Fragmentos nupciales.

Por Ana Cristina Franco.

Ilustración Luis Eduardo Toapanta.

Foto Fragmentos nupciales

Escena 1

Seis personas —seis quiteños, para ser exactos— sentados alrededor de una mesa. Los prometidos, sus respectivos pa­dres, todos alternativos, y uno que otro tío y una que otra tía.

—¿Y quién los va a casar?

—He pensado que podría ser por la Iglesia —dice la novia.

Se hace un silencio.

—¡¿Por la Iglesia?! Pero Dios mío, ¿qué hicimos mal? —dice la madre.

—(Susurrando, al oído de la tía). ¡Qué ho­rror!, ¿no era feminista?

—Yo conozco un buen chamán, piensa bien —dice la tía.

—Pero mijita, ¿tú crees en Dios?

—O sea, cómo me explico, no creo que Dios sea un señor viejo de barba blanca, pero creo en la energía, en la Virgen, en Jesús. Me gusta rezar.

—No se trata de “me gusta”, no es así, Ana Cristina, la Virgen y la energía no son la misma cosa. O crees en la Virgen o crees en la energía.

—Necesitamos un nombre, ¿en qué crees?, ¿en Buda?, ¿en los imanes?, ¿en Jung?, ¿en los chacras?, ¿en Jesús?, ¿en Freud?

—(Todos en coro). ¡Tienes que definirte!

—Lo que pasa es que tú quieres casarte por la Iglesia solo por el vestido.

—La verdad es que me gusta mucho cómo se ve…

—Pero ni siquiera has hecho la primera comunión y peor la confirmación…

—Además, la novia que te imaginas segu­ro no tenía panza de seis meses…

—¡Ni lentes!

—Pero Bibi Gaytán se casó con Eduardo Capetillo de nueve meses, por la Iglesia.

—Parecía olla encantada.

—¿Y si los casa Maestro?

—No merecemos la bendición de Maes­tro.

—¿Por qué?

—Una vez nos encontró tomando Coca-Cola.

Escena 2

En la habitación matrimonial de un hotel de clase media, la luz del sol entra por la ventana e ilumina el espacio.

Los novios despiertan. El vestido de novia, que tiene las puntas manchadas de tierra, yace tirado en el piso. El traje del novio (que no era un terno) también descansa abandonado en el suelo. La novia pone una cámara frente al lecho nupcial y espera hacer un encuadre que parodie a los grandes reyes. Sería bueno comer un poco de uvas en la cama, pero el hotel no ofrece ese servicio. La novia pone rec, regresa a la cama y ocupa su puesto. El novio y la novia miran a la cámara y dicen cosas. Reflexionan sobre el amor y la nostalgia. Dicen que el tiempo es muy rápido. Que se siente raro estar casados, pero que se siente bien. Raro, pero bien. Que recuer­dan todo como si hubiera sucedido hace mu­cho tiempo y que a la vez no recuerdan nada, como si nunca hubiera pasado realmente. Se preguntan cómo será estar con alguien para siempre. Después de decirlo todo, de llorar, de reír, de confesar, de discutir, se dan cuenta de que la cámara no ha grabado nada.

Escena 3

Más tarde, ese mismo día, en la piscina.

La piscina es pequeña y en las noches se puede calentar el agua, casi como un jacuzzi. Tiene vista al mar. Si se apagan las luces (y eso es lo que hacen el novio y la novia) no se ve nada más que las estrellas, no se siente nada más que la piel del otro y no se escucha nada más que dos corazones latiendo al mismo tiempo, como si fueran el mismo corazón. Los dos cuerpos ya sin trajes de novios (o de civiles o de nada) se toman de las manos en el agua. Y luego miran al cielo como huyendo del tiempo. No saben qué pasará mañana, pero saben que ahora están juntos. Y ahora sienten el agua en la piel. Adentro del cuerpo hay más agua, sus cuerpos están llenos de agua. Y más estrellas, sus cuerpos están lle­nos de estrellas.

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