Gabriela Calderón

Fotografía: Amaury Martínez.

Edición 441 – febrero 2019.

Entrevista-2

“Si abres un puente de comunicación es fácil persuadir”.

Nos recibe en su departamento ubica­do en una urbanización en Samborondón, invadido por un ambiente navideño de ro­jos y verdes que, a inicios de noviembre, ya se instala en su hogar para el placer de sus tres hijas de seis, cuatro y dos años. Se casó hace nueve años y desde entonces se firma Gabriela Calderón de Burgos. Un gesto que podría atribuirse a una mujer tradicional que, sin embargo, no la aleja de la defensa del liberalismo, aquella ideología que es el eje de su trabajo y la que percibe como la mejor herramienta para que el individuo desarrolle su proyecto de vida.

Cada jueves, desde 2006, analiza temas de la actualidad política y económica del país y del mundo en la columna que man­tiene en El Universo. 99 de sus artículos constan en el libro Entre el instinto y la ra­zón que publicó en 2014. Escribe desde esa perspectiva: una creyente en el liberalismo.

Estudió Ciencias Políticas con concen­tración en Relaciones Internacionales en el York College of Pennsylvania y tiene una maestría en Comercio y Política Interna­cional de la George Mason University, y en 2017, junto con otros liberales latinoameri­canos —políticos y no políticos, de genera­ciones anteriores a la suya—, analizó El es­tallido del populismo en la región. Ella tuvo a cargo el capítulo que evalúa al Ecuador de Rafael Correa.

Es investigadora y el ancla en el Ecua­dor de El Cato Institute, un centro de in­vestigación de políticas públicas con sede en Washington, también es la editora de ElCato.org, y es parte de la plantilla de aca­démicos del Instituto Ecuatoriano de Eco­nomía Política (IEEP), entes dedicados a la difusión del liberalismo. El liberalismo, que atraviesa su realidad y su visión del mundo, es el eje de esta charla.

De la mano de su hermano.
De la mano de su hermano.
Con su familia.
Con su familia.

—Se define como una defensora de la li­bertad. ¿Qué es la libertad?

—Es una palabra con la que todos se identifican. Nadie dice estoy en contra de la libertad. Incluso es algo que los dictadores proclaman defender; cuando hacen algo dicen que es por el bien del pueblo y el pue­blo identifica el bienestar con la libertad. Pero no es lo mismo. Uno puede ser muy rico, pero no tener libertad frente al poder coercitivo del Estado; o uno puede ser muy pobre, pero tener libertad de acción; ser po­bre, digamos, por otras circunstancias. Yo me defino como liberal, y para los liberales la libertad es eso que decía Isaiah Berlin, que hablaba acerca de la libertad de la coac­ción por parte de otro individuo. También entiendo la libertad como esa capacidad de florecer teniendo cada vez más opciones a tu disposición para construir tu propio ca­mino hacia una mejor versión de ti misma. Mucho de eso depende de las acciones que llevan adelante los individuos por su propia cuenta, no de lo que otras personas hagan por ti.

—Aunque sea inherente al ser humano y, aparentemente, todos la defendamos, ¿cuán conscientes cree que son las personas de lo que implica la libertad?

—Muchas personas, de manera impul­siva, defienden su propia libertad, lo que es difícil es defender la libertad de otros. Yo tengo tres hijas pequeñas y una de las pri­meras cosas que ellas aprenden a decir es “mío”. Entienden perfectamente, de manera instintiva, lo que es la libertad de gozar de la propiedad de uno, que es una de las muchas libertades individuales. Lo que les cuesta respetar, sobre todo desde los dos años en adelante y hasta un tiempo después, y a veces hasta siempre, es la propiedad de los otros. Eso viene con la educación, para en­trar en la sociedad de manera civilizada.

—¿El problema está en que no logramos ser empáticos con la máxima que dice que los derechos de las personas terminan donde empiezan los de los demás?

