
La protesta contra la Ley de Jubilaciones ofusca al Gobierno de Macron y despierta a una Francia republicana, rebelde, irónica. La cólera popular se expresa en cánticos, pancartas y explosiones de violencia, que señalan a un presidente acusado de arrogancia.
En Francia la reforma de la jubilación se anunció a inicios de año. Tras trece jornadas de huelga y manifestaciones, el clima social es eruptivo y la concordia, lejana. So pretexto de suavizar un déficit futuro, la jubilación pasa de 62 años a 64. Esto agrava la penosidad de ciertos trabajos, a las mujeres en su vida laboral, las carreras interrumpidas y atiza el dilema de si vivir para trabajar o trabajar para vivir.
La sexta jornada de movilización, el 7 de marzo, rompió récord de participación. Más de un millón de personas plegaron al levantamiento, según cifras oficiales, que reducen la cuenta de los sindicatos en proporción de tres a uno. Para el 1 de mayo, fecha que conjugó reivindicaciones históricas, coyuntura social y las violencias intrínsecas, los sindicatos contaron más de dos millones de personas en las calles, mientras que el Ministerio del Interior alcanzaba menos de 800 000.
Tras el debate en la Asamblea y el Senado, el paso de la ley por autoridad del Ejecutivo, mediante el uso del artículo 49.3, acentuó la protesta; no tanto en número, como en intensidad y diversidad. La suma de sectores refleja el descontento, ya no solo frente a la reforma de jubilaciones —considerada innecesaria, primero, y adoptada de manera antidemocrática, después—, sino frente a un Gobierno sordo que acusa el sofocamiento y la violencia de la movilización, mientras pasa por alto la pluralidad en las calles.
No es solo el aumento de dos años de trabajo, sino el sentimiento de que Emmanuel Macron no comprende al francés promedio. La propuesta, imposición, validación y promulgación de la reforma cristalizaron una hostilidad cultivada antes de la pandemia, remecida por la guerra en Ucrania, exacerbada por el desamparo del servicio público y azuzada en período de inflación. Este fue el timing cuando el Gobierno confundió riesgo político con ejercicio de autoridad. Ahora la situación se mide como crisis democrática.
El presidente desea virar página y pasar a otras reformas. En sus alocuciones, Macron busca conciliación pero, al no hacer concesiones, anula su decir. Los manifestantes exigen el retiro de la ley, humillan la majestad del poder en cada una de sus intervenciones y no renuncian a la calle ni a la cólera. El diálogo se abre y se cierra desde los dos bandos; no hay matices. Es el despertar de una conciencia política, aletargada durante la pandemia, pero latente en el espíritu mismo de una Francia republicana, rebelde, irónica.
La grèviculture francesa
En francés hay dos palabras para la movilización social. La primera es huelga (grève): el acto de interrumpir una parte o toda la jornada laboral para mostrar desacuerdo con algún ámbito de la actualidad. Es un término oficial e implica que cada quien lo declare, es decir que informe en su lugar de trabajo que tal día, a tal hora, está en huelga. Hacerlo conlleva perder el porcentaje del sueldo que corresponde al tiempo no trabajado. El derecho a la huelga en Francia es pagado por el trabajador en un giro del sistema-mercado.
La segunda palabra es manifestación (manifestation): la organización de personas en un lugar, fecha y horario, para expresar apoyo popular a la huelga. La manifestación también se declara, pero esta vez son los colectivos —casi siempre, los sindicatos— los que llaman a los manifestantes e informan a las alcaldías que un grupo indeterminado de personas marchará de un punto a otro de la ciudad. Se enmarcan en la permisión institucional. Las fuerzas del orden acompañan el cortejo y, al acercarse la hora final del permiso, entrampillan a los manifestantes, ejecutan la dispersión.

Declarar la huelga y llamar a la manifestación sistematizan social y culturalmente la movilización. Se habla de una grèviculture française, de una cultura francesa de huelga. Sobre todo para sus vecinos europeos, la grèviculture es una actitud casi tan estereotípica como la baguette bajo el brazo; sin embargo, es la explicación plausible de varias conquistas sociales y se inscribe en la historia moderna de Francia.
Entre más grande es la movilización, más se detiene la actividad productiva. Las empresas de transporte público, por ejemplo, disminuyen la afluencia de trenes, buses, metros y tranvías, cierran estaciones, alargan el tiempo de trayecto. En un país donde la gente privilegia el transporte público para sus desplazamientos, esto se traduce en retrasos, ausencias, molestias cotidianas.
Pero, esta vez, las incomodidades han generado menos oposición que en ocasiones anteriores. La actitud comprensiva de quienes intentan cumplir con su rutina también mide la temperatura del clima social: un sentir mayoritario en favor de la protesta y la desconfianza en el Gobierno (según Ipsos, 67 % de franceses dudan de Macron y el mismo porcentaje apoya la movilización). “Se comprende”, decía el conductor en su camión al periodista del vespertino, mientras era cómplice del bloqueo de una carretera. “Yo debo trabajar y ellos quieren protestar; no los voy a confrontar, los apoyo”.
