Dispara, filtra y postea: ¿qué puede salir mal?

Tomarse selfies
Fotografía: Shutterstock

Atrás quedaron esas fotos en las que salíamos con cara de bobos, bobas, bobes, con los ojos diabólicos por alguna luz o flash mal parqueados, la boca abierta, los párpados cerrados, la expresión perdida, rara, desencajada, chistosa, alguna postura incómoda o rasgos faciales o corporales por los que maldecíamos a la Pachamama o a esos genes rebeldes que no encajan con el ideal de belleza, con el canon que, como sabemos, es aún blanco y europeo en muchas culturas.

Desde los años noventa del siglo anterior, gracias a la digitalización de las comunicaciones y el desarrollo de aparatos varios, entre ellos la cámara de fotos de los teléfonos celulares, ¿quién podría desfavorecer la imagen que proyecta a los otros?

Quizá solo unos pocos de manera consciente. Otra buena parte de la gente que anda en Internet y las plataformas sociales no vacilan a la hora de mejorar su imagen, filtrar sus imperfecciones y potenciar “lo bueno”. Entonces altera tonos para conseguir fotos más cálidas, modernas, veraniegas, dramáticas (nada mejor que el blanco y negro para esto último). Añade un poco de brillos, algún marco interesante y, si está de ánimo, orejas y bigotes de algún animal (de preferencia gata, conejo o perro). También cabe algún filtro de princesa o príncipe, por nombrar algunos de los más populares.

La marca Dove España hizo un estudio sobre el impacto de los filtros estéticos en niñas y adolescentes de diez a diecisiete años en ese país. De las quinientas chicas encuestadas, 23 % (casi una de cada cuatro chicas) dijo no verse “lo suficientemente bien” si no edita sus fotografías antes de publicarlas. El 20 % reveló sentirse decepcionada por no tener la apariencia de las fotos que postea en sus redes sociales, según publicó la revista Elle.

Además, casi siete de cada diez chicas dijeron que tratan de cambiar o esconder una parte del cuerpo en sus fotos, que las partes que más editan son la cara, el pelo, la piel, los labios y el abdomen, que se hacen en promedio siete selfis antes de atreverse a publicar una. Pese a ello, cuatro de cada diez niñas y adolescentes reconocieron que, antes de publicar dichas fotos, acuden a la opinión o validación de la imagen elegida con algún amigo o amiga.

En los hombres, aunque todavía no es comparable la presión que históricamente han tenido las mujeres en torno al ideal de belleza = perfección = éxito, además de que es menos común que hablemos del tema, las cosas no son tan diferentes.

De modo que los psicólogos ya están preocupados por cómo influyen las representaciones que hacemos de nosotros mismos, mediante el uso de filtros estéticos en las diferentes aplicaciones y plataformas, con respecto a la construcción de la identidad de los más jóvenes y las inseguridades y la autoestima. Esas distorsiones de la percepción no distinguen edades ni contextos sociales. Hablamos de un asunto que afecta a adolescentes, jóvenes y adultos, a pobres y ricos, a hombres y mujeres. Es la letra chica al final del contrato en la democratización de la sociedad que se atribuye a Internet.

Como se supone que fue el servicio de mensajería instantánea Snapchat el primero en hacer populares ese y otro tipo de filtros, se acuñó el término dismorfia de Snapchat para hablar del trastorno de percepción de la imagen propia, basado en las representaciones distorsionadas o fotos embellecidas con filtros. La presidenta de la Asociación Española de Cirugía Estética Plástica, Isabel Moreno, le dijo en julio de 2022 a Europa Press que cada vez son más los jóvenes que llevan fotos con filtros a su consulta y le dicen que así quieren verse.

La dismorfia de Zoom, en cambio, tiene que ver con una percepción negativa de la imagen personal, luego de las horas y horas en las que nos miramos en una pantalla, durante las videoconferencias que ganaron impulso en la pandemia. Como resultado: la preocupación por lo mal que nos vemos, quizá menos bellos (o más feos) de lo que nos pensamos, debido a ese mal ángulo o iluminación, la cercanía a la cámara, la calidad del equipo o la transmisión. O posiblemente porque así mismo somos, y eso no es que esté mal.

