Don Alfonso Espinosa de los Monteros —el periodista con más años en pantalla— se jubila y los recuerdos de un guionista se mezclan con un funeral y un programa de concursos.
Acababa de volver del funeral de alguien a quien nunca conocí. Fue una de esas situaciones en las que uno se mete cuando sale románticamente con una chica y se muere su abuela de repente. Tuve que abrazar a su madre y decir que lo sentía mucho, aunque ambos sabíamos que mi duelo era fingido.
Suelo hacer chistes inapropiados cuando no sé cómo comportarme en algún lugar. “A mi abuelito le pasó lo mismo que a mi último celular”, le dije a uno de los deudos: “Se cayó y se murió”. Con un codazo disimulado, la chica me hizo callar y me agarró la mano. Poco a poco acabé escuchando historias de una familia ajena. Al final de la tarde, en la habitación del hotel donde me hospedaba, pensaba en esos relatos. Hasta que sonaron las poderosas trompetas de “Parade of the Charioteers”, canción compuesta por Miklós Rózsa y recordé algo: esa noche, 1 de mayo de 2023, Alfonso Espinosa de los Monteros presentaba, por última vez, el noticiero de Ecuavisa, Televistazo.
¿Cuántas veces habré escuchado la canción de la película Ben Hur que los ecuatorianos y ecuatorianas asociamos con el telenoticiero? Fueron 56 años de ver un hombre con voz profunda que nos traía las novedades del país y del mundo, mucho antes de las redes sociales, los tuits y las transmisiones en vivo. Algo de nostalgia me embargó cuando lo escuchaba despedirse.
Sentía que una parte de mí también se iba con él. Hace muchos años dejé de ver noticieros, pero formo parte de una generación que aún construyó lazos imaginarios con los personajes de pantalla, esos amigos que te acompañaban mientras comías con tus padres o cuando te entraba un escalofrío porque anunciaban un “flash informativo”, que era casi siempre la antesala de la desgracia.
Su despedida fue sobria, sin mayores aspavientos. Ahí se despedía alguien que transmitió la llegada del hombre a la Luna desde un teléfono en Estados Unidos. Decía su adiós la persona que se dio el primer beso de ficción en la televisión ecuatoriana con Toty Rodríguez, otra de nuestras leyendas. Ese 1 de mayo me invitaba a recordar los días que compartí con él.
Don Alfonso fue el presentador del programa concurso Quién quiere ser millonario. La economía del país nunca fue suficiente para dar un millón de dólares, se entregaba hasta veinticinco mil de premio mayor. Es decir, aquí el programa debió haberse llamado Quién quiere ganar mucha plata.
Entre 2001 y 2011, con algunos descansos, nuestro presentador de noticias también se sentó en el sillón desde donde hablaba con los concursantes, les hacía las preguntas, jugaba con los comodines y era el mensajero que les informaba si cambiaban sus vidas con cuantiosos premios o si habían tomado decisiones equivocadas. Detrás de cámaras estaba yo.
Por cuestiones legales debo guardar ciertos secretos. Solo puedo decir que mi trabajo implicaba administrar las preguntas que aparecían en el programa. ¿Cómo lo hacía? ¿De dónde venían los temas? ¿Quién y cuándo se decidía qué pregunta salía? Decirlo sería una costosa imprudencia. Sin embargo, sí puedo decir que mis obligaciones me llevaron a compartir muchas horas de conversaciones con don Alfonso. De alguna manera, podía jugar con él antes que cualquier aspirante a casi millonario.
Al final de la última temporada en la que trabajé, los y las concursantes eran estudiantes de colegios que competían por sus instituciones. Jessica Cedeño, una chica con bastos conocimientos generales, fue la única que llegó a la última pregunta (en toda la historia del programa en el país solo dos personas lograron eso). La pregunta decía: “¿Cuál de los siguientes signos zodiacales no está en el escudo nacional?”. A don Alfonso le gustaba mucho esa pregunta.
Era difícil pero también le recordaba que hay detalles que tienes frente a ti todo el tiempo, pero no te das cuenta. Aries, Tauro, Géminis y Cáncer son los signos del escudo, los de los meses de 1845 de una revolución que luchó contra el tirano Juan José Flores.
Esos detalles que recordaba condimentaban la conversación. Hablamos muchas veces de historia, pero cuando el tema era música o poesía sus ojos brillaban mucho más. Eran pasiones que lo llevaron a publicar libros y amenizar las reuniones del canal con su afinada voz. Me contó historias de mandatarios y de las veces que le habían propuesto lanzarse a la Presidencia, petición a la que siempre se negaba porque era un periodista de los de antes, por convicción inquebrantable.
Los temas más contemporáneos le eran más esquivos. Pero eso nunca mermó su curiosidad. Ahí estaba yo explicándole acerca de los poderes curativos de Guepardo, de los X-Men, de las letras escabrosas de Daddy Yankee… y él escuchándome con atención.
Cuando lo conocí ya podían notarse las improntas del tiempo. Las arrugas, el pelo cano. A veces se quedaba dormido en mitad de una charla técnica con el productor general. Pero era un derecho bien ganado con la edad. No importaba, su memoria prodigiosa le permitía no necesitar teleprónter. Le daba papelitos con los puntos más importantes del guion, él se tomaba unos minutos en memorizarlos y hacía las presentaciones sin cometer un error.
Junto al don de la palabra, también estaba la sencillez y la gentileza que usaba como abrigo. De ademanes afectuosos, saludaba con todos. “Ave, querido, ¿qué me tienes hoy?”, decía cuando teníamos nuestra reunión semanal. Así como saludaba por nombre al guardia, a los guionistas, a sus colegas y a los dueños del lugar.
La longevidad no te llega sin obstáculos. Para algunos, sus posiciones políticas eran, por lo bajo, cuestionables. En épocas de redes sociales —tan lejos de los tiempos de onda corta y edición análoga— cualquiera puede manchar un nombre. Habrá tenido sus errores y se habrá ganado enemigos, pero yo solo puedo hablar del don Alfonso que conocí tras bastidores.
El tiempo dejó que se despidiera con sus reglas, ese es un privilegio de pocos. Su vida ahora debe estar al lado de los suyos, con sus nietos y riéndose de los memes que le hacen por su edad.
Ese 1 de mayo me encontró preguntándome si don Alfonso me recordaría. Cuando las luces se apagaron, también apagué el televisor. El funeral de la abuela que no conocí me hizo pensar en mi propio final. Si la vida me deja decidir cuándo retirarme, cuál será mi legado… ¿Quién se acercará a despedirme?