Por Huilo Ruales.
Ilustración: Miguel Andrade.
Edición 463-Diciembre 2020.

Una noche de lluvia compacta, el Kinkón encontró la razón por la que estaba en el mundo. Empapado, sobre todo en las botas puntiagudas, y muerto de hambre como siempre, entró en el Casablanca. El mismo Casablanca del extinto Reino de la Tuentifor, solamente que reencarnado en pleno corazón de La Marín. Para muestra bastaba el estado intacto de sus tres atractivos de antaño: atender hasta el alba, ofrecer sus afamados caldos de gallina y ser la meca de los Grillos, que eran los músicos nocturnos. Allí bebían, comían, afinaban sus instrumentos. Allí eran contratados para serenatas o fiestas, como en los buenos tiempos.
Claro que de esas cosas el Kinkón no sabía hostia y lo que tenía es hambre. Se hubiese comido al menos una de las enormes gallinas cocinadas que desnudas y patas arriba se exhibían en bandeja en el umbral del salón. Y para eso le hubiera bastado arranchar una y salir corriendo. Pero llovía, tenía una pereza de hipopótamo y la guita suficiente. Por otra parte, un caldo humeante, con su doble papa, el ajicero lleno, la gaseosa helada y sentado como gente, era otra historia. Casi sin respirar se repitió dos caldos con sus respectivas presas formato avestruz. Pero recién iba por la mitad del segundo plato cuando de manera súbita se le acabó el apetito. La causa no era el hartazgo, que para eso no había tope.
La causa era la Lola que en su mejor versión venía de aterrizar en el Casablanca. Parecía una mujer de leche y no solamente por la ropa blanca, sino por su pelo y su piel. El único color, el rosado, era el de su boca y le quedaba hermoso, como una herida. Regando una estela de luz y con el rostro adherido al hombro de un acordeonista, se encaminó hacia el fondo. Hacia el rincón donde pululaban como cuervos los músicos ciegos. Su abrigo pasó soplándole en la cara untada de gallina. Y el Kinkón sintió como si ese abrigo de nieve tibia le hubiera envuelto y arrebujado y perfumado. Y, sin más, se quedó enredado en ese perfume para siempre.
La Virgencita, dijo para consumo personal, recordando una velada estampa de primera comunión. Era eso lo que, asido todavía de la cuchara, el Kinkón estaba contemplando. Una virgen que no era de papel ni de yeso, sino de carne y hueso. Poca carne y mucho hueso. Y ropa blanca, como novia. Una virgen no de la iglesia sino de la noche.
Y, sin más, la Virgencita pulverizó a la Lola original, tanto del corazón como de su cabeza motosa.
Esa madrugada que no duró más que un suspiro, el Kinkón se dedicó a verla sin pestañear como para impedir que se le desvaneciera. Naturalmente, le faltaron un montón de ojos, pero se las arregló con sus dos, enormes, irritados, que se le salían de las órbitas a causa del esfuerzo. Parecía niño en el cine, en el circo, en el cielo. Cada movimiento de la Virgencita tenía su encanto propio. Cada gesto le hacía pelar los dientes o descoyuntar la boca, de lo bello, de lo asombroso. Que picoteara la comida como pájaro, que fumara como china, que bebiera ron más que los varones. Que tarareara canciones mientras los ciegos rasgaban sus guitarras. Que se echara el pelo hacia atrás como las putas de cine. O que riera o que bostezara o que delante suyo viera el vacío donde termina el mundo. Incluso le encantó verla enroscándose en la axila del acordeonista o besando su barbilla o mordiendo su arete gitano.
Cerca del amanecer, la Virgencita y su acordeonista abandonaron el Casablanca. Había cesado la lluvia, así es que se encaminaron lentamente rumbo a la empinada calle Chile. El músico iba precedido de su bastón, el acordeón al hombro y abrazando a la Virgencita. La Virgencita iba tambaleándose a causa de los tragos y la ceguera. Y a pocos pasos el Kinkón, inmenso, pesado, los seguía como una sombra, como un asaltante, debajo de la luna.