Hace mucho frío en Quito últimamente. Las puntas de los dedos y la nariz lo conservan bien. El café mañanero no permanece caliente más de unos minutos. La montaña, cuando se la ve, está cubierta de nieve. Cuando no se la ve es porque hay una capa blanca, espesa, que llega hasta el borde de la ventana. Esta capa no es rígida, es lo contrario de rígida, pero tampoco se mueve ni se va en todo el día.

La ropa en el tendedero no se seca. La toalla de manos en el baño está por siempre húmeda. Usamos mitones. Y ya no guardamos la mantequilla en la refri porque afuera, sobre el mesón, se conserva igual de bien.
Mi esposa es guayaquileña, así que mañana y noche tenemos esta misma discusión. Dicen que uno habla del clima solo cuando no hay nada más de qué hablar, por ser amables, pero para nosotros es un asunto vital, parte fundamental de nuestra unión. Admiro tanto a mi esposa. Es hermosa y demuestra tenacidad en todo lo que hace.
Sobre el frío, simplemente no da el brazo a torcer. Le parece que hace demasiado frío en Quito. Siempre. Dice que necesita ropa más abrigada, dice que no entiende cómo alguien puede vivir así. El tránsito de la ducha al clóset es un suplicio, para ella, para mí no. La miro temblando y me enamoro más. Se pone prehistórica preguntándose cómo fue que nuestros antepasados migraron a las alturas, más allá del dengue y el paludismo. Se pone en modo A la costa buscando relatos de origen que expliquen la división del territorio.
Yo me pongo poético y cito a William Carlos Williams: “El descenso seduce como sedujo el ascenso”. Y ella pregunta: “¿qué clase de día va a hacer hoy?, ¿hay sol o no hay sol?” O dice: “esto no es normal”. Cuando por casualidad en una de las pocas series gringas que vemos, un personaje menciona que la ciudad de Denver está a mil metros de altura, se ríe a carcajadas. Mejor nos metemos a la cama, debajo del edredón y las colchas, a leer y abrazarnos.
Quito es la segunda capital más alta del mundo. Dentro de nuestro país, solo Tulcán está por encima (jajajá). Los Andes tienen eso de particular, la altitud es nuestro salto a la fama. El soroche es cuestión de orgullo nacional. Somos altos, altivos. Y, sin embargo, no, no somos altos, somos bajos. Mírennos. La clave está en reconocer que tenemos genta alta gracias a los bajitos.
Sin la cumbre rocosa no existiría la Costa. Sin este frío de Quito no existiría el calor aplastante del litoral. Lo uno necesita de lo otro. Una moneda tiene dos caras pero no es la una o la otra, son ambas, a la vez. Se puede elegir “cara” pero esa decisión depende íntegramente de la no elección de “cruz”. Y viceversa. Así que no es “brr o no brr, esa es la cuestión”. Shakespeare estaba jugando con nosotros. Brr y no brr. No habría brr sin sofoco.
Gracias Andes por eso, gracias litoral también. Gracias antepasados indígenas por marchar tercamente hasta que no había insecto a la vista y se morían del frío. Inventaron el taparrabos pero también el poncho. Gracias por trazar la carretera de Santo Domingo, quedó de lujo. Y ya que estoy en estas, gracias selva, gracias Galápagos, gracias lectores, gracias editores, gracias revista, gracias imprenta, gracias percha, gracias manos, gracias ojos, gracias…