Unidos y diversos
Desde mediados de enero los colectivos organizan la huelga al menos una vez por semana. En París el imaginario geográfico de la revuelta se extiende entre las plazas de la Ópera, República, Bastilla, Nación, Italia, Hotel de Ville o la explanada de los Inválidos. Cada colectivo ocupa un lugar y se identifica con grandes símbolos, con globos, logos y estandartes, con monigotes al estilo de años viejos. Una particularidad de la actual movilización es la unión entre sindicatos: la CGT, la CFDT, la FO, la SUD y otras siglas similares. Esta unidad puntúa un episodio en la vida política de los últimos cincuenta años en Francia y da al movimiento la organicidad que faltaba a los gilets jaunes que ofuscaron el primer mandato de Macron, entre noviembre de 2018 y marzo de 2020.
La unión intersindical no oculta la diversidad reunida en las manif. Estudiantes, obreros, ecologistas, feministas, LGBTIQI+, trabajadores del sector público hospitalario, profesores, migrantes, artistas. La pluralidad también es generacional y se expresa en las músicas e imágenes que construyen este capítulo de la historia cultural francesa. Cantos partisanos (“Una matina mi sono alzato… bella ciao ciao ciao”), nueva trova, Rage Against the Machine, el festivo y denunciante “On lâche rien” suenan a contratiempo de pífanos y tambores, de la explosión de un petardo. El colectivo feminista de las Rosies, uniformadas y maquilladas de calavera, adapta canciones populares, baila al ritmo de “I will survive”: “Hasta la tumba, por los proletarios/ ¡No a los 64 años! (…) Los ricos están bien,/ pero los precarios van a morir./ Nosotros queremos vivir,/ no solamente sobrevivir”.

Los cánticos y proclamas extienden los giros idiomáticos del francés, poco deleitables en su traducción, desde el “On est là, même si Macron ne veut pas, on est là”… (“Aquí estamos, incluso si Macron no quiere, aquí estamos”), hasta el contundente “Macron, démissione!” (“¡Macron, renuncia!”). Los megáfonos no se olvidan de amplificar el “¡pueblo unido, jamás será vencido!”, el “¡no pasarán!” y el “Siamo tutti antifascisti!”.
Sordera al clamor de la calle
Si bien el movimiento actual parte del tema de la jubilación, es resultado de la poca acogida que el pueblo francés da al proyecto de Macron. La legitimidad de este Gobierno es cuestionada desde su fundación, por el triunfo, en cada uno de sus quinquenios, contra la extrema derecha personificada en Marine Le Pen. Macron lo admitió en la renovación de su mandato como muestra de honestidad, véase incluso humildad, ahora reemplazada por el discurso autoritario, sin cabida para la vox populi.
Durante la actual movilización se suman gestos a la imagen negativa de un Gobierno sordo al clamor en la calle, empecinado ante el rechazo y ciego a lo evidente.
“Hay en Macron una arrogancia alimentada de ignorancia social”, apunta Pierre Rosanvallon, historiador y sociólogo. Se trata de un mandatario agazapado en su posición estatutaria, en el juego de poder de un petit maître (léase petimetre), mientras los dedos de los mandantes indican la crisis política.
Para atiborrar esa imagen antidemocrática, monárquica, otros sucesos coincidieron en el actual clima social: la frustrada visita del rey Carlos III de Inglaterra al palacio de Versalles; Macron de gira en China (“kissing his ass”, según Donald Trump); o, Macron sonriente para con los cumplidos del rey de Países Bajos. En esta visita de Estado, mientras dictaba una conferencia sobre los valores europeos, un asistente le inquiría: “¿Dónde está la democracia francesa?, presidente de la hipocresía”.
Asimismo, fuera de la dimensión diplomática, se ha visto a Macron caminando por la catedral de Notre Dame, en una burbuja policial, eludiendo el contacto con los pasantes. Mientras en las calles la basura arde, Macron viaja y sus ministros ensayan respuestas ante los medios, echándose a suertes entre responsabilidad, desespero y negación. Ahora, todo acto gubernamental en territorio tiene su comité de recepción: cacerolazos, silbos e increpaciones.
Imaginario de protesta
Durante cinco meses las calles han mostrado que la manifestación es hacer humor de la indignación, bailar la angustia, cantar el sufrimiento. Las pancartas exhiben proclamas de origen diverso. Desde “el derecho de rebelión es sagrado” del libertario Flores Magón, hasta el esténcil de un Macron diabólico bajo el lema “Kill Capitalism”.
