Fotografía Juan Reyes.
Edición 421 / Junio 2017.
“Mientras menos hables sobre algo, más está la sombra de ese pasado encima”.
¿Cuándo empieza el camino de un escritor?, ¿cuándo empezó el de Gabriela Alemán, nacida en 1968 en Río de Janeiro, por circunstancias familiares? Ella es la ecuatoriana que recorre ferias de libro —a finales de abril participó nuevamente en la de Bogotá, donde presentó su última novela Humo, editada por Random House— como una de las mejores exponentes de las letras latinoamericanas. Que fue parte de la selecta lista de escritores jóvenes de la región Bogotá 39, que se armó en 2007; que ha publicado nueve libros entre novelas y cuentos, además de ensayos y otras obras, y que ha sido traducida a seis idiomas —este año, la editorial independiente City Lights, de San Francisco, Estados Unidos, publica en inglés su novela Poso Wells—.
¿Qué marca ese camino? ¿Ser nieta de un poeta (Hugo Alemán) que vivió rodeado de figuras de la literatura ecuatoriana como Jorge Carrera Andrade o Pablo Palacio? ¿Llevar un nombre inspirado en una de las más célebres novelas del brasileño Jorge Amado, Gabriela, clavo y canela? ¿Inventar en la niñez historias para entretener a la abuela que vivía lejos y así acortar distancias y mantener vínculos emocionales a través de una relación epistolar? ¿O haber participado como joven escritora en uno de los eventos menos posibles de la historia de la literatura contemporánea: dos meses compartiendo en un pueblito de España con premios Nobel de Literatura y la mayoría de autores consagrados de la segunda mitad del siglo XX?
En su acogedor departamento, en una antigua edificación ubicada en el corazón del Centro Histórico de Quito, conversamos sobre lo que significa ser escritor, sobre las realidades sociales que la motivan, sobre el poder.

—Lo lindo, cuando eres niño, es que eso es lo normal, no hay contra qué contrastar. Mis papás eran muy conscientes de eso y la casa era como un nido que reproducía ciertas geografías emocionales, por decirlo de alguna manera; entonces, sí había una continuidad, a pesar de que había otros países, otros amigos, otros idiomas, porque en la casa estaban los mismos cuadros, los mismos libros y había siempre un interés por parte de mis padres de que Ecuador fuera el centro. No sentía esas pérdidas, que luego sí las fui sintiendo, ya adolescente, porque ese núcleo era tan fuerte en mi familia que las otras ausencias se iban compensando con cartas, con descubrir otro país, otro idioma y, además, siempre había la posibilidad de un diálogo muy cercano con mis hermanos… Fue otra manera de vivir.
—Viajar o vivir fuera permite conocer otredades, entender lo que está más allá de la burbuja familiar o local, pero hay que estar dispuesto a ello y tu obra refleja que lo estuviste, pero no todo el mundo lo está. ¿Una disposición personal o familiar?
—He tenido la suerte de venir de dos familias… Por el lado de mi papá estaba mi abuelo Hugo, uno de los fundadores del Partido Socialista y que estuvo en la Casa de la Cultura desde sus inicios. Y algo que he ido descubriendo con el tiempo es que personas que fueron amigos de mi abuelo, a pesar de que él era mucho mayor que ellos cuando lo conocieron, no hablan de él como de alguien mayor sino de un amigo, de un colega, de un poeta que compartía.
—De Hugo.
—De Hugo, sí. Y también eran épocas difíciles, porque uno tiende a olvidar lo que ha pasado en la historia de este país, y en algún momento en la infancia de mi padre, por las ideas políticas de mi abuelo, él tenía un guardia montado a caballo en la puerta de su casa, básicamente, por pensar diferente del Gobierno de ese momento. Creo que aquella expansividad, de alguna manera, de tratar de entender al otro a través de los libros viene en parte por ese lado. Pero también mi mamá viene de una familia que vivía, en esa zona franca maravillosa donde no sabías dónde terminaba Colombia y dónde comenzaba el Ecuador, que era Tumaco. Y esa cultura alrededor de su familia tiene una tradición oral muy fuerte; entonces, creo que por ese fluir entre las fronteras también había otra manera de entender la vida. Pero, además, había una relación muy linda entre mis padres, porque se conocieron desde que tenían seis años, y, de pronto, cuando fueron compañeros universitarios se enamoraron, pero se conocieron una vida entera. Y esa continuidad que, tal vez, a mí me hace falta en las relaciones de la vida, la he sentido porque siempre uno tiene el modelo de los padres en frente. Entonces, a lo mejor eso me daba el ancla.
