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El flaco no se acuerda que fue gordo

@pescadoandrade

El flaco que fue gordo no se acuerda cuando era gordo y la ropa no le quedaba. Y de pronto se vuelve un ser de luz, y no por flaco.  Seguimos con este Consultorio.

La verdad es que nadie vive sin amor.

– Soda Stereo –

Nos sentamos a la mesa de un restaurante en Puerto Santana, barrio Las Peñas, en el centro de Guayaquil. Él parece otro: tiene el pelo largo, por debajo de la nuca, físicamente es la mitad del hombre que solía ser, lleva una camisa adornada con palmeras, muy contemporáneo, y usa skinny jeans que deben cortarle la circulación. Hace años, cuando él pesaba casi 250 libras, yo lo jodía, le decía esto: deberías hacer un show en vivo, pararte en un escenario y que la gente te lance toda la comida que puedas comer, presas de pollo, piernas de chancho, y monedas de un dólar. Ahora el gordo, el monstruo, el freak de circo, soy yo.

Antes de que llegue el mesero, coincidimos en algo. Volver a la costa es darse cuenta de que uno extraña la costa y también de que ya no podría vivir en la costa (más de esto en una próxima entrega). Nos fijamos en las mujeres que pasan caminando frente a nosotros, en la piel descubierta de esas mujeres, en las piernas que bajan hasta tomar la forma de los pies servidos en zapatillas, en chancletas, la belleza pura, libre y liberada. De Quito, de la sierra, nos gustan las mujeres que usan accesorios, las que escogen un buen abrigo y un par de botas y construyen con eso su apariencia, la proyección de su personalidad. De la costa nos gusta la carne.     

Él pide un plato aburrido, pescado a la plancha con ensalada, sin patacones, por favor, y agua mineral. Yo, que todavía no tengo planes de adelgazar, pido algo que cambia de nombre según el local, pero está muy y afortunadamente de moda: cangrejo en salsa de ajo sobre un colchón de cocolón, y chifles, y patacones, y una cerveza para esperar la comida y otra para acompañar la comida y la última para bajar la comida. Te dejaste ir, me dice, ¿en qué momento te dejaste de querer?, ¿por qué te abandonaste?, me pregunta, y se ríe, se caga de risa. Tú eras más gordo de lo que yo soy ahora, le recuerdo. Sí, contesta, pero ya bajé, ya no puedes usar eso en mi contra, ahora compro ropa, los gordos no compran ropa.

¿Por qué habla de ropa?, pienso, ¿siempre fue tan superficial?, claro que sí, desde pelado. Pero es cierto: uno sube de peso, gana cuerpo, y se acostumbra a la ropa que le queda. Nada tan descorazonador como entrar a una tienda, agarrar camisas y pantalones de las tallas más grandes y anchas disponibles, meterse en un probador, verse desnudo frente a un espejo extraño, verse como una montaña que se derrite, que se derrumba, y decir ese no soy yo pero sí, eso soy yo. Me pasó una vez, en Zara, en el Quicentro-Norte. Buscaba ropa nueva para asistir a una boda, nada me quedó y la vendedora que me atendió, más triste que grosera, me dijo: creo que en el segundo piso hay ropa para… mmm… (silencio incómodo, su mirada se clava en el piso), gente de su talla. Otra gente, gente distinta, gente que no califica como modelo de Zara.

Fui a la boda con la misma ropa que usé todo el año: un pantalón de tela, cintura flex, y un hoodie negro. Igual la pasé bomba.  

Él come despacio, como dicen que hay que comer. Yo trago. ¿Hasta cuándo va a durar tu etapa Syd Barrett?, pregunta. Pienso en el fundador de Pink Floyd, en las fotos en que aparece gordo, hinchado, con la cabeza rasurada; son del periodo Wish You Were Here, de 1975. ¿Quieres decir que me volví loco? Quiero decir que pareces un loco, sí, como si no te importara nada, como si estuvieras solo en el mundo. Ese es el propósito del arte, digo, y me llevo la cerveza a la boca. El arte no es la vida, escribe sobre gordos, todo bien con eso, pero no te vuelvas uno. Me lo dice un gordo, digo. Un gordo en recuperación, dice él, y luego me lanza la pregunta obvia: ¿no te vas a comer eso? La verdad, no puedo seguir comiendo, el cangrejo me venció. Niego con la cabeza, él se acerca el plato y usa los patacones como cucharas y se mete uno, dos, tres grandes bocados y lo veo caer derramado sobre la silla, su respiración se acelera, sus ojos se cierran, sus manos se juntan sobre el pecho, suelta un suspiro de novio. El gordo que ahora es flaco recuerda cómo era/es la vida de un descocido. No es heroína, le digo. Parece, dice él con la mirada perdida.

Yo pago. Entre sus comentarios sobre la comida, mi gordura y la supuesta locura que esta pone en evidencia, ha dicho varias veces que le preocupa llegar a fin de mes como llega, con cien dólares en la cuenta, o menos. Yo estoy, a veces, en las mismas, pero pago. Lo último que me dice, mientras esperamos que el mesero maniobre con la tarjeta, es que nadie va a querer estar conmigo si no me cuido, si no me quiero: quema los puentes con la comida. Yo camino por los puentes que tú quemaste, digo, y se me ocurre algo en lo que pienso a menudo: la obra de un artista no es su trabajo, es su vida. Lo veo escribir en su teléfono. Más tarde, esa misma noche, veré que ha cambio su estado: lo material no importa, seamos luz.       

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¿Cómo fue?

De Bajada

La mirada de los otros

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