—Sí, y ser liberal implica comprarse los problemas de otros, porque parte de la co­herencia es que, con el mismo ahínco que defiendo mi derecho, defiendo el tuyo y eso implica un sacrificio personal. A veces, por­que tú no pierdes nada si guardas silencio mientras se están afectando los derechos de otras personas; pero parte de la educación es entender que cuando se lesionan los de­rechos de otros se crea la posibilidad de que tarde o temprano también lesionen los tu­yos; entonces, al final del día está el interés de cada uno por exigir que no se violen de­rechos fundamentales: a la libertad de expre­sión, a la propiedad o la riqueza bien habida, porque el día de mañana se lo pueden quitar a otra persona y esa puedes ser tú. Hacerlo es difícil, porque todos estamos ocupados o tenemos nuestros problemas, y la cotidia­neidad hace que sea un poquito más costoso para muchas personas dedicarse a eso.

—El académico argentino Martín Krau­se, asociado también a El Cato, dijo en una charla que cuando uno es joven es más ideo­logizado. ¿Con qué ideas llegó usted a estu­diar Ciencias Políticas?

—Llegué con la idea (que tenía), desde la secundaria, de que quería trabajar en la ONU, dirigiendo una misión para promo­ver que el gobierno mundial erradique to­dos los males. Y creía que para todo proble­ma debía haber una legislación local, nacio­nal o internacional. Después de cuatro años de la carrera, con concentración en Rela­ciones Internacionales, me empecé a dar cuenta de que muchas leyes eran ignoradas, o que no había plata para ejecutarlas, o que alguna ley tenía consecuencias no intencio­nadas que agravaban el problema en lugar de resolverlo. Fue una gran desilusión, me dije: “Ese era mi plan y ahora como que no le veo mucha utilidad”. Quería encontrar la manera más eficiente, desde lo público, de ayudar a resolver problemas y me di cuenta de que la legislación se quedaba corta.

—¿Cómo se vinculó con El Cato?

—Por influencia de mi papá apliqué al instituto donde trabajo ahora; entonces no me gustaba para nada, porque pensaba que eran conservadores de extrema derecha; qui­zá, ni siquiera sabía bien qué era. Lo que pasó es que mis papás me dijeron: “¿Te quieres quedar en el verano en Washington hacien­do una pasantía? Está bien, pero nosotros no la podemos pagar, entonces, tú tienes que ver dónde te consigues una pasantía en la que te paguen algo”. Apliqué a quince lugares, desde Human Rights Watch, hasta la OEA, creo que también a un programa de la ONU, y al de mi papá también. Total, me aceptaron en Human Rights Watch y en Cato, pero la de Cato pagaba, la de Human Rights Watch, no. Entonces, o me regresaba a Guayaquil a pasar el verano sin pasantía o me quedaba ahí y me pagaban, era un es­tipendio, un suplemento simbólico que me alcanzaba para pagar un cuarto de alquiler. Me quedé. Fue para mí un antes y un des­pués porque entendí todas esas preguntas que yo tenía acerca de lo que pasa con toda esta legislación, todas las ideas de la acción y la cooperación internacional y que al final del día no terminan llegando a las personas de los países en vías de desarrollo. Me tocó hacer la pasantía en el departamento de Desarrollo Económico que se enfoca en la ayuda externa, es decir, lo que hacen el FMI (Fondo Monetario Internacional), el Banco Mundial, el BID (Banco Interamericano de Desarrollo), la ayuda bilateral y todo eso. Empezamos a ver también políticas públi­cas que se pueden comparar entre distintos países, como las políticas de seguridad so­cial, en qué países funcionan mejor, en qué países se obtienen realmente las mejores pensiones y no solo las mejores promesas de pensiones.

—A veces el problema de la información que manejan estos organismos es que es la misma que muestran los Gobiernos que son analizados.