—Pero luego viajaste sola.
—No sé si se me enganchó el gen gitano o ya estaba ahí, pero hay una desesperación, porque no sé usar otra palabra, de estar estable en un sitio, que las cosas estén funcionando, eso para mí está mal. Tengo que romper todo, volver a empezar, volver a enganchar con otros intereses. Pero eso, creo, ha sido bueno para la literatura porque he trabajado en muchísimas cosas extraliterarias y me permite construir personajes.
—Tú empezaste a describir escenarios, narrar situaciones y personajes en la niñez cuando, por vivir lejos, para mantener tu relación con tu abuela le escribías cartas. ¿Qué narrabas en esas cartas?
—No recuerdo mucho, sino que, ¿qué le pasa a uno de niña?, no es que le pasa demasiado (…). Entonces, hay una cercanía con alguien que tú quieres mucho y quieres de alguna manera, o también te presionan tus papás, mantener un contacto. ¿Y qué cuentas?: que te levantaste, que fuiste al colegio, que te pusieron una mala nota, que viste la televisión y te acostaste; entonces, para entretenerla le escribía cosas que, seguramente, nunca me ocurrieron. O sea, también ocurrieron cosas raras. (En Nueva York) una tarde, mis hermanos y yo fuimos con mi mamá al MoMA. Era verano y andábamos en shorts y camisetas caminando hacia la entrada, cuando de pronto llegó una limusina enorme, de esas de tres plazas que nunca en la vida habíamos visto, y se abrió la puerta. Y, de pronto, sale una mano cadavérica empuñando un bastón con la punta de plata, o que brillaba como plata, y vimos un brazo con un abrigo de mink y salió un cuerpo. Era Dalí. Dalí estaba ahí, al lado nuestro y, seguramente, en ese momento mis hermanos y yo ni siquiera sabíamos quién era, pero le vimos a mi mamá que abrió la boca. Para nosotros era normal, como era normal la primera vez que mi mamá vio nevar y nosotros estábamos saliendo a la escuela y no nos mandó porque para ella ese era un acontecimiento singular; me acuerdo que pasaban los días y se iban congelando las ramas secas de los árboles y se hacían una especie de helados encima y ella los arrancaba y guardaba en el congelador para seguir mirando.
—Para preservar el momento.
—Para ella eso era extraño y para nosotros era absolutamente normal, o era absolutamente normal subirte a un metro en Nueva York en los setenta y que haya gente hablando sobre drogas, travestis sentados al lado de una monja, y a nadie le parecía extraño. Entonces, creo que, gracias a eso, tratar de entender el mundo en pequeños compartimentos: decir esto está bien y esto está mal, esto es lo correcto y esto lo anormal, no tiene sentido en absoluto para mí, porque no es que lo pensé o lo teoricé, sino que lo viví a diario. Yo estaba en una escuela pública y en el barrio en el que vivíamos había una comunidad judía muy fuerte y yo tenía amigos de todas las razas, colores, etnias…
—La diversidad se volvió parte de tu rutina.
—Era una cosa normal. No más tener siete años y esa era la normalidad, entonces todas estas peleas que uno ve en el mundo, que ve en el Ecuador de ahora, de luchas entre el bien y el mal, la idea correcta y la incorrecta… También estaba yo en Nueva York y llegó Yasser Arafat, o los embajadores africanos de ese momento eran casi todos de países nacientes y yo los miraba entrar a Naciones Unidas, cuando íbamos de visita, vestidos con ropas de leopardos, sombreros de león. Y era normal (…). Creo que, a través de la literatura, va emergiendo el que no hay que escandalizar, no hay que gritar, sino que hay que mostrar la realidad de un mundo que, a veces, es más fantasioso de lo que uno se imaginaría, o que la fantasía nutre también, porque cada uno de nosotros carga historias en su cabeza que no necesariamente están ligadas al realismo, sino que se alimentan de lo que leímos, de lo que vivimos, de las historias que nos han contado. Y eso está mucho más cercano a un cuento de Silvina Ocampo o de Bioy Casares que al realismo social de Joaquín Gallegos Lara, o a Coetzee. Entonces, me parece que, además, cada vez que comienzo a escribir algo, comienzo a hacerlo desde un sitio distinto.
