Quiero paz, por eso pido armas

Finlandia dejó su neutralidad porque sabe que Rusia la amenaza

Desconcertado y enardecido, después de que su ejército sufriera una serie inaudita de derrotas, el presidente Vladímir Putin decidió —al menos así parece— cambiar por completo su enfoque de la invasión a Ucrania: en vez de la victoria urgente y contundente con la que empezó la guerra el 24 de febrero, su estrategia es ahora prolongarla hasta que llegue el invierno, en el todavía lejano diciembre, de manera que el frío y la nieve vuelvan a salvar a Rusia.

La idea es malévola y magnífica: los europeos, ahora unidos en apoyo del pueblo ucraniano, podrían dividirse y repensar su posición cuando falte la calefacción en sus casas y sus fábricas por la interrupción del suministro del gas ruso. Y, tal vez, al comenzar 2023 resuelvan que sus padecimientos no se justifican y que acaso lo mejor sea dejar a Ucrania librada a su infortunio. Un plan perverso pero eficaz.

Sería más que comprensible que Putin hubiera cambiado la estrategia después de que su ejército, el segundo mayor del mundo, ya perdió la batalla de Kiev, no consigue ganar la de Járkov y avanza a costa de grandes pérdidas en Donetsk y Lugansk. Una ineptitud monumental. Al fin y al cabo, Rusia tiene una fuerza militar cinco veces más grande que la de Ucrania, una economía ocho veces mayor y una superficie casi treinta veces superior.

Pero la resistencia admirable del ejército ucraniano sólo está siendo posible gracias a la ayuda caudalosa, en armas y en información de inteligencia, que le están proporcionando las potencias occidentales, con los Estados Unidos al frente, desde luego, pero con la participación unánime de Europa.

Fotografías: Shutterstock

Esa es la unanimidad que Putin quiere romper. Y su esperanza es que un invierno riguroso, con millones de personas padeciendo frío después de muchos años de haber soportado sin angustias las inclemencias del tiempo gracias a calefacciones alimentadas por el costoso pero abundante gas ruso, quiebre la voluntad —hasta ahora sólida— de algunos gobiernos europeos, que prefieran doblegarse a las imposiciones rusas que sufrir convulsiones políticas internas.

Así, el invierno volvería a ser un aliado de Rusia, como lo fue en 1815, cuando los ejércitos de Napoleón fueron abatidos por el frío, y en 1942, cuando el clima fue determinante para el fracaso de la ofensiva nazi en Stalingrado.

Pero no es fácil que ese quiebre de voluntad ocurra: la invasión de Ucrania redobló el apoyo a la OTAN de sus treinta países miembros, incluidos los más renuentes, como Francia, que desde los tiempos del general De Gaulle sintió una especie de complejo de inferioridad por depender del poder militar estadounidense. (El presidente francés, Emmanuel Macron, llegó a decir en noviembre de 2019 que la organización atlántica padecía de “muerte cerebral”.) Por lo dicho y hecho desde el comienzo de la guerra rusa, la OTAN no está enferma, sino vigorosa y saludable, e incluso se apresta a reforzarse con la incorporación de dos países históricamente neutrales: Suecia y Finlandia.

La cercanía territorial de Suecia y Finlandia con Rusia apresuraron la entrada en la OTAN.

La “finlandización”

El caso finlandés es el más doloroso para Rusia. Y es que desde 1948 hasta 1991, es decir desde la firma del Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua hasta la disolución de la Unión Soviética, Finlandia estuvo sometida a un férreo control soviético, “lo que no sólo afectó a la política exterior, sino también a la defensa nacional, la economía, los medios de comunicación, el arte y la ciencia”, según la descripción de Sofi Oksanen, una dramaturga y escritora que padeció la dependencia que su país sufrió durante 43 años.

Y, entre muchos otros, cita este caso: “cuando la televisión sueca emitió la película Un día en la vida de Iván Denísovich, basada en el libro de Aleksandr Solzhenitsin, Finlandia cerró la emisoras de las islas Aland para que los finlandeses no pudiéramos verla a través de Suecia, porque nuestra comisión de censura cinematográfica la declaró antisoviética por sus revelaciones sobre los campos de trabajo comunistas”.

Finlandia trataba de explicar su dependencia llamándola “neutralidad”. Era, sin duda, una neutralidad sesgada, a la que el resto del mundo la denominó “finlandización”, con una connotación inequívocamente peyorativa. Sin embargo, es posible que al valiente país nórdico, que por entonces no llegaba a los cinco millones de habitantes, no le quedara a todo lo largo de la Guerra Fría otro remedio que convivir cabizbaja con su inmenso y agresivo vecino, con el que comparte una frontera de 1.340 kilómetros.

