¿En cuántos pedazos puede romperse una mujer después de vivir la muerte de su bebé recién nacida? La nueva película de Kornél Mundruczó nos habla acerca del duelo, el dolor, la desesperación, el desasosiego y la reconciliación: ese necesario reencuentro con el otro, pero sobre todo con uno mismo, cuando lo que se necesita es seguir adelante.
Todo comienza con uno de los partos más impactantes y realistas que nos ha brindado la gran pantalla. Martha Weiss (Vanessa Kirby) y Sean Carson (Shia LaBeouf) se acuestan frente a nosotros y nos hacen partícipes de ese íntimo momento en el que los gritos, las contracciones y las miradas se entrelazan. Nada llama tanto la atención como la complicidad que circula entre los esposos: mientras a ella se le escapa por los ojos su deseo de ser protegida y acompañada en el proceso; él se preocupa por estar ahí, ya sea porque la contiene con su mirada, porque la abraza o porque se convierte en la mano derecha de la matrona encargada del parto. Los primeros treinta minutos de la cinta dan cuenta del amor solidario de una pareja que, con ilusión, se prepara para ampliar su familia. Lamentablemente, esta unión no tarda en romperse.
La bebé muere nada más nacer. Y el duelo por la muerte de la niña no es inmediato. Se va consumando con el tiempo y se va acentuando por el desencuentro. Ni Sean entiende la profundidad de la herida en Martha, ni Martha entiende las formas de acercarse que tiene Sean: poco afectivas y casi nada comunicativas. Por esta razón no le sorprende al espectador ver que la soledad se apodera del ambiente y de los personajes, sumiéndolos en una distancia cada vez más rancia.
Para ello Mundruczó utiliza un símbolo, la manzana. Al principio de la cinta, Martha está en un supermercado y elige la más bonita y fresca para comer. Pero a medida que pasa el tiempo percibimos su desgano a través de esta fruta. En una escena se muestra que Martha ha dejado oxidar, en la mesa de la cocina, una manzana recién mordisqueada, y mientras tanto vemos a Sean servirse alcohol en un termo. Él ha recaído en su adicción y ella en la apatía. Unas escenas más tarde encontramos a Martha partiendo una manzana en mil pedazos, mientras le saca las semillas. Esto podría representar las trizas en las que se ha quebrado.
Y es que Martha no solo debe enfrentarse a la inmensa pérdida de su bebé, sino también a la nueva relación de pareja que ha surgido con su esposo, y a la difícil presencia de su madre: una mujer profundamente controladora que pretende marcar los pasos —sus pasos— para que su hija supere el trauma.

A sus 88 años, Ellen Burstyn encarna magníficamente a una madre judía que ha sobrevivido al holocausto y que no acepta que su hija se deprima, ya que piensa que puede estancarse ahí. “No fui tan buena madre como para enseñarte a exigir tus derechos y hacerte oír”, le dice en un momento de discusión. “Levanta la cabeza y pelea por ti. Ve ahí y enfrenta a esa mujer. Dile cómo es la vida para ti ahora, cómo te sientes. Debes contar tu verdad”. Con estas palabras empuja a Martha a que le siga un juicio por negligencia a la matrona que ayudó en el parto de la bebé.
A Martha se la ve asustada, arrastrada por un tren que la va llevando a un destino que no conoce. No sabe qué hacer con su hija, puesto que la ciencia le ha pedido el cuerpo para hacer estudios; ni sabe cómo vincularse con su marido; tampoco se la siente segura cuando testifica en contra de la matrona; pero, sobre todo, el espectador puede percibir que está insegura por indefensa, porque sigue siendo una niña que necesita la guía de esa madre que está dispuesta a hacer lo que sea por su bienestar.

Durante la segunda mitad de la película, es imposible no reflexionar acerca de la importancia de acompañar al otro en el dolor, sin tener que intervenir en él. En principio las acciones de la madre se convierten en una imposición. Martha no actúa convencida. En este sentido, la dirección de arte es fabulosa. Cuanto más paralizada se siente, mayor es el nivel de frigidez en el ambiente: la paleta de colores se concentra en azules, grises, cafés y blancos que evidencian el estado anímico en el que se encuentra. Y, de repente, una luz roja: el cuarto oscuro donde revela una foto con su hija que le había hecho Sean.
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El momento se da durante el juicio, cuando el abogado de la matrona la incrimina y ella pide un instante de respiro. Se refugia en el cuarto oscuro y reflexiona mientras ve a su hija aparecer en la foto. ¿No es acaso culpable de haber tomado las decisiones que tomó? ¿No fue ella quien se negó a ir al hospital? Irónicamente es el abogado de su demandada quien la devuelve a la vida. Es cuando él la acusa de ser responsable de sus acciones que ella entra en razón. Es la presencia del extraño, el que no la conoce, el que no intenta salvarla… quien la salva al final. Porque le cuestiona y le permite recogerse a sí misma, le permite comprender sus propias motivaciones. Solo entonces Martha puede sentir compasión por ella misma y, por lo tanto, por los demás. El juicio se anula.
Al final de la cinta vemos que las semillas han crecido en un inmenso árbol de manzanas perfilado por los rayos de sol. Quizá con esto el director quiera decirnos que las semillas de la fruta de Martha han brotado. Que ella ha resuelto que debe seguir adelante, que después de un largo y duro proceso de duelo ha podido resurgir. Que finalmente ha podido levantar la cabeza.
Fragmentos de una mujer es una película que nos habla del perdón y la compasión. De la necesidad de conectar con otros a través de la empatía; de la necesidad de confiar en el proceso de los demás; de la compleja, pero importante y necesaria relación materno-filial; y sobre todo de la necesidad de sumergirse en las emociones, por difícil que parezca, para poder resurgir y entender que la vida siempre tiene sus modos de salir triunfante.