¿Fue sólo una protesta contra el racismo?

Fotografías: Shutterstock.

Edición 458 – julio 2020.

Cientos de miles de personas reaccionaron en los Estados Unidos por un asesinato…

Los Estados Unidos vivió una serie de protestas masivas en todo el país.

El martes 9 de junio, cuando George Floyd fue sepultado en Houston, donde ha­bía nacido 46 años antes, el desconcierto y el desasosiego eran palpables en los Estados Unidos. Sí, quince días de las protestas más persistentes y masivas desde el asesinato de Martin Luther King, en abril de 1968, no habían logrado disipar el sentimiento de remordimiento social y culpabilidad colec­tiva que ese crimen había suscitado: ¿toda­vía somos racistas? El multitudinario mea culpa (en el que no faltaron excepciones, incluido el presidente Donald Trump) se había concretado ya en anuncios de refor­mas inmediatas y drásticas de los cuerpos policiales y en asignaciones federales y esta­tales caudalosas para acortar la brecha, que todavía persiste, entre los niveles de vida de blancos y negros.

Persiste, en efecto, 157 años después de la abolición de la esclavitud (ordenada por Abraham Lincoln en 1863, en plena Guerra Civil) y 56 años después de la expedición de la ley de derechos civiles (promulgada por Lyndon Johnson en 1964), como lo demos­traron las cifras de víctimas de la pandemia: 32 por ciento de los contagiados son afro­descendientes, a pesar de que representan 13 por ciento de la población estadouni­dense. Y si bien esas cifras son parciales y no oficiales, está claro que la diferencia en los niveles de bienestar, incluidas las con­diciones de salud, está influyendo en el desequilibrio de los contagios. Lo que, por cierto, también afecta a las poblaciones his­panas.

No cabe duda de que en el último me­dio siglo los avances han sido notables en la equiparación de derechos y libertades. Ya la segregación no está en las leyes. Incluso ya tienen vigencia plena una serie de nor­mas de ‘acción afirmativa’, que consagran un acceso preferencial de los integrantes de grupos poblacionales minoritarios a diversos beneficios, en especial el empleo y la educación. Es, en definitiva, discrimi­nación positiva. Más aún, el presidente vivo más popular (y acaso el más acertado, por su sobriedad, integridad y visión de largo) es Barack Obama, quien encabeza una legión de políticos de una amplia diver­sidad étnica que ya están en gobernaciones, alcaldías y la cámara de representantes.

Todo lo cual no implica, sin embargo, que lo ocurrido el 25 de mayo, en Minnea­polis, con George Floyd hubiera sido un incidente aislado. Por el contrario, el uso excesivo de la fuerza por parte de policías blancos contra sospechosos negros es de­masiado frecuente. En las imágenes del cri­men, que por su crudeza dejaron perplejo al mundo, resalta la frialdad siniestra con la que los cuatro policías (y en especial la del agente que durante 8:46 minutos retuvo la rodilla en el cuello de un hombre doblega­do y sometido, hasta que lo mató) efectua­ron un procedimiento de una violencia pri­mitiva con la actitud de quienes cumplen nada más que una detención rutinaria.

Del silencio a la lucha

Hasta mediados de los años sesenta del siglo XX, los abusos contra los afroameri­canos, que eran constantes y que incluían asesinatos frecuentes, muy rara vez llegaban a los tribunales de justicia o, al menos, a las páginas de los periódicos. Eran los años del Ku Klux Klan, en los que las autoridades —en especial de los esta­dos del ‘Sur Profundo’: Luisiana, Alabama, Georgia, Florida, Carolina del Norte, Ca­rolina del Sur, Texas y Mississippi— solían ser encubridoras, incluso cómplices, de los supremacistas blancos. Tal vez el cambio de actitud, para pasar del miedo y la resigna­ción a la protesta y la rebeldía, empezó con un crimen múltiple ocurrido en 1963. Em­pezando entonces, estos fueron algunos de los casos más conocidos de estallidos contra la violencia racial:

El 15 de septiembre de 1963, en Bir­mingham, Alabama, cuatro niñas negras (tres de 14 años y una de 11) mu­rieron por el estallido de una carga de di­namita colocada bajo las escaleras de una iglesia baptista, de la que alguna vez Martin Luther King había sido pastor. Los autores eran miembros del Ku Klux Klan, que fue­ron procesados y condenados muchos años después. Las calles de la ciudad se llenaron de gente indignada, pero sus protestas, que dejaron dos muertos más, fueron sofocadas por la guardia nacional.