Fue, en definitiva, la vía finlandesa para preservar su sistema político —basado en el capitalismo, con democracia liberal y estado de bienestar— en los años de la expansión arrolladora del socialismo por medio planeta.

Más aún, si bien la Unión Soviética difundió con éxito la idea de que la ‘Gran Guerra Patriótica’ fue una confrontación justa, en la que su pueblo se defendió con heroísmo de una invasión infame, la verdad histórica es que al comienzo de la Segunda Guerra Mundial la URSS fue una potencia agresora, que ocupó Polonia —repartiéndosela con Alemania al tenor del pacto secreto entre Stalin y Hitler—, y se anexó Estonia, Letonia y Lituania, para después atacar Finlandia, en la llamada Guerra de Invierno, que duró de noviembre de 1939 a marzo de 1940.

El territorio finlandés fue mutilado (los soviéticos se apoderaron la de la región de Carelia), pero Finlandia conservó su soberanía. Claro que más tarde, cuando Hitler rompió su pacto con Stalin e invadió la Unión Soviética, los finlandeses se unieron a esa invasión tratando de recuperar el territorio perdido. Tras cuatro años de guerra, Finlandia tuvo que firmar un armisticio en el que preservó su independencia pero se condenó a una neutralidad que la ató al gobierno de Moscú.

Rico, próspero, libre

Sanna Marin, primera ministra de Finlandia. Fotografías: Shutterstock.

Cuando desapareció la Unión Soviética, Finlandia decidió mantener su neutralidad, una decisión que no alteró ni siquiera cuando, en 1995, ingresó en la Unión Europea. Hoy es uno de los países más prósperos del mundo, con una economía de mercado altamente industrializada y competitiva, que les ha proporcionada a sus cinco millones y medio de habitantes un alto nivel general de vida y un régimen muy amplio de asistencia social.

Finlandia dispone, también, de un sistema educacional considerado el más avanzado del planeta y, por añadidura, tiene una actividad política muy democrática y respetuosa, con bajísimos índices de corrupción y con destacada participación de las mujeres (Sanna Marin, de 36 años, encabeza el gobierno desde 2019). Todo un modelo de sociedad.

Todo, la neutralidad finlandesa incluida, terminó con la invasión rusa de Ucrania. Fue un ataque tan alevoso que ya a nadie (excepto, claro, a los enemigos más brutales de la democracia liberal, que son los partidos xenófobos de la extrema derecha europea y los incorregibles socialistas del siglo 21) le quedaron dudas de que Rusia tiene un plan expansionista e imperial que está dispuesto a ejecutarlo a sangre y fuego. Muchos creyeron —‘wishful thinking’— que con la ocupación y la anexión de la península de Crimea y la ciudad de Sebastopol, en 2014, el presidente Putin se daría por satisfecho, que no tendría la osadía de ir más allá. Pero fue más allá y todas las dudas se disiparon.

Finlandia, en especial, ya no vaciló: tendría que pedir su admisión urgente en la OTAN porque sus 338.000 kilómetros cuadrados de territorio, con un acceso privilegiado al mar Báltico, inmensos recursos forestales y la densidad poblacional más baja de Europa, son una tentación evidente para Rusia, que una vez más podría tratar de ocuparlos y asimilarlos a su imperio, como lo hizo el zar Alejandro I en 1809. Y si bien el ejército finlandés es robusto y moderno, con una nutrida fuerza de reserva y una aviación poderosa, no sería capaz por sí solo de detener una invasión rusa, protegiendo una frontera tan extensa. Y, en efecto, Finlandia pidió su ingreso en la alianza atlántica.

Error tras error

Fue un revés doloroso para Putin, a quien desde el 24 de febrero casi todo está saliéndole mal, porque no sólo Finlandia renunció a su neutralidad histórica (y Suecia también), con lo que todo el norte de Europa, desde el mar de Barents hasta el Báltico, se convertirá en territorio de la OTAN, sino que, además, todas las potencias occidentales decidieron hacer un aumento substancial y sostenido de sus gastos en defensa y dar un giro estratégico, reforzando su flanco oriental, que es ni más ni menos lo que Rusia siempre temió. Fue un error espantoso que tendrá que lamentar mucho tiempo.

La reacción airada del gobierno de Moscú, amenazando con “consecuencias políticas y militares”, no hizo sino reforzar la decisión de Finlandia y Suecia: sus primeras ministras, Sanna Marin y Magdalena Andersson, le pidieron a la OTAN que el proceso de ingreso sea lo más rápido posible.

No quieren correr riesgos. Lograron, incluso, que Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Alemania les ofrecieran garantías de que estarán bajo su protección hasta que el ingreso quede oleado y sacramentado. Y, ya dentro de la organización, su integridad quedará blindada: “un ataque a cualquiera de sus países será considerado un ataque a todos ellos”, según advierte el artículo 5 de su tratado.