—Acá lo que pasa es que la visión y la mayor parte de las facultades de Relacio­nes Internacionales tienen una visión muy poco crítica, hay casi una ausencia de auto­crítica acerca de todas las organizaciones y de toda la burocracia internacional.

—Todo es muy celebratorio.

—Sí, como que ¡ya firmamos los Ob­jetivos de Desarrollo del Milenio! Pero, ¿cuándo los cumplen?, ¿cómo lo vamos a hacer?, ¿qué hay del escándalo de corrup­ción de tal organización y cómo resolvemos que no vuelva a pasar esto? Faltaba pensa­miento crítico ahí. Tenía muchas preguntas cuando me gradué, caí en esa pasantía y me tocaba reunir información para los estudios que estaban haciendo y me empezaba a dar cuenta de que mucho de lo que hacía el FMI era aconsejar: por ejemplo, elevar im­puestos en países donde la carga tributaria ya era alta (…). Trabajando ya en Cato, ma­nejando las publicaciones en español, tuve la oportunidad de asistir a un evento de William Misterly en Washington, experto en desarrollo. Él habló acerca de cómo per­sonas del Banco Mundial o del BID, desde sus escritorios en Washington o en Nueva York, tomaban decisiones acerca de políti­cas públicas que debían realizarse en África o en América Latina, y por ello, al momen­to de implementarse, no tenían sentido. Por ejemplo: financiar fábricas de zapatos don­de nunca se llegó a producir ningún zapato.

—¿Eso cambió sus ideas?

—Te dabas cuenta de que no conocían la realidad del lugar y venían y repartían este dinero, que muchas veces terminaba en manos de Gobiernos autoritarios que luego lo usaban para otras cosas. Me empecé a de­cepcionar bastante y a darme cuenta de que somos muy limitados como seres humanos para creernos salvadores. Me humildecí un poco, comencé a aterrizar, a pensar que una no tiene todas las respuestas ni puede estar en los zapatos de otras personas y que esas personas, por muy poca educación o muy bajo ingreso que tengan, saben mucho más acerca de su situación que tú; esa soberbia, que tenemos cuando somos más jóvenes, se me empezó a caer. Fue un shock.

—Fue a la universidad tras la explosión de la crisis financiera en el país. ¿Qué ideas tenía de esa situación?

—Yo tenía quince años cuando fue la crisis financiera; entonces, realmente, no entendía. A mi papá siempre le interesó mucho la banca y trabajó en ella, y cuan­do fue lo de la crisis estaba en negocios de comercio. Fue terriblemente afectado por la crisis, como muchas otras familias. Me acuerdo que mi papá, él sí estudió Econo­mía aunque nunca ejerció, siempre hablaba de las causas de la crisis. Yo crecí escuchan­do eso; decía: “¡Ya se puso a hablar de eso!”, y no entendía de qué hablaba. Cuando es­tuve en la maestría, en 2007, se hablaba de las hipotecas en Estados Unidos y cuando estalló el problema en 2008 le pregunté a mi papá: “Usted, ¿decía eso de los rescates a los bancos? ¡Creo que los gringos están haciendo lo que nosotros hicimos! Y em­pecé a leer las interpretaciones de Alberto Acosta padre de la crisis financiera y me di cuenta de que la historia aquí es una de las peor contadas…

—Defender ideologías, y el liberalismo lo es, ¿no es mantenerse en una orilla?, ¿qué tanto se ha permeado usted de otras corrien­tes del pensamiento?

—Sí, es una ideología como las hay muchas otras, pero creo que no es dogmá­tica. Por definición, el liberalismo siempre está sujeto a refutación. Como diría Karl Popper, una actitud liberal es mantener la mente abierta y cierta humildad acerca de la posibilidad de equivocarte y cuando es­cuchas a alguien siempre tienes que atender ese mensajito del fondo de la cabeza: “Escu­cha bien porque puede ser que esta persona te demuestre que estás equivocada”. Son ya diez años de la maestría y he ido acercán­dome a la humildad. ¿Cómo he cambiado? Ahora sé explicar las cosas de manera sen­cilla, aprendí a decir algo sin ofender a las personas que no piensan como yo. Es más efectivo para comunicar. Y lo cambié en el tono al escribir. Si leo mis artículos de hace diez años, no me reconozco.