El 7 de marzo de 1965, en Selma, Alabama, una marcha en protesta por la muerte de un afroamericano fue di­suelta por la policía a garrotazo limpio. Las imágenes, difundidas por la televisión, se convirtieron en un símbolo de la violencia racial, detonaron una cadena de manifes­taciones (lideradas por King) y forzaron al gobierno federal a expedir una ley prohi­biendo toda discriminación en el proceso de registro de votantes.

El 11 de agosto de 1965, en Los Án­geles, California, el arresto de dos hermanos derivó en Watts, un suburbio predominantemente negro, en incidentes con la policía que se prolongaron durante seis días, con saqueos e incendios, en los que murieron 34 personas y fueron des­truidos más de mil inmuebles. La ‘Rebelión de Watts’ requirió el despliegue de 14.000 soldados de la guardia nacional.

El 23 de julio de 1967, en Detroit, Michigan, el allanamiento de un club nocturno ilegal dedicado al juego y la prostitución desencadenó una ola de protestas violentas en las que, a lo largo de cinco días, murieron 43 personas y fueron incendiadas unas mil cuatrocientas edifi­caciones.

El 4 de abril de 1968, en Memphis, Tennessee, fue asesinado Martin Luther King, el líder del movimiento de los derechos civiles (por lo que en 1964 había sido galardonado con el Premio Nobel de la Paz), lo que detonó una campaña de dis­turbios que duró prácticamente todo ese año, llegó a abarcar doscientas ciudades y causó 43 muertos, 3.447 heridos y 26.190 detenidos y, para sofocarla, obligó al des­pliegue de 58.000 soldados de la guardia nacional.

El 29 de abril de 1992, en Los Ánge­les, cuatro policías blancos enjuicia­dos por la detención a golpes de un hom­bre negro, Rodney King, fueron absueltos por el juez de la causa. Las protestas que de inmediato empezaron fueron de una vio­lencia total (la muchedumbre linchó suce­sivamente, ante las cámaras de la televisión, a una pareja y a un camionero), duraron cuatro días, fueron saqueadas tiendas y quemadas casas y murieron 63 personas. Fue la última vez que el ejército fue desple­gado en territorio estadounidense.

El 9 de agosto de 2014, en Ferguson, Missouri, un policía blanco mató con seis disparos a Michael Brown, des­pués de que, tras ser sorprendido robando, gritó: “¡Manos arriba, no dispare!”. El cri­men derivó en incidentes cuya consecuen­cia principal fue la orden del presidente Obama de que al uniforme de los policías sea incorporada una cámara para que que­den grabadas evidencias de su proceder.

Martin Luther King cierra los brazos con sus ayudantes mientras dirige una marcha de miles el 17 de marzo de 1965 en Montgomery, Alabama.
Activistas de los derechos civiles son bloqueados por la guardia nacional mientras intentan organizar una protesta en Memphis en 1968.
Entre el 11 y el 17 de agosto de 1965, el barrio de Watts en Los Ángeles vivió uno de los peores disturbios raciales de la historia, más conocida como la Rebelión Watts.
Manifestantes contra el racismo tras la muerte a tiros de Mike Brown en Ferguson, Missouri, Washington D. C. el 30 de agosto de 2014.

Algo más que racismo

Cuando George Floyd fue asesinado, a pesar de su clamor angustiado de que “¡no puedo respirar!”, la gente se lanzó a las calles de ochenta ciudades de los Estados Unidos en unas manifestaciones indig­nadas y tumultuosas que no habían cesa­do hasta el 9 de junio, día del entierro en Houston. Eran —y ahí radicó la novedad— multitudes de negros, blancos, hispanos y asiáticos haciendo causa común e identifi­cados todos en una protesta que, por sus características, iba más allá de lo circuns­tancial: parecía ser un grito simultáneo y multitudinario contra una realidad políti­ca, económica y social en que legiones de seres humanos se sienten frustrados, insa­tisfechos, desilusionados.