—Mientras estudiabas en la universidad en Paraguay escribiste un cuento y lo enviaste a un concurso que ganaste. ¿Ahí empezó todo?
—Sí.
—Uno sabe, o cree saber, por qué envía algo a un concurso, ¿tú sentías que había algo en ti?
—Primero, no sabía qué género era eso, porque eso era un concurso de cuentos y yo lo que escribí no era un cuento, porque yo había hecho un viaje de Paraguay al Ecuador por tierra y me había cruzado con Perú y la inmensidad del Perú (…), es todo un trayecto donde va cambiando algo dentro de ti. Entonces, había ese concurso, lo había escrito y sin mucha noción lo entregué y ganó ese premio. Y el premio era publicarlo, no dinero, y me dieron diez ejemplares, no sé qué habrá pasado con los otros ni cuántos había. No era una edición cuidadosa con lomo, no; era con grapa, estaba impreso y decía: Universidad Católica, mi nombre y el título horrible que le puse.
—¿Cuál?
—Y que no te voy a decir (risas). Pero yo no me sentía para nada una escritora porque gané este premio. Entonces, de pronto salió esta convocatoria (al Encuentro de Jóvenes Escritores de 1993) del Injuve, el Instituto de la Juventud en España.
—¿Cómo te enteraste?
—Salió en el periódico. En estos tiempos de Internet parece que (antes) vivíamos trepados en los árboles y que nadie se comunicaba, pero los periódicos funcionaban porque más gente los leía y les daba más importancia. Pero bueno, lo vi en un periódico y los requisitos eran tener menos de treinta años, haber publicado algo y mandar dos ejemplares a una dirección que ahí se especificaba, en Madrid. Lo mandé y tres meses después recibí una invitación al Encuentro que se realizaría en un pueblito que se llama Mollina, que queda a dos horas de Málaga. Ahí creo que comenzó todo. No con ese cuento ni con esas cartas a mi abuela, sino ahí.
—Un encuentro que no se ha vuelto a dar.
—Y nunca se va a volver a dar, porque no va a haber esa circunstancia de que un Gobierno socialista (español) se preocupe por reunir a esos escritores; además, en esa circunstancia particular que eran los 500 años (de la llegada de Colón a América) y que había todo ese debate de si fue un encuentro o si fue una conquista. Entonces, ahí estaban ¡Juan José Arreola, Jorge Amado, Zélia Gattai, Ana María Matute, Abel Posse! ¡Roa Bastos, Mario Benedetti, José Saramago!
—Una lista abrumadora.
—Imagínate, eso a los veinte y algo años, y, además, otra cosa maravillosa que me ocurrió con ese encuentro es que ellos se volvieron para mí el patrón de lo que es un escritor, entre comillas, consagrado: gente curiosa, sin vanidad, sin un ego desmedido, gente que quería compartir su vida con pendejos de veinte años, porque lo que hacíamos, básicamente, era desayunar, almorzar y cenar con ellos, no hacíamos más. Y cada tarde, de vez en cuando, si alguien se animaba leía algo que había escrito y ellos estaban ahí para compartir.
—No había las tales conferencias magistrales.
—No, no. Y no había ningún interés de alguien de 80 años por destrozar a alguien de veinte. Sino de acompañarlo, de resaltar lo que les parecía bien y decirle que podía mejorar ciertas cosas por aquí, por allá.

—O sea, Wole Soyinka, poco antes había ganado el Premio Nobel (1986), estuvo (Juan) Goytisolo ahí, y también había esa cosa de que, casi todos fueron solos, pero Jorge Amado fue con su maravillosa esposa que también era escritora, Zélia Gattai, pero Roa Bastos fue con su esposa que tendría treinta años, y con dos niños de nueve y de ocho años, que no le dejaron hacer nada porque estaban ahí haciendo lo que hace un niño, pidiendo atención. Y también fue lindo ver eso, un escritor consagrado, que escribió Yo el supremo, que era para mí la Biblia, de pronto no podía hablar conmigo porque le preocupaba que su niña de ocho años estaba llorando.
—Conociste al Roa Bastos papá.