A ese primer momento en el que tenemos conciencia de nosotros mismos cuando somos niños, en el que, como decía Jacques Lacan, reconocemos por primera vez nuestra imagen completa, y nos percibimos íntegros, al verla reflejada en un espejo, parecería que hay que añadirle una o dos fases más de autorreconocimiento digital.

Autoeditarse y editar la realidad

Me ha pasado no una sino muchas veces que conozco a alguien en la virtualidad y me decepciono o cambio positivamente de idea cuando lo conozco offline. Tengo amigas y amigos a los que, si me basara en sus perfiles e imágenes de WhatsApp, Facebook, Instagram o cualquier otra plataforma, casi no reconocería en la esquina, a plena luz del día. Hay otra gente a la que creo digitalmente imposible, con la que no puedo, pero en persona hasta estimo, me cae bien. Y supongo que igual le pasa al resto conmigo.

Porque, además de los quince minutos de fama mundial que todos tendremos en un futuro, que hoy es presente gracias a la capacidad de difusión de las plataformas digitales, en Internet cada uno escoge quién quiere ser y cómo verse. Eso lo sabemos.

Los estudiosos de la comunicación, la sociedad y la cultura le dieron el nombre de divismo a esa manía de los medios por crear algo parecido a deidades, a las que por el o los atributos que fueran habría que reverenciar. Pongamos algún modelo, un actor, alguna deportista o artista, alguien que hace algo mejor que todos nosotros, los mortales. Y los estudiosos más modernos ya hablan en cambio de escaparatismo, una tendencia a exhibir diferentes ámbitos de la vida, cual si fueran piezas en un mostrador. Cosa que hoy es más democrática (otra vez, la letra chica en el contrato) gracias a Internet.

Y entonces, como también queriendo ser divos y divas que muestran lo extraordinario lo mismo que la mundanidad de su día a día en la pantalla, o quizá solo por socializar, se entiende por qué esa fauna diversa que somos en las plataformas digitales no se guarda nada. Todo muestra, desde los logros individuales, fiestas y el sentido del humor hasta el luto, la depresión y el amor, o el café que tomamos por la mañana. “Posteo, luego existo”, tuitearía algún Descartes moderno.

La cuestión está en que con cada post, cada imagen o video, con cada enlace compartido, comentario, interacción e incluso con cada me gusta o share, vamos construyendo nuestra propia autobiografía digital. Y lo hacemos sin la presión y la sincronía del cara a cara. Moldeamos una especie de avatar social que entra en tensión cuando no se corresponde con el yo real, tal como lo apunta el investigador Jesús Portillo Fernández en Planos de realidad, identidad virtual y discurso en las redes sociales. Una dualidad o desdoblamiento de la personalidad en un mundo híbrido, hecho de una realidad física u objetiva y de virtualidad.

De esa manera, la identidad, si cabe el término, real, que es espontánea y cambiante, se sustituye progresivamente en las plataformas por una identidad digital. Esta última es diseñada y más estática, hecha a la medida, estereotipada y hasta tematizada en función de las características de cada entorno. Por dar un ejemplo: en Instagram, la plataforma que si fuese un pecado capital sería la vanidad, hay tantas y tantos “modelos” sin marca o auspiciantes.

Aprobación en redes sociales.
En las redes a más aprobación, reacciones y followers, más riesgo de que el yo real tienda a creerse la ficción de ese yo elaborado digitalmente. Fotografía: Shutterstock.

Pero cada uno de ellos sabe posar y se fotografían como aficionados a un estilo de vida fitness, viajeras o aventureros empedernidos, aficionados al lujo y los placeres (casi sibaritas), deportistas y artistas varios, personalidades esnobs, cultas y glamorosas, y así según lo establecido para cada plataforma y comunidad.

A más aprobación, reacciones y followers, más riesgo de que el yo real tienda a creerse la ficción de ese yo elaborado digitalmente. Casi sin que nos diéramos cuenta hemos pasado de los nicknames que usábamos en los primeros servicios de chat, a finales del siglo XX, a versiones multimedia cada vez más complejas, provistas de una historia almacenada en bases de datos e imágenes personalizadas o, según prometió Mark Zuckerberg con respecto al Metaverso, en avatares en 3D, que serán nuestras extensiones.