La originalidad está en la ironía francesa, en la connivencia de los afiches, en las referencias al imaginario de una república fundada en el movimiento social. “¡Es la gente en las calles la que ha hecho la historia de Francia!”, dice un cartón sostenido por una joven. “Tú nos 49.3: nosotros te mayo 68”, se inscribe en aerosol rojo al pie de la estatua de la República. “¡Impuestos para los ricos!”, se lee y se oye a lo largo del cortejo. Tinta sobre cartón, rotulación y dibujo hacen la expresión gráfica de la protesta.
La figuración de la revuelta popular es constitutiva de la cultura francesa, basta ver “La Libertad guiando al pueblo”, donde Delacroix descarga la simbología republicana sobre un colectivo en lucha. Es una pintura representativa del ideal romántico y un ícono mediático de la Francia revolucionaria. Mayo del 68 también se grabó en el campo visual; uno de sus afiches anunciaba “el debut de una lucha prolongada”. Entonces, junto al grafiti de “prohibido prohibir” se veían pancartas donde la sombra caricaturesca de De Gaulle ordenaba “sé joven y cállate”.
La actualización de esos enunciados está en el retrato de Macron superpuesto al de algún monarca o en el monigote que lo representa con corona y cetro, entronizado sobre una Tierra sobrecalentada: “64 años, a 40 grados va a estar caliente”. La manifestación inscribe la palabra histórica, política, social y económica.
Black Blocs vs. Brav-M

El ambiente festivo que se vive entre los colectivos es difícil de encontrar en la vanguardia del cortejo, donde se concentra otra manera de manifestarse. Ahí la masa es borrosa, la caminata zigzagueante, el paso firme y acelerado, es raro ver gente con pancartas, las manos se ocupan con la piedra y el encendedor. Varias manifestaciones se han caracterizado por enfrentamientos entre brigadas ciudadanas (las más violentas bajo el nombre de Black Blocs) y comandos de represión policial (las Brav-M).
Vestidos de negro, encapuchados, los Black Blocs enarbolan la violencia bajo la bandera anarquista. El anglicismo designa estructuras efímeras que ejercen tácticas de acción directa durante las manifestaciones. El término apareció en la Alemania occidental de los años ochenta y se internacionalizó con un impulso anticapitalista. Camina cada cual por su lado, de entre la dispersión aparecen, se reúnen, gritan y rompen cuanta vitrina se les atraviesa. Aprovechan la huelga de los recolectores para prender fuego a la basura acumulada. La Policía interviene al mínimo gesto de esta maniobra.
Difícil decir quién ataca a quién, quién empezó, quién se detuvo. El cortejo se desintegra y una nueva masa lanza gas, botellas, sangra, grita, golpea. No hay carteles, nadie canta, nadie baila. Médicos equipados con maletas, chalecos y cascos socorren a los heridos. Las escenas evocan la discusión latente sobre la valía y los límites de la violencia en los procesos contestatarios. En Que viva la República, Régis Debray cotejaba: “la cuestión es saber si la no violencia es siempre suficiente y la violencia jamás necesaria”.
Entre violencia real y simbólica, los Black Blocs arremeten contra toda seña de consumo y acumulación: cajeros automáticos destrozados, vidrieras percutidas, logos trizados, publicidades garabateadas. Sus interlocutores en la violencia son las Brav-M (brigadas antiviolencia-motorizadas). Creadas en 2019 como respuesta a los gilets jaunes, funcionan como escuadrones volantes a la pesca del instigador; aunque entre sus toletes caiga cualquiera que nade contracorriente. Souleyman, estudiante africano, registró en audio las vociferaciones de la represión, mientras era manoseado por los gendarmes.
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La rápida promulgación de la ley por parte del Gobierno quiso asfixiar la hoguera social. Pero esa decisión precipitada e insuficiente ratificó en los manifestantes la idea de que, incluso cuando nada se espera, la política logra decepcionar. Para ellos esa validación institucional no legitima la ley. A pesar de que dos solicitudes de referendo han sido rechazadas por los sages (sabios) del Consejo Constitucional, las plazas aún se llenan, las convocatorias se reproducen, los volantes resumen manifiestos, la huelga se propone general. Esa lucha inagotable, grèviculture, es el recordatorio de que la belleza está en la calle.
En una vía democrática más el grupo parlamentario Libertades, Independientes, Ultramar y Territorios (LIOT, por su sigla en francés) propondrá este mes la abrogación de la ley de jubilaciones. Más allá de si el Gobierno hace tragar la reforma o de si los sindicatos abandonan la protesta, Francia queda marcada con rencor acumulado y clima eruptivo. Esta movilización ha catalizado los sentimientos populares, ha reanimado los ideales republicanos, despierta a un país contra su Gobierno. Se presume que Macron quedaría bloqueado por sus mandantes hasta el fin de su quinquenio.