—Era un papá raro porque era un papá intelectual, y, claro, la mamá estaba ahí, pero él no se podía desentender tampoco… Después vino la generosidad maravillosa de Jorge Amado. Yo era muy tímida a los veinte años, pero una de las razones por las que me pusieron Gabriela fue por Gabriela, clavo y canela y tenía a Jorge Amado ahí, a diez metros. Y un día fui así, mirando al suelo, y le dije buenas brbrbr, soy Gabriela Alemán, mi mamá me puso Gabriela por su libro brbrbr. Y me fui corriendo. Y al día siguiente, Jorge Amado no estaba por ningún lado, no aparecía y los organizadores se empezaron a preocupar. Y a la noche aparece Jorge Amado y me manda a llamar. Voy, y resulta que él se había pagado un taxi de Mollina a Málaga, que era la ciudad grande más cercana y había ido a buscar una librería donde vendieran Gabriela, clavo y canela para regalármelo; entonces, me lo firmó, me lo dio y yo me quedé…
—¡Ahí empezó todo!
—Y después. ¡Ver, tocar, escuchar a Arreola! Te digo, con la inocencia más grande, pensé que él estaba muerto. No era (para mí) una persona real, no era un escritor, era como alguien que escribió en la época de Flaubert, no podía ser una persona, y de pronto ahí estaba frente a mí, de 1,50 metros con una capa negra y un sombrero negro escuchándome, ni siquiera hablándome, sino escuchándome. Yo ya no me acuerdo de qué hablábamos, pero me escuchaba (…). Entonces, en algún momento, yo me dije: “Aquí está gente como Arreola, y yo solo tengo este folletito que escribí hace cuatro años en un viaje, ¡¿cómo les voy a enseñar eso?!”. Entonces, me encerraba todas las noches a escribir algo. Y leyeron mis primeros cuatro cuentos que luego se publicaron en Maldito corazón (editorial El Conejo, 1996), los leyó Arreola y los leyó Saramago. Ellos fueron a los que me animé a mostrárselos, porque para ese momento ya se habían ido Jorge Amado y Zélia Gattai.
—¿Qué te dijeron?
—Generosos como podían ser ellos, porque, además, eran cuentos fantásticos. Hablaban de la fantasía de no sé qué y no sé cuánto. No sé. Pero, más de lo que me dijeron en ese momento, fue el sentir que no podía ser solo lectora, sino que también podía estar como en ese mundo que no era un mundo que me da la sensación de “quiero ser escritor porque quiero que hablen de mí”, sino que era el mundo de gente maravillosa…
—Un mundo posible.
—O sea, era Saramago, que aún no había ganado el Nobel, y que se había casado recién con Pilar del Río, y yo me sentaba al lado de él y se ponía a hablar de Pessoa, de la literatura marroquí, que se ponía a hablar porque conocía muy bien la literatura mexicana de la Revolución. Ese mundo el mundo de las ideas, de la construcción de mundos, es lo que me atrajo en ese momento, y ahí fue que comencé a construir estos cuentos. Y cuando volví al Ecuador fui experimentando y presenté a algunas editoriales y salió el primer libro.

—Hablando de escritores, ubicándonos más acá en el tiempo, Ray Loriga, Premio Alfaguara 2017, ha dicho que ser escritor es “Conseguir formular, con las palabras de uno, los sentimientos de otros”. Para ti, ¿en qué consiste ser escritor?
—Qué lindo que hables de Loriga, porque hace dos años me invitaron a la Feria de Medellín y estuve en una mesa con Víctor Gaviria y con Ray Loriga, y yo entré temblando porque para mí, a los diecinueve años, Ray Loriga era el “chico malo” de la literatura, era Jack Kerouac. Y estaba ahí sentado, al lado mío.
—Pero él es tu contemporáneo.
—O sea, ¿qué tan contemporáneo puede ser alguien que a los veinte años ya era famoso en España, que ya había publicado en las grandes editoriales, con alguien aquí que había publicado en El Conejo? (…). Este hombre que era el chico malo, el que hablaba de sexo, drogas y rock and roll, en ese encuentro con Víctor Gaviria, que es otro monstruo del cine, pero también es un gran poeta y es un gran ser humano, demostró que sabe muchísimo sobre el barroco en España, sobre Santa Teresa, sobre Sor Juana, se pasó hablando de eso, y me encantó que se rompa esa carcasa que, de alguna manera, arman los medios. Por eso me encanta que haya ganado ahora el Alfaguara y de lo poquito que he leído del libro por el que lo ganó, está a medio paso entre la ciencia ficción y el mundo este en el que vivimos ahora, y creo que vuelvo a lo que dije, de que en cada libro trato de pensar qué es la literatura. Por lo menos yo, no lo tengo tan claro como Ray Loriga (risas).