Como las plataformas sociales han adoptado el carácter de un mercado de imágenes (sobre todo aquellas como Instagram), escribe Víctor Gabriel García Castañeda en Estética del sujeto hipermediatizado. Edición, estilización y curaduría del yo en la red, no sorprende que la competencia por la atención entre usuarios haya devenido en procesos de estetización.

Para ello usan recursos como los filtros estéticos, la edición del yo digital (o autorrepresentación online) y la proyección de una identidad virtual basada en la autocuraduría. Sin embargo, valdría preguntarnos: ¿realmente nos estamos editando a nosotros mismos o son las corporaciones tecnológicas, las tendencias de turno y los cánones tecnológico culturales, quienes nos dicen cómo y qué mostrar?

Hacia una estética Instagram

Walter Benjamin, que hablaba del aura de las obras de arte, decía también que el valor de culto de estas últimas era reprimido por el valor de exhibición de las fotografías. Y eso que este filósofo judío alemán no llegó a sufrir la sobreexposición de imágenes, cortesía de las tecnologías actuales.

Como un Dorian Gray hedonista y que reniega del paso del tiempo, la versión digital que proyectamos puede si no oponerse al menos posponer el presente, exaltar lo que nos gusta y esconder lo que no. Pero su huella y lo que negativamente guardamos ha de acumularse en algún lado, y para eso el genial Oscar Wilde eligió un lugar íntimo o privado.

Si la razón de usar Instagram, cuyo lema se lee: “Una forma simple, divertida y creativa de tomar, editar y compartir fotos, videos y mensajes”, es la visibilidad, recuerda Mariano Darío Vázquez en El borramiento de la singularidad. Aplicaciones digitales para los procesos de sutura biográfica, esas imágenes filtradas y retazos de nuestro mundo cotidiano solo cobran sentido al publicarlas.

Son los otros quienes hacen existente esa realidad. Vásquez se pregunta, ya que la edición “simple, divertida y creativa” de imágenes es un rasgo distintivo de Instagram, si “la fotografía misma puede dejar de ser un fin para convertirse en un medio del filtro que dota de valor a aquello que se exhibe”, sea esto un rostro, una acción, el sitio de trabajo o el último libro que compramos.

Ya fuera de que nuestras imágenes estén al servicio de los filtros que nos proporcionan distintas apps y plataformas digitales, o al revés, como nos gusta pensar, no es posible obviar cómo el mundo online ha redefinido la comunicación y la forma en que socializamos.

Uso de los filtros en fotos de redes sociales.
Añada un poco de brillos, algún marco interesante y, si está de ánimo, orejas y bigotes de algún animal, todo esto ayudará a filtrar las imperfecciones y potenciar “lo bueno”.

Como los proveedores de servicios personalizados que son (buscadores, redes sociales, plataformas de compra y venta o de entretenimiento), estos medios de conectividad han introducido usuarios de forma masiva a Internet y han alterado a su paso el paisaje tecnológico cultural, con su consecuente impacto en la cultura, escribe Matías J. Romani en El porvenir de las cosas. Airbnb e Instagram como catalizadores de una estética global.

Basadas en el procesamiento automatizado de los datos personales, también dice Romani, las plataformas digitales predicen comportamientos en tiempo real, nos sugieren obras o personas afines, y establecen una cartografía de nuestros gustos y deseos fundada en interacciones algorítmicamente procesadas y no en decisiones autónomas y racionales.

De esta manera crean tendencias que aplican para las imágenes y contenidos que consumimos. Es decir, operan en nuestro sentido estético, anulan rasgos distintivos, como los concernientes a culturas o territorios específicos. Lo igualan todo bajo una estética global.

En cuanto a la decoración de interiores, buena parte de los alojamientos particulares o turísticos que se ofertan en el mundo ya responderían a una estética de plataformas dedicadas a ese mercado, como Airbnb.

Con respecto a la estética humana y de lo que se vende en Instagram, la plataforma estaría haciendo lo mismo. Solo que las personas no somos tan fáciles de redecorar, aunque los filtros y las plataformas sociales digan lo contrario.

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