Es posible, incluso probable, que la pandemia influyera en la magnitud de la protesta: después de diez semanas de en­cierro inesperado, repleto de malos pre­sagios, había en el mundo —y lo sigue habiendo— un sentimiento de temor y zozobra ante la incertidumbre de lo que le espera a la especie humana. Podría ser, como ocurrió hace cien años, tras la ‘Gripe Española’, que el planeta su hunda en la re­cesión económica y la turbulencia políti­ca. O podría ser, como ocurrió al final del siglo XIV después de la ‘Peste Negra’, que haya un renacimiento de las sociedades y un avance hacia la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, que fueron los ideales de la Ilustración. Ese futuro está ahí, muy cercano, pero también es incier­to. Nadie sabe qué traerá. Y esa falta de certezas desalienta.

Pero ya bastante antes del encierro, a lo largo de toda una década que fue reple­ta de conflictos, era notorio que el mundo estaba inquieto, incómodo, perturbado. Los pueblos, incluso en los países más prósperos y avanzados, estaban exaspe­rados. El ambiente de crispación era pal­pable por una democracia irritada, en la que resurgieron con ímpetu los naciona­lismos, los populismos y los radicalismos de todo signo, es decir formas de acción política rudas y arcaicas. Se sentía que el capitalismo, generador de prosperidad y multiplicador de la clase media, se había distorsionado y se había quedado sin as­censor social, convertido en un sistema mercantilista, atado al gran capital finan­ciero, en el que unos pocos se enriquecen especulando mientras muchos se empo­brecen trabajando.

En esa democracia irritada, rebosante de ‘perdedores de la globalización’, cual­quier chispa puede empezar un incendio. Y eso sucedió en los Estados Unidos: un asesinato, sin duda horripilante y brutal, pero denunciado y sancionado sin demo­ra, lanzó a las calles a cientos de miles de personas, que noche tras noche demostra­ron su indignación por el racismo, sí, pero también su insatisfacción, incluso su rabia, contra un sistema descompuesto, en el que millones de jóvenes bien preparados y re­sueltos carecen de oportunidades suficien­tes y tienen expectativas limitadas, al mis­mo tiempo que la clase media se contrae y el proletariado retrocede en sus niveles de vida.

Y también racismo

Pero ese ambiente de disconformidad, que es de amplio espectro y no se circuns­cribe a un solo grupo étnico, derivó en ma­nifestaciones masivas por un “crimen de odio”, de contenido racista, que fue como la sociedad americana percibió el asesinato de George Floyd. Y es que si bien toda dis­criminación, empezando por la racial, está prohibida por las leyes federales y estatales, la disparidad en los ingresos y las oportuni­dades subsiste todavía. Un dato: el viernes 5 de junio, cuando el confinamiento por la pandemia había sido aflojado en la mayoría de los cincuenta estados, las cifras generales del desempleo habían descendido sorpren­dentemente, de 14,7 a 13,3 por ciento, no obstante lo cual el paro referido a la pobla­ción negra había subido, de 16,7 a 16,8 por ciento.

En los ingresos y los ahorros también hay diferencias, que, aunque podrían ser atribuidas a disparidades en los niveles de educación, constituyen un elemento adicional de irritación. Es así que, según las estadísticas de la Oficina del Censo de los Estados Unidos, los ingresos medios anuales de una familia negra eran en 2018 de 41.361 dólares, frente a 70.642 de una familia blanca. Y en el promedio de aho­rros disponibles la brecha era aún mayor: 13.024 frente a 149.703 dólares. Otra cifra que fue mencionada con insistencia en las dos semanas de la revuelta fue la que se refiere al número de presos en las cárceles: 1.501 de cada cien mil afroamericanos, frente a 264 blancos. (Los presos hispa­nos, dicho sea de paso, son 797 por cada cien mil).

