudencia salva vidas. Sus ojos son testigos de las injusticias y miserias humanas.
María Gabriela Espinosa Serrano es una errante con un punto fijo: la ayuda humanitaria y los derechos humanos. Ha recorrido el planeta en distintas misiones para socorrer a mujeres y niños. Tailandia, Bangladés, Afganistán, Myanmar han sido parte de su experiencia.
Esta es la historia de una mujer que es refugio dentro de los propios refugios.
Amor a primera vista
Gabriela es hija de Eduardo y María, y la “hermana sánduche” entre Eduardo y Verónica. Todos en su casa son médicos. “Soy la única abogada. En tema de estudios, sería como la oveja negra de una familia donde papás, hermanos, tíos y abuelos le entraron a la medicina”.
Contemplaba continuar con el linaje laboral, pero la arqueología y la dirección técnica llamaban más su atención. “El fútbol siempre me apasionó, pero me tocaba esperar a que los hombres me invitaran en los recreos”.
—Si te apasionaba tanto, ¿por qué no fuiste DT?
—Iba a estudiar en Brasil. Los tiempos eran otros, aunque no hayan pasado tantos años. Era una época donde me tenía que conformar con el equipo de un kínder, cuando soñaba con dirigir el (Real) Madrid o el (AC) Milán.
Llegó al Derecho por azar, pero su amor fue a primera vista. “La abogacía no era mi primera opción, sin embargo, me enamoré de los derechos humanos”. Desde el primer semestre fue parte de la creación de la Clínica de Derechos Humanos, ahora Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica del Ecuador.
“Era una estudiante activista, política, totalmente entregada. Cuando no estaba en clases, hacía de todo en la clínica. Barría los pisos, mientras me iba metiendo en los casos”. Así, apoyaba en los centros carcelarios de mujeres. Colaboraba en temas ambientales para Acción Ecológica y con la comunidad de Sarayacu afectada por Texaco. O se preocupaba por la situación de menores en condiciones vulnerables.
“Realmente, la Clínica de Derechos Humanos me forjó en lo práctico”, dice Gabriela, quien ha compartido causas junto a Elsie Monge, Ramiro Ávila, Elizabeth Vásquez. Su gran referente es Ana Lucía Herrera, feminista y defensora de los derechos de las mujeres.
Un fuego no se apaga
Gabriela está herida. En sus piernas y brazos la sangre empieza a hacerse costras. En shock, con un tarrito trata de apagar la candela de la rama de un árbol. Corre una y otra vez al río para recargarse con raciones de agua.
Cuando todo ya son brasas, los sobrevivientes la abrazan. “Imagínate, una está ahí con el afán de cuidarlos, y la gente termina de soporte. Pero eso te dice mucho, la idea es que la humanidad entienda que debemos contenernos”.
45 minutos antes de esta escena, el fuego consumió al pueblo de Mae Hong Son. Todas las viviendas fueron arrasadas. Hubo alrededor de cuarenta muertos. La gente se lanzó al río para salvarse mientras contemplaban cómo lo perdían todo.
Han pasado once años de esta vivencia en Tailandia, país donde Gabriela tuvo su primera misión. Su travesía consistía en fomentar programas de protección para la niñez y la adolescencia, y en contra de la violencia de género.

“Viajé con la idea de apoyar un año en los campos de Acnur (Agencia de la ONU para los Refugiados) y me quedé casi tres”. Aprendió tailandés y, aun así, trabajaba con traductores e intérpretes, debido a la movilidad de la zona donde varios idiomas confluían haciendo del lugar una especie de Babel.
“El reto iba más allá del idioma. Como latina, estás acostumbrada a un mayor contacto físico, a saludar con un beso”. En Tailandia, no podía ni estrechar las manos, mucho menos dar un abrazo.
Pese al cambio radical dadas las costumbres, la pobreza y la conflictividad fronteriza, los pequeños frutos que vio avivaron su pasión. “Queda tanto trabajo por hacer, pero era interesante ver a hombres y mujeres entender la violencia en sus relaciones y tratar de contrarrestarla”.
Entre los recuerdos que se lleva está el de las mujeres organizándose en cocinas comunitarias. La comida ya no se compartía solo entre pobladores. Los alimentos eran repartidos para personas en movilidad humana. Esta primera experiencia fue la mecha que encendió una pasión que no se extingue.
Por azar, nuevamente
Parecería que un sentido nómada acompaña a Gabriela. Dejó la Universidad Católica a un año de graduarse. Culminó su carrera en la SEK. Empezó a trabajar en el Consorcio de Organizaciones No Gubernamentales a favor de la Familia e Infancia Ecuatoriana (Confie), luego tuvo una serie de saltos entre lo no gubernamental y lo público.
De revisar casos de lesa humanidad en la Comisión de la Verdad, pasó a dirigir el área de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia. Después estuvo en la misma dirección del Ministerio del Interior. Y fue asesora del Ministerio de Salud, donde trabajó para hacer frente a las clínicas de deshomosexualización.