—Tu obra se caracteriza por un contenido de esencia histórica. ¿No es solo un pretexto para hablar de hechos reales?
—Me encanta la ficción. Si ves los libros que hay en esta casa, el 30 o 40% están ligados a la literatura fantástica, pero vuelvo al que es esa literatura fantástica, que está ligada a cómo funciona el mundo, a que todo lo que vemos no necesariamente es palpable. La mitad de nuestras vidas están construidas por lo que tenemos en la cabeza y cómo entendemos esa realidad.
—Tu última novela tiene a Paraguay como personaje central e insertas a los protagonistas en períodos históricos de ese país, de la guerra y la dictadura. ¿Cuán importante para ti es referirte al poder, a su impacto en la gente?
En esa historia, principalmente, no se podía contar la historia sin eso. Cuando me senté ya con la idea de escribir algo que ocurría en Paraguay, automáticamente, comenzó a aparecer el espectro, el fantasma de esa dictadura que duró 35 años en Paraguay, de la que poco se ha hablado, de la que poco se ha discutido, de la que poco se sabe. Y cuando quería hablar sobre otros personajes, que no estuvieran relacionados directamente con Stroessner, este acababa surgiendo, y eso no tenía solo que ver con la novela sino con algo que creo que ya está ahí en algunos libros, que es cómo el tiempo no entra en compartimentos, en los que el pasado está aquí y el presente acá, y el futuro allá; sino que solo con mirarnos en el espejo, ahí está nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro, si lo queremos ver. Me parece que eso es mucho más claro en un país que pasó por una dictadura larguísima que no ha digerido, por usar una metáfora. Si uno mira la dictadura argentina, cuando llega Alfonsín al poder hay, de pronto, casi quince años, en los que el cine argentino se vuelca a contar historias de la dictadura y llega un momento de saturación en que las nuevas generaciones dicen basta; pero ya pasaron tres generaciones digiriéndola, entendiéndola, hablando, algunas veces con mayor o menor acierto, pero hubo un debate. En Paraguay ese debate no se ha dado. Entonces mientras menos hables sobre algo, más está la sombra de ese pasado encima de todo.
—En Humo aparecen párrafos de un libro que hace referencia a las ideas, a la política, a la democracia, con unas anotaciones al costado, ¿cuáles harías tú a esas palabras?
—Yo creo que no hay nadie mejor que Rafael Barrett, esas son sus palabras. Rafael Barrett es un español nacido en Santander que llegó al Cono Sur, que vivió una época en Argentina, una época en Uruguay y de pronto se instaló en Paraguay, descubrió ese mundo desolado después de la guerra de la Triple Alianza donde murió el 80% de los habitantes de Paraguay, y decidió quedarse ahí y armar una vida. Y escribe las cosas más brutales sobre la falta de democracia, sobre las desigualdades de Paraguay, pero lo hace con el amor de alguien que quiere cambiar; es un ensayista que también es un provocador, es un anarquista, es alguien que está haciendo anarquismo en América Latina, desde el siglo XIX, metido, instalado, no escribiendo desde París o desde Barcelona; lo hace metido en la mitad de la selva paraguaya… Yo no encuentro mejores palabras para describir qué es la democracia, qué son las ideas, qué es todo ese juego entre machos que él describe.
—Tu obra refleja también tu interés por las emociones, por la condición humana, por exponerla con su sino. En Álbum de familia uno de los personajes dice que el truco de la vida está en no resistirse, en ceder. ¿Cuál es el truco de la vida?