Las amenazas rusas a Finlandia no son nuevas. Ya en 2014, el año de la primera invasión de suelo ucraniano, que derivó en el cercenamiento de la península de Crimea, Vladímir Putin describió con rudeza cuál sería el cambio de escenario si Finlandia entrara en la OTAN: “hoy, al otro lado de la valla fronteriza, lo que vemos es un soldado finlandés, pero si entrara lo que veríamos sería un soldado enemigo…”.

Magdalena Andersson, primera ministra de Suecia.

El cálculo estratégico del gobierno de Moscú al empezar la guerra en Ucrania fue tan desatinado que ahora, en efecto, verá soldados enemigos al otro lado de la valla fronteriza con Finlandia. Y también con Suecia. Y verá muchos más soldados enemigos al otro lado de las vallas fronterizas con Polonia, Estonia, Letonia y Lituania, donde la alianza occidental multiplicará sus destacamentos.

A menos que el peligro de una agresión rusa se acrecentara, en Finlandia y Suecia no serán instaladas armas atómicas, una exclusión que también pidieron Dinamarca y Noruega cuando fue creada la OTAN, en 1949, en los albores de la Guerra Fría.

Varios países de la organización, como Alemania, Italia y Turquía, sí tienen en su territorio armamento atómico estadounidense, mientras que en la mayoría de ellos hay bases militares permanentes con tropas de los aliados occidentales. Un despliegue que ya se acrecentó a partir del 24 de febrero y que seguirá haciéndolo mientras Rusia siga siendo (como lo fue la Unión Soviética hasta el derrumbe del socialismo) una amenaza para la seguridad, los valores y la forma de vida del mundo occidental.

El giro que empezó en Madrid

Fue una reunión resuelta, entusiasta, sin tibiezas ni vacilaciones, en que fueron tomadas decisiones concretas y valientes: el presupuesto efectivo de defensa de todos los países miembros será del dos por ciento del respectivo producto interno bruto, serán mejorados de urgencia el adiestramiento y el equipamiento de todos los ejércitos aliados, la fuerza de reacción inmediata se elevará a trescientos mil soldados y serán desplegadas brigadas en los países más cercanos a Rusia (Polonia, Estonia, Letonia, Lituania, Hungría, Eslovaquia, Bulgaria y Rumania).

Sí, la OTAN se reconoció vulnerable y resolvió dejar de serlo: el peligro del expansionismo ruso es cierto e inminente.

Ocurrió en Madrid a finales de junio, cuando los treinta países integrantes de la Organización del Tratado del Atlántico Norte substituyeron —como consecuencia directa de la invasión de Rusia a Ucrania— el “optimismo estratégico”, es decir la suposición de que una guerra en Europa ya era impensable, por el “realismo estratégico”, que implica la constatación de que una guerra ya no sólo es posible, sino que está ocurriendo, y que podría extenderse cualquier día y en cualquier dirección.

“Estamos viviendo en un mundo más incierto, más complejo y más peligroso, en el que se han fundido las antiguas amenazas con las nuevas”, según la descripción del rey de España, Felipe VI, quien resumió con acierto el sentimiento predominante en el mundo occidental: “ningún país es ajeno a esta guerra y la seguridad de todos también pasa por Ucrania, por lo que aquellos que creemos en la democracia, los derechos humanos y un orden internacional abierto y basado en reglas debemos unirnos”.

Y, en efecto, los aliados occidentales reforzaron su unidad, lo que se reflejó en el diseño de un nuevo concepto estratégico, declarando a Rusia la amenaza mayor para la paz, en reemplazo del concepto que emanó de la reunión de Lisboa en 2010, en el que Rusia era vista como un socio potencial.

China, a su vez, fue descrita como “rival y desafío” —pero no como “amenaza”—, aunque también decidieron reforzar sus nexos con Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelandia, sus cuatro socios en la región Asia-Pacífico, una medida cuyo propósito implícito es neutralizar la expansión china.

En definitiva, la alianza occidental decidió tomar el toro por los cuernos, dejando atrás la comodidad de creer que en 1989, con el final de la Guerra Fría y el fracaso del socialismo, la democracia liberal había conseguido una victoria sólida y sin fisuras, que le daría al mundo al menos un siglo de paz global, como ocurrió entre 1815 y 1914 tras la terminación de las Guerras Napoleónicas y el diseño —en el Congreso de Viena— de un equilibrio estratégico que respondía a la realidad geopolítica de esos años.

Y todo eso lo logró el presidente Vladímir Putin, cuando el 24 de febrero se lanzó a una guerra que sólo está dándole fracasos, desprestigio y adversarios más unidos resueltos y poderosos.

Los líderes de la OTAN en la inauguración de la Cumbre Madrid 2022.

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