—Comunicación al fin y al cabo. ¿El pro­blema es no manejar esa herramienta que nos vuelve humanos?

—Claro. Cada día aprendo algo, mu­cho, de mis hijas en la comunicación. La empatía. Los psicólogos infantiles enseñan que para comunicarte con tu hijo lo prime­ro que tienes que hacer es conectarte con el sentimiento, por ejemplo, decirle a una criatura de dos años: “Veo que estás muy brava”, “veo que estás muy molesta”, y luego, de ahí, partir hacia los hechos y las explica­ciones; ahora trato en mi comunicación de empezar diciendo: “entiendo que muchas personas están molestas por estos cobros indebidos que no han sido obtenidos con la debida autorización”, por ejemplo.

En la presentación del libro El estallido del populismo, prologado por Mario Vargas Llosa.
En la presentación del libro El estallido del populismo, prologado por Mario Vargas Llosa.

—Mario Vargas Llosa, Sergio Ramírez, Enrique Krause, María Corina Machado son nombres que constan junto al de Gabriela Calderón en la lista de autores del libro El estallido del populismo (2017). ¿Cómo se dio su participación?

—El instituto, desde 2008, hace un semi­nario en distintas partes de América Latina e invita a conferencistas, sus miembros levan­tamos financiamiento local para hacerlo en dos a máximo cinco días, a los que se invita a chicos de toda la región; ellos tienen que pagarse solo su pasaje, y hacemos un curso de introducción a las ideas del liberalismo. Es un evento académico, con charlas de fi­losofía, economía, las distintas escuelas de pensamiento que son parte de la familia del pensamiento liberal, y entre los conferencis­tas estuvo en varias ocasiones Álvaro Var­gas Llosa, que es el compilador de ese libro. Entonces, a lo largo de los años habíamos conversado acerca de lo que estaba pasando en el Ecuador, y finalmente, me preguntó si quería contar lo que pasó aquí, y le dije: ¡Será un honor!, tengo diez años escribiendo todas las semanas sobre esto: tengo que resumir todo lo que me he quejado.

—María Corina Machado es parte de la oposición en Venezuela, ¿no cree que faltó autocrítica de parte de la oposición que de­rive en empatía?

—No vieron que estaban encima de un precipicio y pensaron que podían seguir igual, operando como siempre habían ope­rado, y después de la caída es difícil recons­truirse. Cuando el Gobierno, con su poder, ha anulado a la sociedad civil, los partidos políticos necesitan una sociedad civil inde­pendiente y vibrante. ¿Qué significa eso?, que alguien tiene que financiar el partido político. ¿Cómo se hace eso hoy en día en Venezuela? Es muy difícil: en la primera década de 2000, muchos partidos pensa­ron que el problema era Chávez, no sus políticas y propuestas; muchos estaban de acuerdo, eran chavistas de corazón, tenían la misma ideología. El resultado es que la gente decía “para escoger un chavismo light mejor cojo el chavismo autóctono original”; entonces, como que seguía retroalimentán­dose. Sí, hubo falta de autocrítica, pero no me gusta generalizar: en la oposición ha habido de todo y ha tenido distintas etapas.

—En Twitter usted tiene un tuit que dice “Ecuador nace bajo el liderazgo de personas como Olmedo y Rocafuerte que creían en un sistema federal dividido en tres departamen­tos”. ¿Usted en qué cree?