¿Pero cómo llega a convertirse en una trotamundos de la ayuda humanitaria? Casualidad. Estudiaba su maestría en Derechos Humanos y Manejo de Conflictos en la Escuela Superior Santa Ana, en Italia. Allí debía dar una prueba obligatoria de voluntariado para Naciones Unidas y, sin saberlo, su perfil y la preparación que tenía le abrieron las puertas.
De esta manera, empezó su trabajo en Acnur y su misión en Tailandia fue la primera escala internacional. En medio de estos viajes, también obtuvo, esta vez a distancia, otra maestría en Prevención de la Violencia de Género por la Universidad de Salamanca.
De marea humana a campo minado
El siguiente destino fue Bazar de Cox, en Bangladés. La tarea era romper las estructuras de violencia de género. Se iba por un año y nuevamente terminaron siendo tres. Los últimos meses resultaron intensos.
Fue testigo de la marea de refugiados rohinyás (minoría musulmana apátrida de Myanmar). “Se esperaba la movilidad de treinta mil personas, un millón salieron disparadas. Fue duro contener, pero logramos manejar la emergencia”. Tenía que priorizar la atención de mujeres embarazadas, con bebés, menores y ancianos. Había que repartir agua y comida, cuando todo escaseaba. Nuevamente, su trabajo dio cabida a las cocinas comunitarias.

Gabriela quería permanecer en Bangladés, Mazar-e Sarif en Afganistán la esperaba. Allí vivió la pandemia de la covid-19.
No solo el uso de mascarilla era obligatorio. Cascos, botas, chalecos antibalas eran imprescindibles. Salía con restricciones rigurosas y guardaespaldas tanto a la tienda (una vez al mes) como a recoger los testimonios de personas agredidas sexualmente.
Pasaba más tiempo encerrada que en las calles, algo comprensible cuando se habita en un campo minado y donde los secuestros son recurrentes. “Era paradójico estar tan protegida, cuando sabes que hay balas que atraviesan carros blindados como cuchilla a la mantequilla”.
Pese a la capacitación, hubo noches en que los sonidos de sus sueños la alertaban, despertaba y corría hacia el búnker. “Por suerte ningún compañero me vio, si no, pensarían que estaba loca. La realidad es que tu estado de alerta no se desactiva ni cuando duermes”.
—¿La pandemia complicó tu trabajo?
—Lo complicado era no contagiarse. En Afganistán, un lugar que vive en crisis permanente, la muerte es una constante. Un país en pobreza, en guerra, con un sistema precario de salud, con una esperanza de vida corta, nunca frena. Para los afganos, el coronavirus era un motivo más de los muchos que tienen para morirse. Su cotidianidad está inserta en medio de la muerte.
De Afganistán pasó a Tegucigalpa y San Pedro, en Honduras, donde apoyaba a personas desplazadas y víctimas de la guerra de pandillas cuando la covid-19 afectaba al 40 % de la población. Todo esto en medio del paso de los huracanes Eta e Iota.
Nuevamente fue para Asia, específicamente a Myanmar, cuando el país atravesaba un golpe de Estado y las violaciones sistemáticas de derechos recaían en todas las personas, sean ciudadanos, migrantes o apátridas.
Fue en ese momento cuando se dio un tiempo y dejó Acnur. Pero su apostolado no cesó. Llegó a Pakistán como consultora de la Organización Mundial de la Salud (OMS), para abordar temas de explotación y violencia sexual que podrían darse dentro de los propios refugios, mientras contenía a los afectados por las inundaciones.
Una nueva misión
Sudán vive en una guerra permanente. El uso excesivo de la fuerza, las detenciones arbitrarias y las muertes violentas son el pan de cada día. El Fasher es la próxima parada de Gabriela, quien cumplirá una nueva misión para Acnur.
Son los inicios de mayo de 2023. Mientras prepara su viaje, termina su consultoría para la OMS en respuesta a la crisis de Ucrania para prevenir y apoyar a menores en casos de violencia y explotación sexual.
Aunque los testimonios que recoge son desgarradores, en la ciudad polaca de Varsovia, puede ir al parque con tranquilidad y disfrutar de una copa de vino viendo el atardecer. Esto, difícilmente, sucederá en su siguiente destino. Sabe que lo primero que empacará son “sus tesoros más preciados”: una felpa del monstruo Comegalletas que le regalaron sus padres, la figura de una rana que le dio su mamá, la primera carta de su abuela durante su primer viaje, un perrito de peluche de su abuelo fallecido, un bebé de plástico y una piedra pintada que le dio su sobrina.
Mientras sigue su camino, Gabriela se arropa en certezas. Sabe que continuará conversando con su familia por teléfono, que jugará en línea con sus sobrinos, que gritará junto a su padre algún partido de Liga de Quito.
Su siguiente parada será África. Allá sus credenciales diplomáticas serán explicar lo que significa un chuchaqui y traducir las canciones de Julio Jaramillo.
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