—Creo que el truco de la vida es tener curiosidad siempre, curiosidad por todo lo que está a nuestro alrededor y por nunca sentir que lo que los otros sienten es menos que lo que uno siente. Además que, si abordas así la vida, la tuya se enriquece, porque estás abierta a todo lo que está ocurriendo a tu alrededor y eso que dices tú que aparece en algún momento en Álbum de familia es para que veas lo poco compartimentado que tengo todo. Una de mis lecturas favoritas es Bruce Lee, porque él desarrolló toda una técnica en Estados Unidos con tradiciones milenarias, y la base de su arte marcial está en el agua, en la fuerza del agua. Es horrible lo que te voy a decir, pero uno ve la fuerza del agua en lo que acaba de pasar en Perú y en Colombia, puede destruirlo todo; pero el agua se mete en la grieta más pequeña y sigue fluyendo, uno puede atravesar el agua y volver a salir y el agua sigue ahí. El agua tiene la posibilidad de ser fuerza y de ser débil, y también de fluir.
Gabriela Alemán debutó en la literatura escribiendo cuentos; su primer libro fue uno infantil, En el país rosado, publicado en 1994, al que siguieron otros relatos; en 2003 lanzó su primera novela, Body Time. Cultiva también el ensayo y la crónica; ha incursionado en la dramaturgia (La acróbata del hambre), en el cómic (guionista de Puertas adentro, para la Unicef) y en la radio (guion para la serie Salomé Gutiérrez, exdetective privado, transmitida por Onda Verde en Madrid y posteriormente por radio La Luna de Quito).
—Eres una mujer escritora que cuenta historias de la historia. Ante la historia de las mujeres, ¿cómo ves el feminismo?
—Si tú miras mis libros… y eso sí me lo planteé desde el momento en que tenía veintiún años y comencé a escribir, y no es que iba a hacer política desde la literatura, porque no creo que ese sea su papel, pero sí iba a plantear personajes mujeres que llevaran la acción. Mi tesis de maestría en la Universidad Andina fue sobre la representación femenina en la literatura de la generación de los setenta: Abdón Ubidia, Javier Vásconez, Velasco Mackenzie, bla, bla, bla. Las mujeres de toda esa generación respondían a tres patrones: o eran putas o eran santas o eran objetos. Y no me interesaba hacer eso en absoluto. Y me puse a pensar que todos los personajes que a mí me gustaban de la literatura universal eran chicos, hombres; no había una sola mujer que llevase adelante la acción, que trabajara, que se planteara dilemas, que tuviera problemas de poder. Entonces, hay como dos cosas (en mi obra), aparecen mujeres que llevan adelante la acción y aparecen muchos periodistas…
—¿Desde dónde te interesa hablar?
—No desde el poder, sino desde la historia de lo chiquito, de los espacios que no están claros, de los lugares donde las fronteras no se resuelven, desde los lugares donde se mezclan los idiomas, desde los lugares desconocidos, desde los lugares que no interesan, como Paraguay, Ecuador.
—El Fakir, la casa editorial que tu hermano Álvaro, César Salazar y tú fundaron, por estos días hace un llamado al ejercicio sano de insultar. ¿Qué puede aportar el ejercicio del insulto a la búsqueda de un acuerdo?
—Lo que hicimos en la página web de El Fakir fue poner el rostro de Montalvo, sacar distintos insultos que hay a lo largo de su obra y colocar un botón que dice “insúltame”. No es que tú le insultas, sino que él te insulta; entonces, nos pareció muy sano dejarse insultar, porque parece que el poder, la persona que vive en la esquina, la que está en la tienda tiene todo el derecho de insultarnos, pero no de recibir de vuelta un insulto y ese insulto no necesariamente tiene que ser una cosa abrumadora que puede acabar con un ser humano, pero sí es el ejercicio de la respuesta. Si tú insultas, no puedes pensar que vas a clausurar la posibilidad de vuelta, una reflexión sobre lo que tú acabas de decir. Entonces, ese ejercicio viene con un manifiesto, porque no es que está ahí suelto, sino que hay un manifiesto que remite a la historia de la literatura ecuatoriana. Para volver a ponernos en contexto, no estamos en un momento nacido de la nada, estamos en un momento muy degradado para el insulto, pero el insulto se ha dado desde el gran Juan Montalvo; además, está planteado desde Juan Montalvo que sí es nuestro gran escritor del siglo XIX, pero como escritor del siglo XIX, venía inserto dentro de preconceptos, de misoginia, de racismo; entonces hay insultos que no nos van a gustar, porque realmente son racistas y eso permite reflexionar desde dónde hablaba Montalvo, desde dónde habla el poder en este momento, desde dónde hablamos nosotros cuando insultamos, desde dónde viene ese insulto que nos profieren a nosotros…♦