—Sí. Eso tengo que explicarlo. Prime­ro, Rocafuerte y Olmedo no se considera­ban guayaquileños sino españoles ameri­canos, que es lo que fue la mayoría de pró­ceres durante la mayor parte de su vida. Ese tuit tiene que ver con que nos cuentan un relato de la historia como que esto del liberalismo es algo extranjero, ajeno a nuestra cultura. Pero resulta que el Ecua­dor nació bajo dos políticos que eran lo que hoy consideramos liberales clásicos. ¿En qué sentido? Rocafuerte creía en el li­bre comercio, igual Olmedo. Ahora estoy haciendo un libro de ensayos biográficos de próceres de las independencias de paí­ses de América Latina para rastrear esta historia que yo creo que fue olvidada: la tradición liberal en América Latina. Roca­fuerte y Olmedo creían en una república federal con un gobierno muy limitado. Yo creo en la autonomía, no en el separatis­mo, eso no lo creía Olmedo tampoco.

—¿Cómo era ese modelo?

—El modelo de Rocafuerte y Olmedo era como las ligas hanseáticas que existieron y eran una federación de naciones autóno­mas, una liga de comercio, un imperio de comercio en vez de un imperio de conquis­ta. En esa época estamos hablando del de­partamento de Cuenca, del departamento de Quito y del departamento de Guayaquil. Cuando Olmedo hizo la revolución libe­ral de Guayaquil, y digo revolución liberal porque no hay manifiesto más liberal que el reglamento provisional de Guayaquil que habla de libre comercio con todo el mundo, el primer acto de su Gobierno fue formar la división protectora de Quito. Entonces, sí había una hermandad y un interés de estar juntos en eso, pero era algo muy distinto a lo que nosotros hemos vivido en tiempos contemporáneos. Tengo eso en mi cuenta de Twitter porque ando en las investigacio­nes de estos personajes, y porque me parece que en el país hay la idea de que el liberalis­mo es un general que era un caudillo mili­tar: Eloy Alfaro.

—¿No es protagonista de la historia libe­ral nacional?

—Leí a un historiador americano que investigaba a Rocafuerte que dice que el primer siglo de la política de la República ecuatoriana se resume en tres personajes: Rocafuerte, García Moreno y Eloy Alfa­ro. Y dice algo que es muy cierto: “siem­pre verán a Rocafuerte retratado con un libro en la mano, siempre verán a García Moreno retratado con una cruz, y siem­pre verán a Eloy Alfaro retratado con una espada, ¿cuál de los tres les parece que es más liberal?” El que anda con la espada y que gobernó con la fuerza. ¿Por qué se le considera liberal?, ¿por qué hay esta con­fusión de que si separas Iglesia de Estado ya eres liberal? No, porque hay distintas formas de hacerlo. Tú puedes privatizar las tierras y el control que tenía la Iglesia o tú las puedes estatizar, que es lo que hizo Eloy Alfaro. No lo he investigado, pero no sé en qué momento se tomó por liberalismo lo que era Eloy Alfaro.

—¿Solo sería el brazo armado de un gru­po de liberales de la época?

—No eran liberales, eran empresarios. Hay esa confusión de que si eres empresa­rio eres liberal y no necesariamente, porque hay empresarios muy socialistas, digamos. Ser empresario no te hace liberal por defi­nición. Y hay muchos empresarios a los que no les gusta el liberalismo, porque significa que perderían sus privilegios, que les permi­te ser rentables. Entonces, esa confusión es algo con lo que trato de luchar porque me afecta a mí y mucha gente tiene preconcep­ciones acerca de lo que yo defiendo, y es una caricatura. Todo lo contrario, yo no defiendo ese tipo de privilegios. Rocafuerte y Olme­do fueron importantes a nivel internacional: Rocafuerte fue el representante de México en Londres, y fue el que logró que los primeros barcos de México entraran a Londres y fue­ra reconocida como nación independiente. Rocafuerte era una referencia obligada afue­ra, en toda América Latina, para estudios constitucionales. Es una historia que creo que vale la pena contarla y que dice mucho acerca de cómo se ha manipulado la historia para acomodarla a una agenda política.