Es muy probable que el protagonismo del tema racial en las elecciones estadouni­denses, que tendía a difuminarse en el últi­mo cuarto de siglo, retorne con fuerza para la elección presidencial del 3 de noviembre venidero. Y ahí el presidente Donald Trump correrá con el viento en contra, porque su contrincante, el demócrata Joe Biden, tiene una vasta acogida entre los vo­tantes afrodescendientes. Pero Trump, como todo populista, es sagaz con las mul­titudes y hábil en las campañas, por lo que su reelección por otros cuatro años, hasta enero de 2025, sigue siendo una posibili­dad cierta, a pesar de su desventaja actual en las encuestas de intención de voto: Bi­den va adelante por entre cinco y ocho puntos y, además, la brecha está ensan­chándose. Y, por cierto, la muerte de Geor­ge Floyd sólo dificultará la eventual remon­tada de Trump.

LOS AÑOS DEL KLAN

La Guerra Civil había terminado, el intento de secesión del sur confederado había fraca­sado y, bajo la presidencia de Abraham Lincoln, los Estados Unidos se aprestaban a em­prender la tarea paciente y difícil de sanar las heridas de cuatro años de lucha sangrienta y restaurar los valores de la unión original. Era el 9 de abril de 1865. Con la paz habían vuelto la esperanza y el optimismo. Duraron poco.

Duraron poco, en efecto, porque cinco días más tarde, el 14 de abril, John Wilkes Booth, un actor de poca monta y de prejuicios racistas, le disparó un tiro al presidente mien­tras asistía a una obra de teatro, en Washington. Lincoln murió la madrugada siguiente. Pocas semanas más tarde, en Memphis, Tennessee, Nathan Bedford Forrest, un general del ejército confederado con buena fama como estratega militar y partidario firme de la esclavitud, fundó una organización para “la emancipación de los hombres blancos del sur y la restitución de todos sus derechos”. Derechos entre los cuales estaba, desde luego, el de tener esclavos.

El Ku Klux Klan prendió con rapidez en los once estados de la Confederación, donde miles de personas, en especial hombres blancos de las clases bajas que temían perder su trabajo frente a los esclavos manumitidos, formaron células cuyo propósito inicial era desarmar a los soldados negros que habían luchado en el ejército de la Unión. Pero los asesinatos y los incendios de casas y templos comenzaron muy pronto.

Desde entonces, el Klan se disolvió y volvió a fundarse una y otra vez. Llegó a tener en 1870, según dijo el general Forrest, “más de medio millón de hombres”, y en 1950 “de cuatro a cinco millones”, de acuerdo con estimaciones del FBI. Por entonces, mediados del siglo XX, ya no era tan sólo una secta de supremacistas blancos, sino también una organi­zación antisemita y anticatólica, que operaba con la protección frecuente, incluso con la complicidad abierta, de gobernadores y alcaldes.

Esos fueron los años del Klan, en que los primeros intentos por suprimir la segregación racial fueron respondidos con una sucesión feroz de ataques a pacíficos ciudadanos ne­gros, incluso soldados condecorados y funcionarios elegidos, que fueron quemados vivos o ahorcados o castrados, sin que sus autores —con excepciones muy aisladas— fueran llevados a juicio y sancionados.

Con el crimen atroz de las cuatro niñas en Birmingham, Alabama, el 15 de septiembre de 1963, el Ku Klux Klan se autoinmoló: el repudio fue generalizado, incluso en los grupos blancos más conservadores, por lo que quince meses más tarde, el 2 de julio de 1964, el presidente Lyndon Johnson firmó la ley de derechos civiles, con lo que quedó prohibida en los Estados Unidos toda discriminación por motivos raciales. Pero la imagen de esos seres iracundos y despiadados, con túnicas y capirotes blancos que incendiaban cruces y tortu­raban hasta matar a hombres negros indefensos, reaparece cada vez que es perpetrado un crimen de odio, como el cometido con George Floyd el 25 de mayo, en Minneapolis.

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