—Usted está vinculada al Instituto Ecua­toriano de Economía Política (IEEP) que tra­jo a Mario Vargas Llosa, quien presentó su último libro sobre liberalismo.

—El IEEP es un instituto fundado por Dora de Ampuero, que es la responsable de que en este país se haya empezado a hablar de dolarización en los ochenta. Dora ha sido para mí una fuente constante de con­sulta, de ayuda. La visita de Vargas Llosa fue un éxito, el evento estaba repleto, y me parece fenomenal que lo haya hecho para presentar su último libro (La llamada de la tribu), porque es una especie de autobiogra­fía intelectual acerca de cómo transitó ese camino desde las convicciones socialistas hasta el liberalismo.

Con Dorita de Ampuero en la Mont Pelerin Society General Meeting, Guatemala en 2006.
Con Dorita de Ampuero en la Mont Pelerin Society General Meeting, Guatemala en 2006.

—Dora de Ampuero ha sido una mujer constante. Usted es una mujer de otra gene­ración, ¿qué lectura hace del tema del femi­nismo que es parte de la agenda actual?

—Yo tengo un hermano y nunca sen­tí que mis papás me trataran distinto a él; entonces, la verdad es que yo vengo de ese mundo, de una familia donde hay muchas mujeres fuertes, mi mamá, mi abuela, y para mí es raro escuchar este discurso vic­timista, en algunos casos. Para mí el ver­dadero feminismo es el de Rose Wilder Lane (pensadora del moderno liberalismo, 1886-1968), el de exigir igualdad ante la ley, porque yo creo que eso de las cuotas y las discriminaciones afirmativas lo que hacen es virar la tortilla.

—¿Ir en contra del principio de la igual­dad?

—Quieres combatir la discriminación, pero para combatir la discriminación tú empiezas a discriminar a otro grupo; en­tonces, como decía Francisco de Miranda (precursor de la emancipación americana contra España), no me parece reemplazar una tiranía por otra nueva, sino simple­mente igualdad ante la ley. Por eso creo firmemente en la importancia de un Esta­do de derecho, en el que las personas sean iguales ante la ley. Esa es para mí la mejor forma de promover la igualdad en todas las distintas minorías, porque no es solo las mujeres, también hablamos de minorías raciales, minorías por orientación sexual; creo que debe desaparecer todo tipo de dis­criminación legal. En el caso de esta nueva corriente de feminismo, creo que hay ahí una especie de proyecto estatista detrás de eso, porque le exigen al Estado todo tipo de intervenciones para generar determinado resultado impuesto desde arriba. Yo creo que las mujeres avanzaron en el mundo conforme hubo más crecimiento económi­co y conforme hubo más libertad económi­ca. Por ejemplo, ¿cuándo es que las mujeres salieron de la casa y entraron al trabajo? Con la Revolución industrial, con las inven­ciones de la lavadora y la secadora. Todas estas cosas liberaron a las mujeres para que se pudieran dedicar a cosas que antes eran solo para hombres.

—John Keynes (economista que cuestio­nó el capitalismo, 1883-1946) decía que tar­de o temprano son las ideas y no los intereses creados los que son peligrosos para bien o para mal. ¿Coincide con él?

—Sí, totalmente de acuerdo. Por eso con­sidero que es muy importante no solo tener las ideas claras, el contenido, tu formación, estar siempre leyendo y todo, sino también eso que empezamos hablando, esa actitud que considero que es la actitud del liberalis­mo, la humildad, esa apertura mental, por­que puedes estar en desacuerdo con alguien, pero si en el trato personal esa persona te de­muestra que te respeta, que está dispuesta a escucharte y a que puedas cambiar su opi­nión, eso te permite establecer un puente de comunicación. Y si abres un puente de co­municación, ya es más fácil persuadir.

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